lunes, 21 de septiembre de 2015

La leyenda de Requena


José Requena Carmona, cabrero de aquella serranía, vivía en una humilde casona toda pintada de blanco en lo más profundo del monte.
Aquella mañana, había tenido un extraño presentimiento cuando se levantó al alba para ir a pasturar al rebaño, un presentimiento funesto que él achacó a la copiosa cena de la noche anterior. El día despuntaba gris y frio y no invitaba a echarse al monte pero la dura vida de pastor no permite quedarse en cama cuando el día sale feo, así que, abrió la puerta del corral y dejó salir al rebaño que enseguida estuvo agrupado con la ayuda de su fiel perro Sultán.
Comenzaron a caminar hacia el pantano del Tranco porque en sus orillas siempre había pastos verdes que hacían las delicias de las cabras. La zona desprendía cierto aire melancólico propiciado por aquellos pueblos fantasma que habían sido engullidos por el pantano. De tanto en tanto, cuando la sequía apretaba, todavía se levantaban por sus fueros las antiguas y sencillas casas de las pedanías sumergidas que parecían querer salir del agua para ir a pedir cuentas al artífice de aquel atropello. En algún punto de camino al pantano todavía se podía leer la señal que indicaba la proximidad de Vega de los Hornos, una de las aldeas borradas del mapa por la aguas del pantano. Todo ello hacía que aquella zona de la sierra de Cazorla, en la provincia de Jaén, pareciera como olvidada de la mano de Dios, una serranía maldita sin un alma en muchos kilómetros a la redonda tan solo transitada por cabreros y valientes cazadores. Por supuesto, una tierra así había dado pie a muchas leyendas, contadas por los pastores a la luz de la lumbre en las noches frías. En fin, una tierra dura que parecía haber abandonado ese toque sagrado con el que la Naturaleza bendice sus creaciones.
José no pudo deshacerse de aquella sensación, con la que se había levantado, en todo el día. Sentía un cierto pesar que acompañaba el paso lento de las horas de aquella mañana plomiza, ya bien entrado el otoño. Para almorzar se sentó al pie de un algarrobo seco pues no buscaba sombra sino más bien un cierto cobijo que le protegiera las espaldas. Sacó su zurrón y comenzó a comer mientras contemplaba inapetente el rebaño, que curiosamente se mantenía más agrupado que de costumbre. Sultán se aburría ante la escasez de trabajo y había decidido echarse al lado del pastor con actitud recelosa, atento al vuelo de una mosca.
A eso de las 4 de la tarde, el color gris del cielo se intensificó y José vio con claridad cómo se fraguaba la tormenta. Sin saber muy bien porque el corazón le dio un vuelco cuando ordenó a su fiel perro recoger al rebaño para tomar el camino de vuelta. Su estado fisiológico le enfadó un poco, un pastor tan experimentado como él no debía asustarse por cuatro truenos. No tuvo demasiado tiempo para la autocrítica ya que rápidamente comenzó a llover copiosamente y las labores de conducción del rebaño absorbieron toda su atención.
Al cabo de unos minutos de caminar a paso ligero por entre los collados que delimitaban la zona del pantano, le pareció oír los balidos de una de las cabritas de pocos días que llevaba en el rebaño. Encomendó a su perro Sultán la responsabilidad de continuar conduciendo el rebaño hacia casa mientras él retrocedía sobre sus pasos unas decenas de metros en busca de aquellos balidos lastimosos. A la vera del camino, cerca de unos zarzales, vio a una cabrita que parecía tener la pata lastimada o atrapada en el entramado de ramas. Corrió veloz a liberarla y la introdujo en un saco que llevaba atado a la cintura. Una vez rescatado el animalito se la echó a la espalda y apretó el paso en busca de su rebaño y su perro que se encontraban más o menos a un kilómetro.
Requena alcanzó al rebaño y juntos fueron bajando hacia el viejo cortijo bajo una lluvia cada vez más espesa. A pesar de que no era tarde, la luz era cada vez más escasa, como filtrada por el manto acuoso, y un sentimiento de irrealidad se iba apoderando poco a poco de los sentidos del apremiado pastor. José cogía el saco con las dos manos sobre su espalda pero le daba la impresión de tener que emplear cada vez más fuerza a medida que avanzaba por el sinuoso camino. En un primer momento, no quiso darle mayor importancia, cegado por la idea de llegar a casa cuanto antes. Pensaba que era normal que al empaparse el saco, pesase cada vez más y además el cansancio iba haciendo mella en su ánimo y en su fuerza. Sin embargo, al pasar entre los dos fresnos que configuraban una especie de puerta natural hacia la pradera desde la que ya se veía la casona, la campana de irrealidad se hizo tan patente que el extenuado José no tuvo más remedio que parar y depositar el saco en el suelo con la intención de revisar su contenido.
Un tenue resplandor rojizo iluminaba el interior del saco y José dio dos pasos hacia atrás. La cabeza de un macho cabrío buscó la boca del saco que continuó deslizándose para dar paso al cuerpo enhiesto del chivo. Un leve humillo azufrado salía por sus fosas nasales y sus ojos eran pequeños tizones incandescentes. Cuando acabó de erguirse delante del petrificado pastor, rampante y con la mirada maliciosa, le preguntó,
¾¿peso, Requena?



Relato basado en la Leyenda del Cortijo de las Ánimas o Leyenda de Requena, que se cuenta en tierras jienenses por los montes de la Sierra de Cazorla en las inmediaciones del pantano del Tranco.