domingo, 30 de septiembre de 2012

Poesía otoñal

La serenidad del olmo

El viento fue el responsable

de elegir tu sitio en el mundo.

Allá has construido tu casa,

allá has tomado lo que es tuyo,

y lo has entregado todo.

Te integraste en la partitura de la vida

que resuena en tu interior con un eco infinito.

Tu instante contiene la conciencia Universal,

alfa y omega, principio y fin.

Olvidas el pasado,

no te importa el futuro,

saboreas el presente

dando sombra a los que a buen árbol se arriman.

Bajo tus ramas pasaron reyes y plebeyos,

señoritos y labriegos,

y todos contemplaron tu belleza,

y tu altanera calma.

Dejas pasar el tiempo

cruzando el puente entre el nacimiento y la muerte,

y escuchando la sinfonía de tu madurez

esperas tranquilo al rayo

que un día te hendirá

en aquella colina que lame el Duero.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Cruzar la línea del fracaso


Como padre de dos niñas de 3 y 7 años, he podido comprobar, especialmente en la mayor, la extrema intolerancia a la frustración provocada por la equivocación o el fracaso. Esta actitud me ha hecho recordar que yo también era así de niño y que, en mayor o menor medida, sigo acarreando un cierto porcentaje de esa intolerancia al fracaso.
No he estudiado psicología, así que hablaré desde el punto de vista más experiencial, lo sufrido y vivido en mis carnes y las de mis allegados, es decir, desde un punto de vista subjetivo pero no por ello menos general.
El cerebro de un recién llegado a la vida consciente-racional se cree superman, no quiere aceptar ni por asomo el largísimo camino que le queda por recorrer hasta llegar al nivel donde moran el común de los mortales ligeramente ilustrados y no digamos, si ponemos la meta un poco más allá por encima de la media. La dimensión del esfuerzo es tan titánica que yo sinceramente creo que la necesidad de hacerlo todo bien a la primera (cero frustración) debe ser un mecanismo de defensa del propio cerebro.
Sin embargo, como contrapartida, esta resistencia al fracaso no hace más que retrasar nuestra maduración mental, además de impedirnos un aprendizaje fluido, sin trabas y con un dialogo sereno con las fuentes de información.
Se da, por tanto, la maliciosa circunstancia de que a veces el niño va aprobando cursos, no porque le gusten las asignaturas ni lo que va aprendiendo, sino simplemente porque hace el esfuerzo que sea necesario para no tener que enfrentarse con ese señor tan feo que se llama fracaso y que nos recuerda que no somos perfectos, y que por tanto, somos vulnerables.
Así que nos aferramos a esa fantasía de la invulnerabilidad con uñas y dientes, siempre temerosos de cruzar la línea del error, del descalabro, del fallo por miedo a la decepción, la frustración, la desmotivación, la autocrítica.
Nadie quiere asomarse a la ventana del ensayo-error para ver que hay más allá, para imaginar otras realidades, porque ello supone cruzar por la fina cuerda del funámbulo sobre el valle de la crisis.
El riesgo de desequilibrio se dispara en aquel trance y esto nos vela una verdad, una verdad importante que está al otro lado sólo asequible a los valientes. Porque en mi opinión, uno no nace realmente a este mundo hasta que no se equivoca y se vuelve a levantar. Es necesario errar para aprender y para volver a nacer en la vulnerabilidad, en la humildad y en la valentía. La equivocación nos desnuda y nos permite caminar libres por el mundo sin máscaras de cemento armado, mostrándonos tal como somos, contando la verdad y dando autenticidad a todos nuestros actos y vivencias.
Decía Joseph Rudyard Kipling que “al éxito y al fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre con la misma indiferencia”, pero yo les haría un poco de caso si vienen de un plano íntimo, interno, porque seguro que nos pueden enseñar algo de provecho.