domingo, 21 de octubre de 2018

¡Qué bueno estoy!



Llevaba ya unas cuantas semanas sorprendido por un inusitado deseo de comer carnes rojas. Comerme un buen chuletón o un solomillo de ternera hecho al punto estaba siendo un auténtico deleite que jamás antes había sentido  ante un alimento. Poco a poco el toque de plancha fue disminuyendo en la cocción de los filetes de manera que el sabor a sangre se hizo más presente aumentando curiosamente el deleite durante su degustación.
El acto de comer se fue convirtiendo poco a poco en algo muy visceral, con el que todo mi cuerpo se estremecía produciéndome una sensación parecida a un orgasmo.
El carnicero estaba encantado de mi variado paladar que paulatinamente iba virando hacia lo que vulgarmente se llama casquería. Órganos y entrañas formaban parte ya de mi dieta habitual.
Aquella tarde decidí darme un largo y relajante baño entre sales de baño perfumadas que quedaron embebidas en mi piel. Cuando me secaba con la toalla, noté que todo mi cuerpo desprendía un olor muy agradable, balsámico, olor a piel limpia y cálida. Mi olfato fue subyugado poco a poco y empecé a olerme los brazos, las manos, las piernas en un acto casi hipnótico que, sin yo saberlo, me arrastraría hacia un abismo interior jamás imaginado. Envuelto por aquella agradable sensación, fui dejándome arrastrar por mis sentidos y el deseo carnal comenzó a despertar muy dentro de mí. Apreté fuertemente mi nariz contra la cara interior de mi codo y un latigazo de placer recorrió mi espina dorsal, comencé a salivar al mismo tiempo que un sentimiento de terror desbocaba mi corazón. No lo pensé, no medí las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer, simplemente de me dejé llevar y así fue como di la primera dentellada cerca de mi bíceps. Sentí un dolor agudo mezclado con un ligero sabor a sangre que por otro lado no hizo más que exacerbar mis ganas de comer. El dolor pasó y el placer volvió a dictar la orden, ¡muerde! El mordisco fue ahora mayor dejando toda mi dentadura marcada cerca de mi bíceps. Con este segundo mordisco, la sangre se hizo claramente presente y mi lengua empezó a relamerse obviando el terrible dolor que me sacudía el brazo. En ese momento, mi cuerpo pareció abandonarme, dejar de formar parte de mí y bajo esa campana de irrealidad, me lacé a por un bocado definitivo que me arrancó un pellejo de carne elásticamente amarrado por mi piel. En ningún momento fui consciente de lo que estaba haciendo, en ningún momento el apelativo de ser racional fue válido para describirme y fui más bien un animal hambriento y sediento conectado visceralmente con su sustento. La carne se desmenuzó entre mis molares dejando ir un efluvio celestial, delicioso que me llevó directamente al orgasmo.
El latigazo pélvico ocasionado por el orgasmo me hizo volver a la realidad, la toalla estaba empapada de sangre, que goteaba por el codo dibujando una constelación roja sobre los blancos azulejos. ¡Qué he hecho! ¡Me he mordido! Y no tengo ni idea de cómo ha podido suceder, ¿qué ha pasado por mi mente para cometer un acto así?
Sin encontrar respuesta a todas estas preguntas busqué vendas para atajar la hemorragia y me vendé el brazo presionando fuertemente mientras aún tenía trocitos de carne entre mis dientes. Me puse el albornoz y bajé avergonzado al salón para caer en un mar de culpabilidad desparramado sobre el sofá.
Al día siguiente, fui a trabajar esperando que la rutina diaria tapara el atroz acto que había cometido el día anterior y en ciertos momentos conseguí recuperar una cierta normalidad. La camisa y la chaqueta taparon los signos externos de mi autofagia y me prometí refrenar mis instintos con mucho más cuidado.
Pasaron unas semanas y la herida estaba prácticamente cicatrizada. Mi gusto por las carnes rojas no había decrecido en absoluto pero me autoimpuse una cierta conmensuración que extrañó a mi carnicero. Por desgracia, tuvo el efecto contrario al deseado y no hizo sino aumentar mi hambre de carne. La verdura me daba angustia y no sentía el más mínimo interés por los otros alimentos no cárnicos. Así, hasta que llegó de nuevo el día, el día de comer carne y aceptar mi verdadera naturaleza. Esta vez me encontraba en la cocina cuando me fijé en el afilado cuchillo jamonero que había sobre el banco. Se me hizo la boca agua en un pensamiento abstracto con el uso de ese cuchillo. Pronto, mi pensamiento se concretó en algo tangible, que se podía percibir por mis sentidos y agarré el cuchillo con intención de cortar carne, ¡mi carne! Pensé en la pantorrilla, solo sería un pequeño filetito, como un carpacho extraído de la parte más gruesa de la pantorrilla. Con pulso tembloroso procedí a cortar pero mis dudas fueron disipadas de un plumazo por un hambre muy profunda que ascendía por mi esófago con un ímpetu descomunal. Aquel filetito de carne me supo a gloria pero también supuso un punto de no retorno en mi desviada conducta. Tuve necesariamente que asumir que me gustaba comerme mi propia carne, a expensas de mi propio cuerpo, en un acto de auto destrucción no imaginable por ningún ser humano.
Así que poco a poco me cebé en mis piernas, en mis muslos donde el terrible dolor que sentía al seccionar mi propia carne era compensado con creces por el inmenso placer carnal, hasta sexual, que sentía al degustar mi propia carne cruda. También experimenté con la plancha pero el abanico de sabores que me ofrecía la carne cruda era mucho mejor que el sabor de la carne asada.
Las heridas se hicieron tan evidentes que pronto, no pude salir de casa, para no llamar la atención. Eso sí, tenía especial cuidado en curarme la heridas para evitar infecciones.
Las semanas pasaban y podríamos decir que ya había arrancado a mi cuerpo toda la carne superficial y parte de los músculos. Sin embargo, mi apetito no se aplacaba y me alimentaba casi exclusivamente de mí mismo pues todo lo demás me repugnaba. Así que tome la decisión de cortarme una pierna para tener suficiente comida durante un tiempo. Había de tener mucho cuidado al seccionar las arterias y las venas para no desangrarme pero si lo conseguía podría comer durante algún tiempo.
Al mismo tiempo me atravesaban destellos de lucidez y enloquecía al ver en que me estaba convirtiendo, en simple comida. Un sentimiento de angustia existencial me invadía y me hacía aborrecer el monstruo en el que me había convertido. Sin embargo, pronto el deseo carnal ascendía de nuevo por mi esófago y me castañeteaban los dientes con un hambre feroz como si nunca hubiera comido.
Aquella pierna izquierda me sabía a gloria. Pude repelar las falanges del pie y abrirme paso a dentelladas sabrosas y turbadoras entre los músculos hasta llegar a los tendones y al hueso. Volví a experimentar con la carne asada pero de nuevo me defraudó, perdía una gran cantidad del amplio espectro de matices que tiene la carne cruda. Por casa me desplazaba con la ayuda de una silla de ruedas que en su momento fue de mi abuela y había quedado abandonada en el desván.
Por aquel entonces vivía casi todo el tiempo debajo de una campana de irrealidad que me sostenía como si fuera un sueño del que acabaría despertando.
Pasaron las semanas y la pierna se acabó. Tenía hambre. Ya casi había olvidado lo que era el dolor cuando mis ojos se fijaron en la pierna restante. Dudé. Temía haber atravesado el punto de no retorno o estar a punto de hacerlo pero tenía mucha hambre.
Con la experiencia adquirida de la primera vez, seccioné mi pierna derecha un poco más abajo de la ingle teniendo especial cuidado con taponar y coser la arteria y la vena femorales. Controlé el dolor con una inyección de anestesia local lo cual me permitió mantener la serenidad durante la delicada operación. Sin embargo, nada era comparable a la sensación experimentada cuando me automordía y me arrancaba tozos de carne con mis propios dientes.
La segunda pierna dio para unas cuantas semanas, bien dosificada y conservada en frio. En esta segunda oportunidad incluso aprendí mascar los huesos más pequeños y disfrutar del sabor del tuétano.
A pesar de estar obviamente imposibilitado, sentía una gran fuerza interior cada vez que ingería aquella carne que antes tenía nombre y apellidos.
Pero ni lo bueno, ni lo malo duran eternamente, así que aquella pierna también se terminó y tuve que volver a buscar en la despensa. Pensé en mi brazo izquierdo ya que yo era diestro y podría ingeniármelas para cortar el brazo contrapuesto con relativa facilidad. También usé anestesia local y seccioné el brazo 10 centímetros por encima del codo. Sin embargo, no me podía arriesgar a morir desangrado por lo que preparé una plancha bien caliente y cautericé toda la herida una vez escindido el brazo.
Curiosamente, la carne del brazo me supo diferente a la de las piernas, no sabría explicar en qué. Las palmas de las manos así como las plantas de los pies me resultaban bastante correosas y las usaba, a la sazón, como un chicle, mascándolas durante largo rato mientras extraía la sustancia. Los pelos ciertamente eran un engorro para mi refinado paladar, así que opté por quemarlos a la llama dejando la piel perfectamente lisa. Si tuviera que escoger, diría que la cara interna del antebrazo fue mi parte favorita, bien regada por infinidad de vasos sanguíneos.
Mi cuerpo mermaba y poco a poco me iba acercando a una parte soñada desde hacía semanas. Yo estaba convencido de que las partes blandas debían tener un delicado sabor difícil de olvidar. Así que llegó la hora de los genitales. En este caso, el habitual placer que conllevaba la degustación de mi propia carne se incrementaba sobremanera con una pulsión sexual que arrancaba desde mis partes íntimas. Fue curioso constatar la tremenda erección que sufrí justo antes de cortar y que apenas sentí dolor al cortar pene y testículos con mi afilado cuchillo de caza. Pero este manjar tenía pensado no comerlo crudo sino sofisticar un poco su preparación con un buen acompañamiento. La preparación del plato al jerez se me antojaba perfecta acompañada de unas hojitas de romero y estragón. Me puse manos a la obra y el cocinado me llevó gran parte del día, horas que disfruté con gran deleite. Y efectivamente, el plato no me defraudó, por la noche estaba listo para comer y no pude esperar más. Lo ingerí regado con un buen ribera del Duero y los ecos de su sabor me acompañaron durante muchas horas. Acababa de perder mi condición masculina convirtiéndome en un ser asexual. Cada vez quedaba menos de mí pero no me importaba ya que hacía semanas que había rebasado el punto de no retorno, la línea roja de la autodestrucción que todo ser vivo contempla desde su nacimiento.
Pasé unos días sin comer, nada era comparable a la última experiencia gastrosexual y la sensación de placer absoluto ocupaba ampliamente todos los rincones de mi mente.
Finalmente, el hambre me pudo y tuve que empezar a pensar como podía seguir degustándome. La cosa ahora era mucho más complicada ya que había terminado con todas mis extremidades. Ahora tocaba entrar en mi cuerpo y eso eran palabras mayores. Tendría que ir con mucho más cuidado si quería seguir en este mundo aunque, por otra parte, también existía dentro de mí el deseo oculto de acabar, de terminar con esta barbarie en la que me encontraba imbuido desde hacía semanas.
Yo sabía de la gran capacidad de regeneración que tiene el hígado, así que pensé en cobrarme una pequeña parte del mismo. Sin embargo, mis conocimientos de anatomía no alcanzaban el nivel para una intervención exitosa. Aun así, me atreví a meterme mano. Bisturí en ristre, me hice una incisión en el costado derecho y la sangre empezó a brotar. Rápidamente me di cuenta de mi error, alguna vena se cruzó en mi camino. A pesar de intentar taponar la hemorragia con todas mis fuerzas, un fundido en negro oscureció mi desviada conciencia para siempre.

RESEÑA DEL DIARIO LOCAL. Alertada por los vecinos, la policía irrumpió en un piso ocupado por un tronco humano que se encontraba en medio de un gran charco de sangre. Diversas partes del cuerpo fueron encontradas en el frigorífico. Parece tratarse de un caso de canibalismo sexual similar al del caníbal de Rotemburgo pero no hay indicios sobre el posible caníbal. La investigación sigue abierta y bajo secreto de sumario.