domingo, 3 de noviembre de 2019

Epistemología al límite



Podría empezar diciendo que el saber humano se nos escapa de las manos. Conforme avanza la ciencia, se acrecienta mi sensación de no entender nada, es decir, que los vericuetos metales por los que hay que transitar para describir el mundo que nos rodea parecen vedados al común de los mortales y sólo aptos para mentes visionarias.
En la búsqueda desesperada de una Teoría del Todo que una lo muy grande (Relatividad) con lo muy pequeño (Mecánica cuántica), nos estamos metiendo en unos berenjenales mentales que ni los físicos de vanguardia entienden, como reconoció el físico cuántico Richard Feynman diciendo que “puedo afirmar sin temor a equivocarme que nadie entiende la mecánica cuántica”
¿Y si nuestra propia biología humana presentara un cierre cognitivo?, es decir, un punto de conocimiento a partir del cual la investigación humana se estrellara y quedáramos condenados a mirar desde ese punto hacia un vacio de incomprensión, lleno de problemas irresolubles para la inteligencia humana. Parece arrogante pensar que el cerebro humano pueda poseer facultades cognitivas infinitas a diferencia de los demás animales. Si un perro nunca entenderá los números primos, puede ser que haya conocimientos vetados a la conciencia humana, que nunca podamos llegar a entender. Es decir, no es descabellado pensar que hay cosas que jamás entenderemos, como por ejemplo la manera en que se genera la conciencia a partir de la actividad fisiológica del cerebro, por lo que algún día, la ciencia humana llegará a un límite infranqueable, si es que no lo ha alcanzado ya.
Pues bien, esto es lo que piensa un grupo de filósofos y científicos que podríamos llamar “misteriarnos”, como el filósofo Colin McGinn, porque creen que hay determinadas cosas de nuestra realidad que siempre serán un misterio para nosotros, jamás podrán ser entendidas e incluso ni siquiera planteadas, es decir, que no buscaremos la respuesta porque ni siquiera seremos capaces de formular la pregunta.
A primera vista, parece que no les falta razón si pensamos que el cerebro humano ha evolucionado guiado por el vector de la supervivencia y, por tanto, está diseñado para perpetuarse en el planeta resolviendo problemas prácticos pero no para desentrañar los secretos del Universo.
Sin embargo, yo no creo que exista ese cierre mental propugnado por los misterianos y que aunque tienen razón en que la biología nos muestra innumerables ejemplos de limites cognitivos en el mundo animal al que pertenecemos, creo que su pronóstico falla precisamente porque no entienden (o no entendemos) la conexión cerebro-mente. Intuyo que justo ahí está la clave.
Desde la aparición del homo sapiens hace unos 350.000 años, básicamente un homínido que se había erguido y empezaba a usar alguna herramienta, nuestro cerebro es fisiológicamente el mismo, con un volumen aproximado de 1400 cm3 y conteniendo un número de células que se estima en cien mil millones de neuronas. Pero entonces, ¿qué ha cambiado entre aquel quasimono y el hombre actual que es capaz de salir de su planeta o modificar la vida a su antojo? Básicamente, la respuesta radica en el número de conexiones neuronales. Y no sólo me estoy refiriendo a las conexiones entre neuronas de nuestro propio cerebro sino que estoy pensando en una visión más amplia de la mente como la definida por el filósofo británico Andy Clark, según la cual nuestra mente se extiende literalmente más allá de nuestro cráneo y de los límites de nuestro cuerpo, en forma de cuadernos, pantallas de ordenador, internet, mapas y archivadores. Es decir, el homo sapiens es una especie que fabrica herramientas, entre las que se encuentran diversas herramientas cognitivas que permiten literalmente una extensión de la mente.
Además otra característica diferencial de nuestra especie es la capacidad de transmisión del conocimiento dando lugar a un conocimiento acumulativo (cultura) que no son más que miles de conexiones neuronales previamente preformadas y transmitidas a través del aprendizaje a los cerebros recién nacidos.
Asimismo, las conexiones neuronales del individuo pueden convertirse es nodos de una red de pensamiento mayor, una red de cerebros que se retroalimenta. Es decir, los seres humanos pueden plantearse preguntas unos a otros facilitando la creación cooperativa de nuevas conexiones neuronales.
Por tanto, yo estoy convencido de que la mente es el producto de la interconexión neuronal y por tanto, no veo a la biología como un obstáculo en la expansión infinita del conocimiento puesto que infinitas son las posibles interconexiones neuronales. Es cierto que un perro nunca entenderá que son los números primos y por eso creo que se requiere una cantidad umbral de neuronas para llegar a ser consciente de uno mismo, lo que conlleva inmediatamente el anhelo de desvelar los secretos de la realidad en la que nos sentimos inmersos.
Sólo me resta decir que por desgracia algunos seres humanos sacan menos partido a sus neuronas que un perro a las suyas, lo cual indica que la estulticia humana también puede ser igualmente infinita.