lunes, 21 de diciembre de 2009

¿Dónde entierran a los ateos?


Quiero traer a colación en este post, un ejemplo más de la hipocresía que azota nuestro tiempo.

De nuevo, los modos y formas, socialmente establecidos y legalmente refrendados, van por detrás de una realidad cambiante entorno al tema de las creencias religiosas, lo cual provoca situaciones de auténtica hipocresía y teatralidad colectiva.

Una de las facetas del hecho religioso que mejor le ha venido al ser humano a lo largo de la historia ha sido y es, la administración y ejercicio del rito. Las personas, desde que el hombre empezó a llamarse homo sapiens, necesitamos rituales que marquen el tempo, y señalen, celebren, y acrediten el paso por las distintas etapas de la vida.

Muchas civilizaciones han hecho uso de todo tipo de ritos para refrendar distintos hitos vitales como el nacimiento, el paso a la edad adulta, la unión sexual, la fertilidad, la muerte… pero me centraré en el proveedor de rituales oficial de la sociedad occidental durante los últimos dos mil años, que no es otro que la religión judeo-cristiana.

En este contexto, la vida de una persona estaba jalonada de una serie de actos religiosos que iban marcando los distintos movimientos del opus vitae. Sin embargo, durante las últimas décadas, la sociedad española ha ido vaciando de contenido esos rituales religiosos que han quedado, en muchos casos, como confortables representaciones teatrales que nos evitan la incómoda espontaneidad y el verdadero sentir que deberían fluir en esos momentos de cambio –en el ser humano, léase cambio igual a ansiedad-. Cuantos casos de personas conocemos, quizá nosotros mismos, que sólo pisan la iglesia en bodas, bautizos, comuniones y entierros.

De los tres momentos rituales más importantes que me vienen ahora a la cabeza, sólo la unión conyugal ha encontrado en la vía laica un rito mínimamente aceptable actuando un juez como aburrido oficiante. Cuantas veces hemos oído que la verdadera y única razón del matrimonio por la iglesia de una pareja era que “son tan bonitos”.

Sin embargo, nacimiento y muerte sólo han encontrado en la vía laica un triste certificado al final de una cola en el juzgado. Por otro lado, esta necesidad ritual se hace más acuciante en el caso de defunción, donde el cuerpo convertido ya en objeto inanimado reclama por sus fueros que nos deshagamos de él de una manera más o menos digna.

A ver, qué podemos hacer con un muerto de cuerpo presente que en vida se ha declarado ateo convencido. Esta pregunta tiene difícil respuesta. O eres, Joan Brossa, Fernando Fernán Gómez o Terenci Moix y cientos de amigos te recitan versos mientras tocan el violonchelo o los familiares se mirarían unos a otros, oprimidos por la congoja suplicando la aparición de un cura.

Y luego está el tema del entierro propiamente dicho. De los 17.682 cementerios que hay en España, casi la mitad pertenecen a la Iglesia católica, lo cual significa que muchas localidades sólo disponen de un cementerio católico.

Tradicionalmente, estos cementerios tenían reservado un lugar muy especial conocido como patio de ahorcados, donde se daba tierra a suicidas, republicanos y masones, así como, infantes potenciales habitantes del limbo.

Qué distinta es ahora la realidad, donde se me antoja más apropiado delimitar una porción de camposanto bajo el rótulo de patio de creyentes.

Y los funerales de estado que se ofician ante grandes catástrofes; un ejemplo más de la discordancia social imperante. Alguien preguntó, si todas las víctimas eran católicas. Es esta la única manera en que el Estado puede homenajear a los damnificados, o se trata sólo, de un mecanismo de autoliberación de la carga civil subsidiaria.

Espero que los años venideros me permitan ver la interiorización de la realidad social existente hacia un rito sincero y emotivo, como nos merecemos todos.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Punto de Inflexión


Hace bastantes años que imagino la vida humana, la del individuo, como un proceso de crecimiento dividido en 2 etapas.

En la primera etapa, el proceso se me antoja de ascensión, cuesta arriba, de acopio de experiencia y conocimientos. Sin embargo, la segunda etapa sería una etapa reflexiva, cuesta abajo, de creación de nuevas ideas. En la primera parte, descubrimos el mundo y nos preguntamos por qué es así, y queremos cambiarlo; es una etapa reivindicativa. En la segunda parte, aceptamos la realidad y hacemos cálculos de que porcentaje de esa realidad podemos cambiar con el arsenal acumulado, como preparándonos para aceptar el balance final.

El punto que separa ambas etapas sería lo que he venido en llamar punto de inflexión, entre la primera etapa cóncava y la segunda convexa. Además, siempre he tenido la sensación íntima de que yo sería capaz de percibir ese punto de inflexión, esa transición entre la juventud y la madurez.

No cabe decir que la percepción de esta transición nos recuerda el inexorable transcurrir del tiempo y nos anuncia una todavía lejana vejez, pero no deja de ser un aviso sereno y tranquilo de algo que siempre habíamos considerado ajeno, el envejecimiento.

Una vez superado este punto, parece difícil emprender nuevos ascensos que nos llevarían a otras cumbres desde las que dejarnos caer. Ya caemos y la inercia no nos deja invertir el sentido del movimiento, aunque podemos hacer pequeños movimientos ondulatorios que no son más que esfuerzos por evitar el imaginado fin que nos espera al fondo del valle. Diríamos que la suerte esta echada, que no hay vuelta atrás, y por otro lado, ya está bien de tanto esfuerzo, es hora de disfrutar de los ahorros acumulados.

En un intento más de resistirme a esta transición, me pregunto qué le tiene que suceder a una persona para invertir esta tendencia. Lo cual sería como volver a nacer en otra vida, comenzar a ascender hacía otras cumbres que se vislumbran en la lejanía. Supongo que para volver a nacer, primero es necesario morir, así que la respuesta a esta pregunta se me antoja trágica, de ruptura, algo que sólo el destino es capaz de imponernos, ya que el ser humano es incapaz de autoinducirse la muerte, perder todos sus apoyos para volver a nacer.

Supongo, que después de cierto tiempo de resistirme a lo inevitable, oteando nerviosamente el horizonte, aceptaré el movimiento de caída, cobrándome en felicidad lo que tengo que pagar en vejez.

martes, 17 de noviembre de 2009

El país de Jauja


Prácticamente desde que el hombre tuvo la capacidad de filosofar, fue capaz de imaginar o proponer un estilo de vida basado en la búsqueda del placer, tanto material (sensorial) como espiritual. De hecho, creo que el mito de vivir teniendo acceso a todo lo deseado sin oposición alguna pertenece desde hace muchas centurias a la gran familia arquetípica. Esta corriente de pensamiento, denominada “hedonismo”, nos ha acompañado ya hasta nuestros días con representantes contemporáneos como Valérie Tasso.

Podríamos considerar como cualidad intrínseca al hedonismo, su natural contraposición a la moral imperante en cada momento histórico. Sin embargo, lo que me ha llamado la atención últimamente es el juego de antagonismos en contraposición a la moral judeo-cristiana, que en definitiva ha regido la conducta moral occidental desde hace 2000 años.

En particular, me voy a centrar en la metáfora que nos brindó el destino, cuando Francisco Pizarro en su colonización del Perú, fundó la ciudad de Jauja antes de marchar hacia Cusco. En el tiempo que Pizarro pasó allí, los españoles pudieron disfrutar de una vida enormemente placentera gracias a los tambos o depósitos de comida y riquezas que los incas habían acumulado en tal localización. Aquella encrucijada fue el origen de la leyenda del País de Jauja, que ha servido de inspiración a diversos autores a lo largo de la historia.

En la génesis misma de la leyenda encontramos a autores como Lope de Rueda, que articuló uno de sus pasos o entremeses con las noticias que llegaban del Nuevo Mundo bajo el título de la Tierra de Jauja.

En esta obra, el autor, mediante animado dialogo entre sus 3 personajes, describe un lugar donde los ríos son de miel y de leche, de las fuentes brota mantequilla y los frutos de los árboles son buñuelos. Además en esta tierra azotan a los hombres que se empeñan en trabajar y pagan a aquellos que se entregan al dormir. Es como el mundo al revés.

Asimismo, mediante un proceso de “cross-fertilizing” que no he podido trazar con claridad, esta leyenda saltó hacia tierras germánicas a través del escritor Hans Sachs y su obra Schlaraffenland (El país de Jauja o El País de Cucaña).

Sin salir de aquellas latitudes, la chispa de la leyenda prendió en el pintor Pieter Brueguel el Viejo que inspirado por Sachs, produjo en 1567 el óleo que encabeza este post a modo de alegoría pictórica. Se representa a tres hombres vencidos por la bebida, obesos, y ataviados con diferente vestimenta para representar tres clases sociales: un caballero, un campesino y un hombre de letras, estudiante o clérigo. De esta manera se transmite la idea de que las debilidades y los vicios no entienden de clases y es más, cuanto más culta y refinada es la persona, se me antoja más proclive hacia el imaginario del vicio. El extraño huevo pasado por agua con patas se ha interpretado como una referencia a Satanás, mientras que el cuchillo que tiene dentro sería el sexo masculino. También aparece otro cuchillo o puñal clavado en un cerdo en la parte superior derecha del cuadro, imagen que también figura en el precedente literario de esta obra y que alude a la gula.

Llegando hasta nuestros días, he tropezado con una deliciosa obrita de ilustraciones para niños a cargo del dibujante lituano Kęstutis Kasparavičius basada en Shclaraffenland. En este cuento, que os recomiendo encarecidamente, he podido ver a los perros atados con longanizas y a los orondos humanos acercarse indolentes hasta auténticos castillos de comida. Además se ilustra a la perfección como el hedonista radical no pelea abiertamente por nada, eso sería tomar partido y compromiso, así que es preferible usar de técnicas más subrepticias para alcanzar los anhelos personales. La metáfora del huevo también aparece reflejada en este cuento.

Todas estas obras repescan la antigua idea de la abundancia y el regodeo vital desde una óptica cristiana. El placer es malo, el exceso es malo, es un engaño de Satanás para pervertir los sentidos y anclar el alma a lo más absolutamente material. Creo que echaré mano de la teoría de conjuntos para intentar desbrozar un poco este asunto y poner orden en las intersecciones y subconjuntos que veo ante mí.

1ª Intersección.

Ya me he pronunciado en posts anteriores a favor de un modus vivendi luchador como motor del crecimiento humano, por lo que aquí coincido con la doctrina cristiana que no ve con buenos ojos los excesos superfluos del cuerpo.

2ª Intersección.

Por otro lado, busco afanosamente el saborear cada instante de mi vida para vivir en mayor plenitud. Aquí coincido más con la visión de plenitud instantánea que nos aportan las doctrinas orientales. ¿Pero no es esto una forma de hedonismo?, ¿no es esto un hedonismo espiritual?

Con la idea de intentar dar una salida capaz de sublimar los subconjuntos comunes a través de una sola vía, me he encontrado con lo que se ha venido en llamar la “Psicología Positiva”, cuyo mayor promotor es el profesor de psicología Martin Seligman. La psicología positiva es una rama de la psicología, de reciente aparición, que busca comprender, a través de la investigación científica, los procesos que subyacen en las cualidades y emociones positivas del ser humano. Este enfoque psicológico se centra en potenciar estas cualidades creando un estilo de vida saludable. Así que, dejando a un lado el Utilitarismo, la sociedad actual nos ofrece una bonita oportunidad para darle gusto al cuerpo y a la mente pero recordando que esto no es Jauja.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Vivir por objetivos


El perspectivismo de Ortega considera la vida como el medio para alcanzar una meta externa. Cada persona está rodeada de un conjunto de circunstancias que la capacitan más o menos para alcanzar la meta. Pero yo me pregunto, dónde termina la vida para poder situar la meta fuera de ella.

Vivir por objetivos me parece artificial. Es entrar en un juego que nos hace esclavos de nuestro entendimiento caprichoso e incompleto.

¿Tiene el ser humano la suficiente capacidad para fijarse metas basadas en el entendimiento correcto del mundo?, ¿no es esto demasiado pretencioso?

Para mi el ser humano no deja de ser un animal con la capacidad de pensar, y los animales no necesitan razones para vivir. Desde el momento en que el ser humano acepta vivir la vida sin pedir explicaciones, empieza a ser un poco más feliz.

Asimismo, si la empresa individual no existe, menos existe la colectiva. Pero que fácil y reconfortante es afiliarse a una causa.

El ser humano, ante el vértigo que le produce el vacío existencial, busca y necesita jugar al juego del esfuerzo-meta-recompensa, y así, pasar anestesiado la mayor parte de su existencia. Porque que dolorosa es la angustia existencial pero al mismo tiempo, que auténtica.

El hombre obcecado en su vida pro-algo, de repente, descubre un día corriente y nada especial, que ha recibido la mayor recompensa en un acto de altruismo trivial. Y es este acto el que cuestiona toda la empresa de su vida, ¿es necesario ser esclavo de una meta romántico-pueril para vivir?

Y si en los tiempos que corren, nos preguntamos quién manda en el mundo, cualquiera respondería que la nación que mejor ha interiorizado este modo de vida pro-objetivo es Estados Unidos. Sin embargo, las naciones como Estados Unidos, impregnadas de pragmatismo, transmiten ese vacuo egoísmo pueril y mantienen su plano emocional en niveles de subdesarrollo. Sólo así se entiende que les maten 3000 personas en las Torres Gemelas y salga su presidente con una actitud hollywoodiense (o sea, relativa a la ficción) al estilo John Wayne.

Esta visión objetivista de la vida va muy bien para aglutinar la nación, mientras que la visión existencialista es más bien un posicionamiento individual difícil de poner bajo una misma bandera. Se vislumbra así una especie de anarquismo existencial que de todas formas se ve obligado a ceder algo de su terreno a las reglas de convivencia social. El planeta no es suficientemente grande para no tener que soportarnos.

Es necesario evolucionar hacia un nuevo estado de conciencia que alinee las almas en un nuevo estado de comunión, dentro de un nuevo campo gravitatorio.

Caminamos hacia la frontera del último imperio, pero este imperio caerá como han caído todos, y un nuevo orden de pensamiento será necesario puesto que el planeta se acaba, ya no hay espacio para nuevas civilizaciones locales.

domingo, 1 de noviembre de 2009

La Castanyera


Es tradición en Cataluña que por Todos los Santos se honre la memoria de los difuntos comiendo boniatos y castañas calentitos, intercalados con traguitos de vino dulce para facilitar la deglución. Como si de una metáfora alegórica se tratara, no hay mayor difunta en la sociedad actual que la figura de la Castañera.

Como suele pasar en estos tiempos de desarraigo y pérdida de identidad cultural, hacemos muchas cosas simplemente porque son tradición pero sin tener la más remota idea de su significado.

En muchas ocasiones el origen de las tradiciones es esencialmente pragmático, y el paso de los años le va dando un significado simbólico que va diluyéndose hasta el punto de que las personas empiezan a preguntarse por qué hacemos tal o cual solemne tontería, paso previo al abandono de la centenaria costumbre.

Un ejemplo muy claro en este sentido es la famosa engullida de uvas al son de las doce campanadas, que no es más que el fruto del ingenio de los viticultores españoles y de la sobreproducción acaecida en al año 1909. Esto superó a todos los anuncios de Freixenet juntos. Sí, sí, no es una tradición milenaria que esté escrita en la Biblia. Ahora, al que no se come las uvas en Nochevieja le espera un año de mala suerte y de penitencia en el consultorio de Rappel. Es tal la estrechez de miras, que podemos vivir en este limbo del empacho uvífero durante cientos de años, sin que a nadie se le ocurra que ningún país del mundo realiza semejante extravagancia para celebrar el año nuevo.

En el caso de Todos los Santos ocurre tres cuartos de lo mismo. En este caso el origen no es tan pícaro como en el de los viticultores. Indudablemente hay una raíz religiosa que se remonta a muy antiguo pero el aderezo castañero responde más bien a razones prácticas. Si en la Edad Media ibérica no se hubieran tocado tanto las campanas o no hubiera habido tanta escasez de cereal, los campaneros, y por extensión, toda su familia, no hubieran necesitado atiborrarse a castañas para seguir meneando el badajo durante toda la noche.

Fue así, como las familias empezaron a complementar su aporte de hidratos de carbono en esta noche tan respetuosa, y lo del vino dulce o blanco supongo que responde a una cierta deferencia por los muertos, para que aquello no pareciera una bacanal.

Y en este ambiente socio-cultural destaca la protagonista de mi post, la Castañera. La perdida figura de la matriarca, que aglutina a toda la familia en torno a la lumbre para alimentarla en los oscuros tiempos medievales. Esa matriarca que venía al mundo con la única función de parir, criar y propagar la especie humana. Era una figura femenina que se me antoja muy cercana a la primitiva mujer de las cavernas, ¿no fue la edad media una caverna?

Pero llegó el siglo XVIII, y con la revolución industrial, la mujer tuvo que echarse a la calle, a trabajar fuera de casa. Y con ella la Castañera, que montó su puesto ambulante de venta de castañas calentitas y tuvo que doblegarse a alimentar a extraños a cambio de unas monedas. Automáticamente, la Castañera perdió su motivación, su razón de ser. Aquello ya no era alimentar a los necesitados, era un espectáculo recreativo, una golosina para las frías noches de invierno viendo a la Castañera hacer saltar a su producto en el circo de la sartén agujereada.

Y como todo espectáculo, está sujeto a la moda y por tanto, pasa de moda. Ahora, las Castañeras, son simplemente fotografías veladas de un tiempo pasado, más oscuro que el culo de sus sartenes, que han pasado de ser un puntal alimenticio social a verdadera población marginal. Queda el tiempo que duren nuestros abuelos, la Castañera morirá con esa generación.

Y como no sabemos por que hacemos las cosas, abrazaremos con nuestro estado de natural alienación, una cosa que llaman Halloween. Porque a los niños les gusta más, porque así nos disfrazamos de vampiros, de zombies, de brujos y de brujas y de paso nos pintamos el pelo color panocha más propio de otras latitudes.

Quizá las Castañeras puedan reconvertirse en Calabaceras.

jueves, 29 de octubre de 2009

¿Cuánto vale un saco de patatas?


Vuelvo de nuevo a insistir en el tema de la economía mundial. Y en esta ocasión me gustaría resaltar la perversidad de este juego que llamamos economía y que es algo más que comprar y vender cosas.

En mi entrada anterior, ya pedí disculpas a los economistas por profanar la materia de su devoción pero debo confesar que le estoy cogiendo el gustillo.

Para mí, el vocablo economía cobra su sentido del vocablo intercambio, las cosas muestran su valor, en tanto en cuanto, son intercambiadas entre personas. ¿Vale lo mismo un saco de patatas para el rico que para el indigente hambriento? He utilizado la expresión “muestran su valor” porque su valor no es algo intrínseco a ellas que pueda ser indicado como cualidad, sino que es algo cambiante que se manifiesta cuando se produce la transacción. Y no digamos cuando consideramos la introducción del dinero como contrato de compra-venta. Y dando un paso más hacia la subjetividad, el dinero dejó de estar respaldado por algo físico y de valor tangible (el oro, metal precioso y preciado por su escasez) y fue entonces cuando construimos al gran castillo de naipes de la avaricia, la codicia y la desigualdad. Porque no nos engañemos, la economía mundial se basa en eso precisamente, en que un saco de patatas no vale lo mismo para un rico que para un indigente hambriento.

Es decir, la palabra economía es, stricto sensu, equivalente a desigualdad.

Analicemos por un momento como aumentamos nuestra riqueza cada uno de nosotros. Yo compro algo material, pongamos un piso que tiene un precio en un determinado contexto socio-económico, lo guardo durante un tiempo y a continuación lo vendo bajo otras condiciones socio-económicas más favorables que hacen aumentar su precio. Al venderlo, yo me enriquezco y el que lo compra se empobrece. Yo, avalado por el sistema, he abusado del comprador. Pongamos otro ejemplo. Una empresa tiene dificultades para salir adelante y por esta razón vende muy barato su producto para así aumentar las ventas. Al comprar, yo me enriquezco y la empresa se empobrece. Con esta transacción vuelvo a incrementar la desigualdad.

Asimismo, también reconozco que hay multitud de ocasiones en que mi riqueza ni crece, ni mengua al hacer operaciones económicas. Pero donde está la perversidad del juego, pues en que siempre que alguien se enriquece es indefectiblemente a costa de que alguien se empobrezca. Así que no nos engañemos, en este juego de relatividades existen pobres porque hay ricos y viceversa.

Luego, algunos ricos intentan expiar sus pecados, que saben que los tienen, dando a los pobres algo de la calderilla que les sobra.

lunes, 26 de octubre de 2009

El señorito satisfecho


Desde que formo parte del sistema productivo, he observado que con cierta frecuencia sufro brotes anarco-utópicos que me hacen preguntarme el porqué de nuestra sociedad productivo-consumista.

En un devaneo imaginario, se me hacen posibles los fines de semana de 3 días o que todo el mundo trabajara de 8 a 15 horas. Pero, ¿cómo es esto posible? Pues por pura extrapolación humanitaria. Por ejemplo, mi abuelo o incluso mi padre trabajaban los sábados como un día más de la semana laboral, y fueron los modernos logros del trabajador, los que por compasión humana nos permitieron disfrutar de fines de semana de 2 días (las famosas 40 horas semanales). En Francia, a punto estuvieron de conseguir la reducción a 35 horas semanales, es decir, que si quito 3 horas más (o pongamos que fuerzo la máquina un poco) ya tenemos fines de semana de 3 días.

Existe, por tanto, una arbitrariedad a la hora de fijar el calendario laboral, o lo que es lo mismo, las exigencias productivas del sistema. Es fácil percibir que debe haber un equilibrio entre lo que debo producir y lo que quiero consumir. Cuanto más quiero, más debo esforzarme (productor y consumidor), más debo forzar la máquina del sistema.

Qué me perdonen los economistas pero a mi esto de la economía siempre me ha parecido algo artificial, como un juego –el monopoli, ¿quizás?-.

Y es precisamente en esta subjetividad que percibo en el sistema económico mundial donde prende mi candorosa idea de los trinos fines de semana.

¿Por qué no podemos bajar las revoluciones del motor de la economía mundial, en aras de una mayor calidad de vida? Tan sólo se trataría de bajar hasta un nuevo escalón de equilibrio deseo-producción.

Ya os imagináis donde termina esta historia. El balance último se encuentra en rebajar nuestro deseo hasta lo estrictamente necesario para vivir. En esta situación desaparecería el concepto de fin de semana porque las semanas no tendrían ni principio ni fin, donde el hombre trabajaría para vivir.

Una vez que nos hemos despojado del sofisticado traje de la economía mundial y observamos al hombre en su lucha diaria por subsistir, podemos hacernos nuevas preguntas.

¿Favorece la sobra de medios a la vida?, ¿es mejor la vida de un aristócrata heredero?, ¿crece y vive mejor aquel que nace en un entorno de abundancia y prerrogativas?

Mi sincera respuesta es no. Y es la misma respuesta que Ortega da en su libro La Rebelión de las Masas. Para mi, toda vida es lucha y se compone del esfuerzo por ser sí misma. Las dificultades con que tropiezo para realizar mi vida son precisamente las que le dan sentido.

Desde mi punto de vista, el ser humano sólo crece ante la dificultad, en caso contrario degenera, se vuelve amorfo y sin sentido.

Ahora entiendo la vida monacal de aquellos monjes que se encierran en un monasterio, no sólo para orar, sino para reproducir así, a escala de laboratorio, la dicotomía esfuerzo-crecimiento.

Por esta razón me apeno, cuando veo al hombre de clase media de hoy en día comportarse como un señorito satisfecho. Tiene la errónea impresión de que la vida es esencialmente fácil, y se reafirma a si mismo tal cual es, dando por bueno y completo su haber moral e intelectual y descartando, desde mi punto de vista, toda posibilidad de crecimiento.

lunes, 19 de octubre de 2009

Etiquetas


De nuevo me acerco a esta ventana para recabar vuestra atención sobre un tema que siempre me ha parecido tremendamente pernicioso para el crecimiento personal. Sé que lo que aquí voy a señalar debe estar ultradescrito en los manuales de psicología pero como siempre os hablo en primera persona, depositando en esta reflexión, únicamente, el producto de mi experiencia personal. Se trata de la maldita, y aparentemente inevitable, tendencia del ser humano a etiquetar todo lo que nos rodea. Y esta tendencia es especialmente insalubre cuando lo que etiquetamos son personas.

Pero pongamos las cartas sobre la mesa –boca arriba- y veamos las mil formas que presenta este maligno vicio.

Ya en el mismo momento del parto, a veces incluso antes, empieza el ser humano a ser adjetivado. “Este niño es perezoso, no quiere salir al mundo”, “como puede ser tan rubio si los padres sois morenos”, “este niño es un tragón, o muy llorón, o muy movido”.

Conforme vamos creciendo, vamos recibiendo una avalancha de nuevos adjetivos que intentan clasificarnos, encasillarnos y por ende, predecir nuestro futuro, nuestras posibilidades de éxito. “Es muy precoz para su edad”, “a este niño le cuesta integrarse”, “es muy disperso”, “es gordo o flaco”, “es un cuatro ojos”, “este niño es un miedica”.

Vamos creciendo y nos convertimos en adolescentes y entonces nos llaman “ligones”, “empollones”, “pelotas”, “tímidos”, “deportistas”, “apocados”….

Cuando formamos una familia y conseguimos un trabajo pasamos a ser “intransigentes”, “permisivos”, “chistosos”, “plastas”, “más pelotas todavía”, “borrachos”, “vividores”, “acosadores”, “víctimas”, “déspotas”, “violentos”, “fracasados”…

Cuando nos encaminamos hacia la tercera edad ya somos “chochos”, “caducos”, “retrógrados”, “más intransigentes”, “o simplemente viejos o somos como niños”, “impacientes” o “locos”.

Y lo que ya es la depravación de esta actitud clasificadora se produce cuando etiquetamos en base a prejuicios, sin conocer bien a la persona y haciendo alarde de un comportamiento defensivo y cobarde de considerable magnitud.

No me quiero dejar en el tintero una forma de etiquetar muy ibérica, que venimos practicando por estos lares desde tiempos ancestrales. Se trata de los “motes”. Esta es una de las formas más perversas de encasillamiento pues la característica etiquetada se arrastra a lo largo de generaciones, se etiqueta toda una estirpe. Si el bisabuelo mató una mula por exceso de carga, los bisnietos siguen siendo “los matamulas” 100 años más tarde. Cosas de la España rural.

Como veis el repertorio es prácticamente infinito.

¿Por qué estas expresiones son algo negativo, incluso aunque se trate de una alabanza? Pues la respuesta brilla con fuerza en todas ellas, se trata del verbo “es”. Yo creo que la malignidad de las etiquetas radica precisamente ahí, en esa connotación permanente que asignamos al sujeto adjetivado, condenándolo a arrastrar la pesada carga de su condición (etiqueta) el resto de su vida y dando por sentado la imposibilidad de cambio, tanto a mejor como a peor. Aquella persona ya queda encasillada y si por un casual hiciera algo discordante con su etiqueta grabada a fuego, nos sentiríamos muy desconcertados y hasta defraudados. Es entonces cuando decimos “perdona pero no te conozco”, “ya no eres tú”, ¿qué te ha pasado?”, “contigo no sé a que atenerme” y así recriminamos al clasificado su osadía de romper su cliché. ¿Cómo se atreve a desestabilizarnos de esa manera?, ¿este de que va?

Y por otro lado, es curiosa la docilidad con la que los seres humanos aceptamos nuestras etiquetas, cual letra escarlata. Cuando un niño es consciente de su etiqueta, su comportamiento tiende a alinearse totalmente con esta característica atribuida. Pero es que con los adultos pasa lo mismo, cuantas veces hacemos cosas para no desacreditar nuestra reputación. Al final, debido a la presión por mantener el status en el que fuimos clasificados y no bajar un escalón en la escala de consideración social, nos convertimos en esclavos de nosotros mismos e invertimos un tremendo esfuerzo en cosas que carecen ya de sentido para nosotros.

Volviendo a la raíz del problema, la palabra “es” representa la visión estática que tenemos de la vida, no somos capaces de aceptar un proceso dinámico porque nos da vértigo y nos causa inseguridad. El día en que cambiemos “ser” por “estar”, ya no necesitaremos etiquetas porque habremos entendido la transitoriedad de la vida, la transmutación de las personas y las cosas.

El ser humano debe aprender a respetarse a si mismo, contemplando y aceptando el derecho de crecimiento, de evolución, de adaptación constante. Por qué no hacemos el esfuerzo de respetar el producto de nuestra lucha diaria que no es otro que el cambio. ¡Empecemos por abandonar las etiquetas!

sábado, 10 de octubre de 2009

La sociedad anti-Darwing


Primero de todo, quisiera pedir perdón por haber usado un título tan sensacionalista con objeto de atraer la lectura de este post. Supongo que todos los escribientes, que no escritores, caemos con cierta frecuencia en este vicio.

Entrando ya en materia, ya os aviso que esta reflexión va a presentar un gran desequilibrio temporal, comparando periodos que son incomparables.

La cuestión que ha atraído mi interés es el hecho de que la Naturaleza por un lado y el ser humano por el otro, actúan en direcciones opuestas a la hora de promover la perdurabilidad de la vida sobre el planeta.

La Naturaleza, durante millones de años, ha usado la aniquilación, la eliminación como elemento depurativo, adaptativo y revitalizador para sostener la vida en el planeta. Por el contrario, el hombre desde hace unos pocos cientos de años se dedica a combatir ese modus operandi natural, prolongando, cuidando y alargando la vida, a veces muy artificialmente, de los individuos enfermos. Si fuéramos capaces de extrapolar este comportamiento durante unos cuantos miles de años, creo sin lugar a dudas que asistiríamos a lo que podemos llamar envenenamiento genético puesto que nos hemos dedicado a contrarrestar sistemáticamente el efecto depurativo de la Naturaleza. Los individuos insanos son capaces de tener hijos que arrastran la carga genética insana, o dicho de otra manera, no adaptada al medio presente y esto multiplicado por cientos de generaciones conduce a una franca degradación de la especie.

Pero es que la Naturaleza no entiende de derechos humanos, ni de tragedias familiares, ni de injusticias, ni de realizaciones espirituales…

De hecho, algunas mentes audaces empiezan a ver como un problema futuro, la inmortalidad del ser humano. Es fácil imaginar que si en el futuro, no muy lejano, fuéramos capaces de diferenciar cualquier tipo de tejido a partir de células madre, podríamos ir reparando todos los órganos a medida que fueran fallando o incluso, facilitar una regeneración celular integral que haría insostenible el estilo de vida humano, al menos, como ahora lo conocemos.

¿Cuál es el mecanismo de supervivencia más adecuado? El utilizado por la Naturaleza durante millones de años o el producto de nuestro intelecto. Creo que esta pregunta no tiene respuesta tal y conforme está planteada. Por un lado, la selección natural no se ocupa de la supervivencia de una especie en particular sino de la pervivencia de la vida en un determinado entorno, por otro lado, la acción humana puede considerarse integrada en un todo muy superior que no dejaría de seguir la leyes postuladas por Darwing.

Finalmente, creo que lo que hagan los humanos no deja de ser un divertimento dentro del enorme festival de la Naturaleza.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Código de Honor


Permitidme que hable aquí de un rasgo de la personalidad, que en los tiempos que corren, huele un poco a naftalina. Según el diccionario de la RAE, el honor es la cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo. Cumplimiento de deberes, respeto del prójimo e incluso de uno mismo, son palabras devaluadas en la cultura occidental actual, donde las tendencias apuntan hacia los derechos, el respeto del prójimo vía ONG y la ruptura del código de conducta como el camino más rápido hacia el éxito.

Sin embargo, vengo observando desde hace varios años que todavía quedan personas que fundamentan su comportamiento social en el honor. Cada vez son menos, y además, son tachadas de candorosas y fácilmente subyugables por el patrón de comportamiento dominante, y es por eso que quiero ensalzar esta cualidad, hoy extraña y en desuso.

Asimismo, el honor deja huella. Se trata de una huella discreta pero reconocible por aquellas personas tocadas por esta cualidad. Al igual que la intuición funciona como mecanismo de defensa, de supervivencia para alertarnos sobre lo que hay debajo de un rostro, o de un cuerpo, también existe un sexto sentido que capta cuando dos personas se encuentran en el mismo registro moral y obedecen el mismo código de honor. Cuando los códigos cuadran, las dos personas pueden abrirse tranquilamente sin temor a ser traicionadas, y podemos decir que los cimientos de la amistad entre estas dos personas han sido puestos.

Vayamos ahora al caso de España, simplemente porque lo conozco en primera persona. No me atrevo a abarcar a Portugal, Italia o Grecia, aunque mucho me temo que la situación es la misma. Yo creo que dentro de la órbita de los países que podemos considerar más o menos civilizados, es donde más en desuso ha caído esta forma honorable de ver la vida. En España ya no se habla de deberes sino que en todo caso debemos granjearnos el respeto, exigiendo que se cumplan nuestros derechos. Pero es que ya no nos respetamos ni a nosotros mismos, haciéndonos acreedores de un comportamiento más cercano al egoísmo rastrero que a un código del honor.

Por el contrario, qué reconfortante sentimiento de familiaridad siento cuando viajo a Alemania o Japón. Aquí, mi nivel de alerta baja bastante y es porque ya conozco el manual del comportamiento social. En estos países, con su idiosincrasia que no entro a valorar, el código del honor sigue vigente. Todos lo conocen, todos lo aceptan y lo ponen en práctica. Supongo que para eso, las personas deben respetar a la colectividad que les rodea, cosa que claramente no sucede en España, donde el concepto del honor debemos dejarlo sólo para entender a Don Quijote.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Haikus


Hace ya algún tiempo que vengo seducido por la belleza y la esencia de los haikus. Estas composiciones poéticas japonesas tienen la capacidad de exponer mi interior al fluir de la naturaleza, de la vida, con tan solo 17 sílabas. Qué es vivir, sino la sucesión de pequeños instantes mágicos pero cotidianos a la vez. Y el haiku es una de las herramientas más poderosas del expresionismo, en el que el autor nos transfiere el espíritu de un instante que queda atrapado en tan sólo 3 versos, como un fósil suspendido en ámbar.

Los haikus, en su formato clásico, tienen una métrica formada por 3 versos de 5-7-5 sílabas, sin rima. Estos pequeños poemas vieron la luz en la corte de lo que se conoce como el periodo Heian (794-1185). La gran estabilidad política de este periodo permitió el florecimiento del arte y la cultura de sello auténticamente japones, alejado de la influencia china. Sin embargo, no fue hasta finales del S. XVII cuando los haikus alcanzaron la elegancia estilística que los convirtió en un verdadero lenguaje poético de la mano de autores como Bashō, Buson, Issa y Shiki.

Los haikus, al igual que la mayor parte de la poesía japonesa, se encuentran imbuidos por el culto a la belleza de la naturaleza, así como, la sensibilidad hacia los vívidos cambios de las estaciones.

Asimismo, los haikus han sido siempre un nexo de unión entre las dos religiones imperantes en Japón, el sintoísmo, la antigua religión japonesa de la naturaleza, y el budismo, proveniente de China. Creyentes de una y otra religión han encontrado en los haikus un vehículo perfecto para expresar sus respectivas concepciones de la vida, con especial hincapié en la fugaz belleza de las cosas mundanas de la vida.

Esta esencia de haiku entronca directamente con la concepción budista, especialmente en el budismo zen, según la cual la vida se caracteriza por la transitoriedad, tan fugaz como una gota de rocio.

Pero, ¿es posible occidentalizar los haikus? No son pocos, los que hemos sido seducidos por estos poemitas “instantáneos” y hemos experimentado con la creación de composiciones tipo haiku en nuestras respectivas lenguas. Autores como Tablada, Borges o Benedetti han alcanzado cotas importantes en la adaptación del haiku al idioma castellano, dando lugar a creaciones que me producen un efecto similar a los haikus japoneses (que por otro lado, no dejan de ser traducciones pues no tengo el don de entender el idioma del país del sol naciente). Sin embargo, pienso que estos haikus occidentales no dejan de ser artefactos reduccionistas a un simple juego de métrica. En mi opinión, estos poemas castellanos se convierten en sudokus o crucigramas que han perdido parte de la belleza y del yugen, palabra que describe una sugerencia de lo oculto, de lo que yace bajo la superficie del haiku. Esto es debido entre otras razones, a que los conceptos de sílaba en japonés y en español son diferentes, de manera que hablando en propiedad los haikus constan de 17 moras, que es una unidad lingüística de menor peso que la sílaba. Asimismo, la caligrafía japonesa es parte integrante de la belleza del haiku. Por estas y otras razones, la creación de un haiku no es tarea sencilla, y es tremendamente fácil cruzar la delgada línea que separa la belleza lacónica de la vulgaridad.

De todas formas y a pesar de que el castellano sólo me permita alcanzar una forma sucedánea del haiku, voy a seguir practicándolo como tributo a la naturaleza que me da la vida y…me la quita.

Aquí os dejo uno de los más famosos escrito por Bashō en 1686,

Un viejo estanque;

Se zambulle una rana,

ruido de agua.

Y uno escrito por Mario Benedetti en 1999,

La muerte invade

de vez en cuando el sueño

y hace sus cálculos

domingo, 30 de agosto de 2009

Cuentos políticamente correctos


A lo largo de la historia, los cuentos siempre han tenido una función preventiva y moralizante. Con ellos se pretendía aleccionar a los niños sobre los peligros y trampas del mundo donde iban a crecer. Los cuentos de hadas son la llave que permite acceder a la mente infantil, precisamente porque se encuentran allí donde comienza la mente del niño, en su plano psicológico y emocional.

Por tanto, dada su función, es lógico suponer que a lo largo del tiempo, los cuentos de hadas hayan ido adaptándose a la moral imperante, con objeto de transmitir siempre un mensaje políticamente acorde con la sociedad contemporánea.

Para ilustrar esta afirmación, he podido disfrutar al comprobar la evolución sufrida por uno de los cuentos más populares de todos los tiempos, se trata de “Caperucita Roja”. Os contaré este cuento, al mismo tiempo que viajamos por el tiempo y os aseguro que vais a sorprenderos.

Podemos encontrar el origen de este cuento dentro de la tradición oral de varios países europeos allá por el siglo XIV. Las distintas versiones varían un poco en cuanto que la figura antagónica no siempre era un lobo, podía ser un ogro o un hombre lobo, y en cuanto al final. (para aquellos esclavos del reloj, os recomiendo que leáis la primera y la última de las versiones de este famoso cuento y luego, interpoléis las versiones intermedias)

De acuerdo con Paul Delarue, la versión que sirvió de inspiración a Charles Perrault es la siguiente:

“Hechos y tribulaciones de la Pequeña Caperucita Roja”

Había una vez una niña muy bonita. Su madre, que acababa de hacer pan, le pidió que le llevara un pedazo caliente y una botella de leche a su abuelita.

Entonces la niña se marchó y en un cruce de caminos se encontró con bzou, el hombre lobo, que le dijo, ¿dónde vas niñita?

Caperucita contestó, llevo este pan caliente y esta botella de la leche a mi abuelita.

¿Qué camino vas a tomar?, dijo el hombre lobo, ¿el camino de las agujas o el camino de los alfileres?

El camino de las agujas, dijo la niña. Bien, entonces yo tomaré el camino de los alfileres.

Mientras tanto el hombre lobo llegó a la casa de la abuela, la mató, y puso un poco de su carne en el armario y una botella de su sangre sobre el anaquel.

La niña llegó y llamó a la puerta. Empuja la puerta, dijo el hombre lobo, que esta atascada por un pedazo de paja mojada.

Buen día, abuelita. Le he traído un poco de pan caliente y una botella de leche.

Ponlo en el armario, mi niña y toma un poco de la carne que hay dentro y la botella de vino que está sobre el anaquel. Cuando la niña se comió la carne, un pequeño gato dijo, ¡Uff!... qué depravada es la niña que come la carne y bebe la sangre de su abuelita.

Desnúdate, mi niña, dijo el hombre lobo, y ven a acostarte a mi lado. ¿Dónde podría poner mi delantal? Lánzalo al fuego, mi niña, que no lo necesitarás más.

Y cada vez que ella preguntó donde debería poner el resto de sus prendas, el corpiño, el vestido, la enagua, las medias largas, el lobo respondió: Lánzalos al fuego, mi niña, que no los necesitarás más.

Cuando ella se metió en la cama, la niña dijo, ¡ay abuelita, qué peluda eres! ¡Es para mantenerme caliente, mi niña!

¡Ay abuelita, que uñas tan grandes tienes! ¡Son para rascarme mejor, mi niña!

¡Ay abuelita, que hombros tan grandes tienes! ¡Son para llevar la leña mejor, mi niña!

¡Ay abuelita, que orejas tan grandes tienes! ¡Son para oírte mejor, mi niña!

¡Ay abuelita, que narices tan grandes tienes! ¡Son para aspirar mejor mi tabaco, mi niña!

¡Ay abuelita, qué boca tan grande tienes! ¡Es para comerte mejor, mi niña!

¡Ay abuelita, tengo que hacer mis necesidades, déjame ir fuera!

¡Hazlo en la cama, mi niña!

¡Ay no abuelita, quiero ir fuera!

Bien, pero hazlo rápido.

El hombre lobo ató una cuerda de lana a su pie y la dejó ir fuera.

Cuando la niña estaba fuera, ató el final de la cuerda a un ciruelo que había en el patio. El hombre lobo se impaciento y dijo, ¿estás haciendo de vientre ahí? Cuando el lobo comprendió que nadie le contestaba, saltó de la cama y vio que la niña se había escapado.

Entonces la siguió, pero llegó a su casa justo cuando la niña entraba en ella.

Como podemos ver, no parece que una niña que canibaliza a su abuela y se acuesta desnuda con el lobo sea precisamente lo que queremos enseñarle a nuestros hijos. Además, el ardid para escapar no es especialmente astuto y refinado.

Eso debió parecerle a Charles Perrault, un funcionario real de la corte de Luis XIV, que en su afán de recoger las historias de la tradición oral europea, remodeló el cuento dentro de su libro “Los cuentos de la mamá Gansa”.

Este autor suprimió el lance en que el lobo, ya disfrazado de abuelita, invita a la niña a consumir la carne y la sangre, pertenecientes a la pobre anciana, a la que acaba de descuartizar. Al igual que en el resto de sus cuentos, quiso dar una lección moral a las jóvenes que entablan relaciones con desconocidos, añadiendo una moraleja explícita, inexistente hasta entonces en la historia.

Esta es su versión, publicada en 1697 con el título: “Le Petit Chaperon Rouge”

En tiempo del rey que rabió, vivía en una aldea una niña, la más linda de las aldeanas, tanto que loca de gozo estaba su madre y más aún su abuela, quien le había hecho una caperuza roja; y tan bien le estaba, que por caperucita roja conocíanla todos. Un día su madre hizo tortas y le dijo:

-Irás á casa de la abuela a informarte de su salud, pues me han dicho que está enferma. Llévale una torta y este tarrito lleno de manteca.

Caperucita roja salió enseguida en dirección a la casa de su abuela, que vivía en otra aldea. Al pasar por un bosque encontró al compadre lobo que tuvo ganas de comérsela, pero a ello no se atrevió porque había algunos leñadores. Preguntola a dónde iba, y la pobre niña, que no sabía fuese peligroso detenerse para dar oídos al lobo, le dijo:

-Voy a ver a mi abuela y a llevarle esta torta con un tarrito de manteca que le envía mi madre.

-¿Vive muy lejos? -Preguntole el lobo.

-Sí, -contestole Caperucita roja- a la otra parte del molino que veis ahí; en la primera casa de la aldea.

-Pues entonces, añadió el lobo, yo también quiero visitarla. Iré a su casa por este camino y tú por aquel, a ver cual de los dos llega antes.

El lobo echó a correr tanto como pudo, tomando el camino más corto, y la niña fuese por el más largo entreteniéndose en coger avellanas, en correr detrás de las mariposas y en hacer ramilletes con las florecillas que hallaba a su paso.

Poco tardó el lobo en llegar a la casa de la abuela. Llamó: ¡pam! ¡pam!

-¿Quién va?

-Soy vuestra nieta, Caperucita roja -dijo el lobo imitando la voz de la niña. Os traigo una torta y un tarrito de manteca que mi madre os envía.

La buena de la abuela, que estaba en cama porque se sentía indispuesta, contestó gritando:

-Tira del cordel y se abrirá el cancel.

Así lo hizo el lobo y la puerta se abrió. Arrojose encima de la vieja y la devoró en un abrir y cerrar de ojos, pues hacía más de tres días que no había comido. Luego cerró la puerta y fue a acostarse en la cama de la abuela, esperando a Caperucita roja, la que algún tiempo después llamó a la puerta: ¡pam! ¡pam!

-¿Quién va?

Caperucita roja, que oyó la ronca voz del lobo, tuvo miedo al principio, pero creyendo que su abuela estaba constipada, contestó:

-Soy yo, vuestra nieta, Caperucita roja, que os trae una torta y un tarrito de manteca que os envía mi madre.

El lobo gritó procurando endulzar la voz:

-Tira del cordel y se abrirá el cancel.

Caperucita roja tiró del cordel y la puerta se abrió. Al verla entrar, el lobo le dijo, ocultándose debajo de la manta:

-Deja la torta y el tarrito de manteca encima de la artesa y vente a acostar conmigo.

Caperucita roja lo hizo, se desnudó y se metió en la cama. Grande fue su sorpresa al aspecto de su abuela sin vestidos, y le dijo:

-Abuelita, tenéis los brazos muy largos.

-Así te abrazaré mejor, hija mía.

-Abuelita, tenéis las piernas muy largas.

-Así correré más, hija mía.

-Abuelita, tenéis las orejas muy grandes.

-Así te oiré mejor, hija mía.

-Abuelita, tenéis los ojos muy grandes.

-Así te veré mejor, hija mía.

Abuelita, tenéis los dientes muy grandes.

-Así comeré mejor, hija mía.

Y al decir estas palabras, el malvado lobo arrojose sobre Caperucita roja y se la comió.

En 1812, los hermanos Grimm, dieron otra vuelta de tuerca a la historia. Retomaron el cuento, y escribieron una nueva versión, que fue la que hizo que Caperucita fuera conocida casi universalmente, y que, aún hoy en día, es la más leída.

Los hermanos Grimm escribieron una versión más inocente, y con menos elementos eróticos que las publicadas anteriormente. Además añadieron un final feliz para el cuento, tal y como solían tener los cuentos de la época. Propusieron un final alternativo, en el que la abuelita, en un alarde de valor y heroísmo, salva a su nieta y a sí misma sin ayuda alguna. Este segundo final enlaza con la tradición italiana del cuento, en la que la mujer sabe arreglárselas sola ante la amenaza del peligro.

Esta es su versión, titulada Rotkäppchen”.

Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la niña. Una vez le regaló una pequeña caperuza o gorrito de un color rojo, que le quedaba tan bien que ella nunca quería usar otra cosa, así que la empezaron a llamar Caperucita Roja. Un día su madre le dijo: “Ven, Caperucita Roja, aquí tengo un pastel y una botella de vino, llévaselas en esta canasta a tu abuelita que esta enfermita y débil y esto le ayudará. Vete ahora temprano, antes de que caliente el día, y en el camino, camina tranquila y con cuidado, no te apartes de la ruta, no vayas a caerte y se quiebre la botella y no quede nada para tu abuelita. Y cuando entres a su dormitorio no olvides decirle, “Buenos días”, ah, y no andes curioseando por todo el aposento.”

“No te preocupes, haré bien todo”, dijo Caperucita Roja, y tomó las cosas y se despidió cariñosamente. La abuelita vivía en el bosque, como a un kilómetro de su casa. Y no más había entrado Caperucita Roja en el bosque, siempre dentro del sendero, cuando se encontró con un lobo. Caperucita Roja no sabía que esa criatura pudiera hacer algún daño, y no tuvo ningún temor hacia él. “Buenos días, Caperucita Roja,” dijo el lobo. “Buenos días, amable lobo.” - “¿Adonde vas tan temprano, Caperucita Roja?” - “A casa de mi abuelita.” - “¿Y qué llevas en esa canasta?” - “Pastel y vino. Ayer fue día de hornear, así que mi pobre abuelita enferma va a tener algo bueno para fortalecerse.” - “¿Y adonde vive tu abuelita, Caperucita Roja?” - “Como a medio kilómetro más adentro en el bosque. Su casa está bajo tres grandes robles, al lado de unos avellanos. Seguramente ya los habrás visto,” contestó inocentemente Caperucita Roja. El lobo se dijo en silencio a sí mismo: “¡Qué criatura tan tierna! qué buen bocadito - y será más sabroso que esa viejita. Así que debo actuar con delicadeza para obtener a ambas fácilmente.” Entonces acompañó a Caperucita Roja un pequeño tramo del camino y luego le dijo: “Mira Caperucita Roja, que lindas flores se ven por allá, ¿por qué no vas y recoges algunas? Y yo creo también que no te has dado cuenta de lo dulce que cantan los pajaritos. Es que vas tan apurada en el camino como si fueras para la escuela, mientras que todo el bosque está lleno de maravillas.”

Caperucita Roja levantó sus ojos, y cuando vio los rayos del sol danzando aquí y allá entre los árboles, y vio las bellas flores y el canto de los pájaros, pensó: “Supongo que podría llevarle unas de estas flores frescas a mi abuelita y que le encantarán. Además, aún es muy temprano y no habrá problema si me atraso un poquito, siempre llegaré a buena hora.” Y así, ella se salió del camino y se fue a cortar flores. Y cuando cortaba una, veía otra más bonita, y otra y otra, y sin darse cuenta se fue adentrando en el bosque. Mientras tanto el lobo aprovechó el tiempo y corrió directo a la casa de la abuelita y tocó a la puerta. “¿Quién es?” preguntó la abuelita. “Caperucita Roja,” contestó el lobo. “Traigo pastel y vino. Ábreme, por favor.” - “Mueve la cerradura y abre tú,” gritó la abuelita, “estoy muy débil y no me puedo levantar.” El lobo movió la cerradura, abrió la puerta, y sin decir una palabra más, se fue directo a la cama de la abuelita y de un bocado se la tragó. Y enseguida se puso ropa de ella, se colocó un gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas.

Mientras tanto, Caperucita Roja se había quedado colectando flores, y cuando vio que tenía tantas que ya no podía llevar más, se acordó de su abuelita y se puso en camino hacia ella. Cuando llegó, se sorprendió al encontrar la puerta abierta, y al entrar a la casa, sintió tan extraño presentimiento que se dijo para sí misma: “¡Oh Dios! que incómoda me siento hoy, y otras veces que me ha gustado tanto estar con abuelita.” Entonces gritó: “¡Buenos días!”, pero no hubo respuesta, así que fue al dormitorio y abrió las cortinas. Allí parecía estar la abuelita con su gorro cubriéndole toda la cara, y con una apariencia muy extraña. “¡Oh, abuelita!” dijo, “qué orejas tan grandes que tienes.” - “Es para oírte mejor, mi niña,” fue la respuesta. “Pero abuelita, qué ojos tan grandes que tienes.” - “Son para verte mejor, querida.” - “Pero abuelita, qué brazos tan grandes que tienes.” - “Para abrazarte mejor.” - “Y qué boca tan grande que tienes.” - “Para comerte mejor.” Y no había terminado de decir lo anterior, cuando de un salto salió de la cama y se tragó también a Caperucita Roja.

Entonces el lobo decidió hacer una siesta y se volvió a tirar en la cama, y una vez dormido empezó a roncar fuertemente. Un cazador que por casualidad pasaba en ese momento por allí, escuchó los fuertes ronquidos y pensó, ¡Cómo ronca esa viejita! Voy a ver si necesita alguna ayuda. Entonces ingresó al dormitorio, y cuando se acercó a la cama vio al lobo tirado allí. “¡Así que te encuentro aquí, viejo pecador!” dijo él.”¡Hacía tiempo que te buscaba!” Y ya se disponía a disparar su arma contra él, cuando pensó que el lobo podría haber devorado a la viejita y que aún podría ser salvada, por lo que decidió no disparar. En su lugar tomó unas tijeras y empezó a cortar el vientre del lobo durmiente. En cuanto había hecho dos cortes, vio brillar una gorrita roja, entonces hizo dos cortes más y la pequeña Caperucita Roja salió rapidísimo, gritando: “¡Qué asustada que estuve, qué oscuro que está ahí dentro del lobo!”, y enseguida salió también la abuelita, vivita, pero que casi no podía respirar. Rápidamente, Caperucita Roja trajo muchas piedras con las que llenaron el vientre del lobo. Y cuando el lobo despertó, quiso correr e irse lejos, pero las piedras estaban tan pesadas que no soportó el esfuerzo y cayó muerto.

Las tres personas se sintieron felices. El cazador le quitó la piel al lobo y se la llevó a su casa. La abuelita comió el pastel y bebió el vino que le trajo Caperucita Roja y se reanimó. Pero Caperucita Roja solamente pensó: “Mientras viva, nunca me retiraré del sendero para internarme en el bosque, cosa que mi madre me había ya prohibido hacer.”

Finalmente, quiero mostraros la más políticamente correcta de todas las Caperucitas, que sin duda, podría ser ministra en cualquiera de los gobiernos occidentales. Es obra de James Finn Garner, que con una finísima ironía pone de manifiesto la mojigatería que azota nuestra sociedad actual. Esta es su divertida versión publicada en 1994.

Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representaba un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad. Además, su abuela no estaba enferma; antes bien, gozaba de completa salud física y mental y era perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que era.

Así, Caperucita Roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían que el bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en él. Caperucita Roja, por el contrario, poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidad como para evitar verse intimidada por una imaginería tan obviamente freudiana.

De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja se vio abordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en la cesta.

- Un saludable tentempié para mi abuela quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que es, respondió.

- No sé si sabes, querida - dijo el lobo -, que es peligroso para una niña pequeña recorrer sola estos bosques.

Respondió Caperucita:

- Encuentro esa observación sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tu tradicional condición de proscrito social y a la perspectiva existencial - en tu caso propia y globalmente válida - que la angustia que tal condición te produce te ha llevado a desarrollar. Y ahora, si me perdonas, debo continuar mi camino.

Caperucita Roja enfiló nuevamente el sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de segregado social de esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente, conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela. Tras irrumpir bruscamente en ella, devoró a la anciana, adoptando con ello una línea de conducta completamente válida para cualquier carnívoro. A continuación, inmune a las rígidas nociones tradicionales de lo masculino y lo femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó en el lecho.

Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo:

- Abuela, te he traído algunas chucherías bajas en calorías y en sodio, en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa matriarca.

- Acércate más, criatura, para que pueda verte - dijo suavemente el lobo desde el lecho.

- Oh! - repuso Caperucita -. Había olvidado que visualmente eres tan limitada como un topo pero, abuela, qué ojos tan grandes tienes!

- Han visto mucho y han perdonado mucho, querida.

- Y, abuela, qué nariz tan grande tienes!... relativamente hablando, claro está, y a su modo indudablemente atractiva.

- Ha olido mucho y ha perdonado mucho, querida.

- Y... abuela, qué dientes tan grandes tienes!

Respondió el lobo:

- Soy feliz de ser quien soy y lo que soy. Y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja con sus garras, dispuesto a devorarla.

Caperucita gritó; no como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el travestismo, sino por la deliberada invasión que había realizado de su espacio personal.

Sus gritos llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnico en combustibles vegetales, como él mismo prefería considerarse) que pasaba por allí. Al entrar en la cabaña, advirtió el revuelo y trató de intervenir. Pero apenas había alzado su hacha cuando tanto el lobo como Caperucita Roja se detuvieron simultáneamente.

- ¿Puede saberse con exactitud qué cree usted que está haciendo? -inquirió Caperucita.

El operario maderero parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus labios.

- ¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un Neandertalense! cualquiera y delegar su capacidad de reflexión en el arma que lleva consigo! -prosiguió Caperucita -. ¡Sexista! ¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre?

Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza del lobo, arrebató el hacha al operario maderero y le cortó la cabeza. Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el lobo creyeron experimentar cierta afinidad en sus objetivos, decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad basada en la cooperación y el respeto mutuos y, juntos, vivieron felices en los bosques para siempre.