miércoles, 8 de octubre de 2008

Inteligencia científico-racional versus inteligencia emocional


El pasado verano fui al cine a ver “Hancock”, la última película de Will Smith. Ya sabía que iba a ver una película de ciencia-ficción pero me encontré con una película de estulticia nada ficticia, un auténtico insulto a la inteligencia humana.
Estuve tentado de levantarme y escapar de este espectáculo de humillación pública pero las palomitas y la coca-cola actuaron como auténticos opiáceos que me ayudaron a soportar la agresión mental.
Me sorprendió el ex-Bel Air aceptando un papel como ese porque aunque suele encarnar personajes de escaso fondo intelectual, en este caso, pongo en duda que esta creación proceda de la mente más evolucionada de todas las criaturas que pueblan este planeta.
Y esta experiencia nefasta, no hace más que acrecentar la sensación que tengo hace ya varios años de que la sociedad americana está en franco declive intelectual. Si el cine “made in USA” es reflejo de la sociedad americana, cosa que me resisto a creer por pura condescendencia humana, creo que los americanos tienen el cerebro en completo estado de liquefacción. Que me perdone la RAE por apuntarme a la poco ortodoxa moda gubernamental de inventar palabras, pero es que no encontré en el diccionario palabra que describiera mejor la sensación visceral que tengo sobre la primera potencia mundial.
Y ahora es cuando viene la contradicción que me golpea cuando me siento en la butaca del cine. He dicho la primera potencia mundial y es porque no cabe duda que a nivel científico-tecnológico son la punta de flecha. Sin embargo, si su tejido emocional se reduce a la extraordinaria superficialidad mostrada en sus películas, estos seres humanos tienen una mente con un estado de madurez no superior a un niño español de 6 años. Y digo español, no porque sean los más listos del mundo sino porque es la realidad cotidiana que me rodea y me sirve de contrapunto en este argumento.
Pero cómo es posible que una mente humana encierre tan extraordinario imbalance entre la parte científico-racional y la parte emocional. O quizá esta es la explicación de porque son la primera potencia mundial, al tener muy ligero lastre emocional pueden dedicar su mente a otros menesteres más objetivos sin interferencias indeseadas.
A estos les matan 4000 personas de una tacada y sale el presidente dando un discurso que no necesitaría el más mínimo retoque como guión de una película, donde se supone que los muertos serían de atrezo.
Quizá este modelo de sociedad demuestra que es la inteligencia racional la única necesaria para dar de comer a sus miembros y cubrir sus necesidades básicas. Las emociones cuanto más livianas mejor.
Si esto fuera así, la selección natural se encargaría de que los humanos del futuro sean una especie de robots muy eficientes pero que cambiarían del llanto a la risa con simplemente darles un caramelo. Las emociones y los sentimientos quedarían relegadas a una especie de proto-cerebro reptiliano, puros restos fósiles.
¿Pero puede una sociedad avanzar sin un código moral-emocional sobre el que cimentarse?
Todos los imperios han nacido articulados entorno a un nuevo pensamiento o forma de ver el mundo y han caído cuando estos valores se han demostrado equivocados.
Espero que la selección natural no nos relegue a meros computadores biológicos, porque a mi me gustan las emociones fuertes, preferiblemente si son agradables.

domingo, 5 de octubre de 2008

Aburrimiento


Me levanto por la mañana y a los pocos minutos me asomo al enorme precipicio vital que se abre delante de mí.
Vacío existencial y blancura en la página de la agenda correspondiente a este día.
No lo soporto.
Lo muy limitado de la vida humana martillea mi mente recordándome los preciados minutos y horas que me dispongo a perder.
Me enzarzo en una lucha denodada con el fin de dar algún sentido al día que tengo delante de mi.
El tiempo avanza inexorablemente, el nerviosismo aumenta, me doy cuenta de que a mi pesar estoy consumiendo el día pensando en que puedo consumir el día.
Si pudiera detener el tiempo, cerrar el grifo de las horas para volverlo a abrir una vez decidido como voy a aprovechar de manera óptima el preciado elemento, todo sería diferente. No tendría miedo a esos paréntesis indolentes que tanto odio.
Sin embargo, es precisamente ese apremio, ese deseo desesperado por encauzar el día que se desparrama en un inmenso cenagal de bordes difusos, lo que me bloquea. Este proceso tiene un mecanismo idéntico al insomnio. Cuanto más se esfuerza el insomne por dormir, más aumenta su vigilia. Cuanto más se esfuerza el aburrido en dar sentido a su tiempo, más aumenta su negatividad, su obcecación, su frustración, su agresividad y esa hiriente sensación de tirar por el retrete un preciado tesoro, su día.
Finalmente, abatido y por vencido, y prometiendo que esto no me va a volver a pasar, me abandono a la indolencia desparramado sobre el sofá.
Cuando mi cerebro pierde el norte, la meta diaria, el objetivo vital, todo mi cuerpo se transforma en una masa amorfa, aplastada por el peso de la gravedad, soy una estructura biológica más próxima a una ameba que a un ser humano. Me desplazo en contacto total con el suelo emulando el movimiento de las cadenas de un Panzer.
Por medio de esta forma de desplazamiento, más propia de organismo unicelular que de bípedo implume, me arrastro hasta la nevera en busca de algún brebaje que a modo de elixir vuelva a dotar de estructura a mi cuerpo y me saque de este estado casi hipnótico-vegetativo.
¡Ya está, cerveza!
Veo que en principio tiene un efecto positivo pues consigo empinar una parte de mi cuerpo, el codo. Sin embargo, al poco descubro que el alcohol acaba por disolver mis últimos corpúsculos de voluntad y me transporta al limbo de los felices.
Caigo en un sopor irresistible y me consuelo pensando que mañana será otro día.
Firmado: un alma inquieta.

Por favor, ¿tienen la Biblia?


Yo me considero una persona poco religiosa que arrastrado por los aires de laicismo que azotan la sociedad actual, he caído en un cómodo agnosticismo.
Esto se plasma en mi vida con el hecho de que nunca intento convencer a nadie de que existe Dios y una vida después de la muerte física pero tampoco lo negaré. En definitiva, mi posición vital podría resumirse en que no necesito la existencia de otra vida, o de otra dimensión que nos haga eternos, para poder disfrutar plenamente de mi vida actual. Si hay algo más, ya me enteraré cuando me muera pero acepto sin miedo que el fin último de las personas sea única y exclusivamente un montoncito de polvo.
He de confesar, en un acto de sinceridad honesta, que en los momentos difíciles, transcendentales y angustiosos de mi vida he pedido ayuda dentro y fuera de este mundo, sin representar este hecho una falta de coherencia con mis convicciones.
Quizá debido a mi posición vital centrada, sin descartar ni aceptar nada de plano, me sentí atraído por releer de nuevo sin imposiciones, lo que de niño había leído por obligación y tenia ya casi olvidado. Se trata de un libro, o más bien una colección de libros, recogida bajo el título de La Biblia.
Me di cuenta en aquel preciso instante de que las paredes de mi casa no acogían un ejemplar de aquella obra desde hacia ya varios años.
Podríamos decir que este libro recoge y aglutina el conjunto de normas morales que articulan nuestra sociedad occidental española. Salvando las distancias, es como la Constitución del 78.
Y no es que entre las paredes de mi casa no se respete ninguna de las reglas morales ilustradas en la Biblia, pues estamos inmersos en una sociedad cristiana que infunde sus valores a través de muchas vías o canales. En realidad, yo soy de la idea de que el hecho religioso, y en concreto el cristianismo, lo llevamos bien impreso en nuestra mente desde el despertar de nuestra conciencia.
Así que ante la constatación de tamaña falta, me dispuse sin demora a comprar un ejemplar de esta aleccionadora obra, que algunos llegan a considerar como un manual de instrucciones sin el cual no sabrían como conjugar el verbo vivir.
¿Dónde va uno cuando quiere comprar un best-seller a buen precio? Pues al Fnac.
A partir de este punto, relataré la agotadora aventura de comprar una Biblia en una gran superficie, máxime un sábado por la tarde.
Al traspasar el umbral de la tienda y a sabiendas de que estaba buscando el libro más vendido de la historia, me dirigí sin dudarlo a la sección de los 10 libros más vendidos. Cual fue mi desilusión al no encontrarlo en el puesto nº 1 del ranking. En su lugar encontré un libro llamado “El Secreto” que habla del poder oculto y sin explorar que hay en nuestro interior y de cómo aplicarlo para mejorar los distintos aspectos de nuestras vidas como dinero, salud, relaciones, felicidad,… Pensé entonces que quizá le habían cambiado el nombre y ahora se llamaba así, pero al ojearlo comprobé que aquel libro no era la Biblia.
Ya me extrañaba a mi que el Vaticano hubiera consentido en cambiarle el título por otro más comercial y con más gancho.
Y entonces caí en la cuenta de que estaba mirando en los libros de “No Ficción” y era posible que atendiendo al sentir actual, hubieran decidido colocarlo en la sección de “Ficción”.
Satisfecho de haber encontrado una explicación, me fui de nuevo al nº 1 de los libros de “Ficción” y de nuevo otra desilusión. En su lugar, no sé que de un pijama a rayas y no creo que en la época de Jesucristo usaran pijama y mucho menos a rayas. Por si había bajado en el ranking durante todos estos años, me cercioré de que no se encontraba en posiciones inferiores, tanto de “ficción” como de “no ficción” pero sin mayor éxito.
Fue entonces cuando comenzó mi particular vía crucis por las distintas secciones de la tienda, siempre guiado por el ejercicio de la lógica.
La sección que me pareció más adecuada en principio, desde un punto de vista superficial, fue la “Histórica y aventuras”. Esto teniendo en cuenta que los responsables de la tienda hubieran considerado la Biblia como un libro de historia, asimilando su parábolas a pequeñas aventuras. Sin embargo, no lo encontré allí, ya que todos sabemos que la Biblia más que un libro de historia es un libro histórico. Acepté el buen criterio de la tienda en este sentido y pasé a buscarlo en otras secciones más adecuadas.
Poniendo más atención esta vez para no volver a equivocarme, me dirigí a la sección de “Biografías”, atendiendo sobre todo a que el Nuevo Testamento podría considerarse como una biografía de Jesús. Sin embargo, allí tampoco encontré el ansiado libro y empecé a constatar que no sería fácil de encontrar. Algo que no entendía estaba fallando.
De repente, vino a mi mente una reflexión. Seguro que bajo el paradigma metro-cursi de la sociedad actual, la Biblia había sido clasificada como un libro de autoayuda. No en vano ya lo decía Karl Max, “la religión es el opio del pueblo” y para aquellos que no cultivan opio podría ser una buena fuente de alivio. Así que me fui como una flecha a la sección de libro práctico, subsección autoayuda. Recorrí con el dedo los diferentes títulos, “Aprende a hablar en público”, “Sea feliz”, “Triunfe en los negocios y en la vida”, “Cambie el Prozac por el yoga”, “Conviértase al Budismo para alcanzar la paz espiritual”. Era increíble, había sido capaz de encontrar un libro que loaba las excelencias del budismo pero nada sobre el libro de referencia del cristianismo.
Empecé a perder la esperanza de llevarme a casa el buscado libro aquella tarde. Pensé entonces que quizá los aires de materialismo que azotan nuestra sociedad en los tiempos actuales, habían llevado a los responsables de la tienda a clasificar la Biblia como un libro de “ciencia-ficción y fantasía”. Deseé no encontrarla en esta sección, olvidada y denostada en un rincón, pero de todas formas me dirigí hacia allá para descartar tan humillante opción.
Derrotado ya, decidí buscar orientación en los empleados de la tienda y me dirigí a un punto de información. Por el camino me crucé con la sección de “Comics”, que también chequeé por si el nivel de degradación había sido tal como para compartir estantería con Son Goku y otros mangas japoneses (sin despreciar este fenómeno de masas que viene del país nipón).
Una vez en el mostrador, esperé a que no hubiera nadie más aparte del dependiente y pregunté en voz baja,
- por favor, ¿tienen la Biblia?
El dependiente ni se inmutó y sin levantar la cabeza de la pantalla del ordenador, dijo,
- a ver, ¿autor?
Esta pregunta me cogió con el pie cambiado y sólo acerté a decir,
- creo que “Dios”.
Al cabo de unos segundos, el dependiente contestó con voz monótona y aburrida,
- no aparece ningún autor con ese nombre en nuestra base de datos, puede decirme cuando fue escrito.
- Bueno creo que la versión definitiva fue ensamblada por primera vez en el año 393.
- ¡Uy!, creo que no tenemos libros tan antiguos en nuestro catálogo.
- Ya, pero es que el libro sigue de actualidad.
- Pues siendo tan antiguo le sugiero que eche un vistazo en la Feria del libro antiguo y de ocasión, quizá allí lo encuentre. Es que nosotros sólo vendemos libros modernos. Sin embargo, aquí a la salida hay una pequeña tienda donde venden estampitas de santos, escapularios y exvotos, quizá allí lo encuentre.
Salí cabizbajo y finalmente compré una Biblia en aquella tienda que olía a rancio y a cera quemada. El mismo olor que desprende nuestra moral actual.

jueves, 2 de octubre de 2008

El fin de las vacaciones


Aunque para la mayoria de la gente las vacaciones estivales son ya un tenue recuerdo, superadas ya las depresiones postvacacionales, este año he aprendido que el fin de las vacaciones es cosa justa y necesaria.
Se trata, sin duda, en este caso de un escrito terapéutico. Los buenos escritores dicen que para ellos, el escribir es como respirar y en mi caso, salvando las enormes distancias, también percibo el efecto balsámico de la escritura.
Estos momentos, que son a priori agrios, no propician el estado mental requerido para escribir algo con pies y cabeza pero he querido bucear en estos lodos agridulces, sin miedo, para aprender como debo vivir, es decir, saborear, disfrutar y apurar este ciclo vital que se repite cada año cual castigo de Sísifo.
Me encomiendo al dios Jano para atravesar el umbral de la puerta que me introducirá de nuevo en la jaula de la rutina delimitada por lo gruesos barrotes de los horarios. En ese espacio reducido habitaré los próximos meses, aprovechando los primeros días, los escasos rayos de sol que se filtran por el emparrillado, y resignado más adelante, preso ya del síndrome de Estocolmo, entregando vehementemente parte de mi vida al sistema económico-productivo, a Dios gracias.
Sin embargo, este paso no es ya tan dramático. A ciertas alturas de las vacaciones, me doy cuenta de que mi cuerpo y mi mente y los de mi familia necesitan ser encauzados, canalizados, encarrilados para que nuestras vidas cobren todo su sentido, al divisar al frente su objetivo.
La debilidad física y mental del ser humano nos exige un descanso, una desconexión, un feliz deambular sin rumbo, un baño existencialista, una parada técnica, una vuelta a una ligera irracionalidad animal donde sólo se trata de cubrir nuestras necesidades biológicas sin mayores pretensiones. Es el sueño reparador de la conciencia, un reset de nuestros circuitos recalentados ya a estas alturas del año, el alejamiento necesario para tomar perspectiva, para ver que va mal en nuestra vida y que podemos mejorar.
No se trata en vacaciones de resolver nuestros problemas; si así se enfocan suelen ser un fracaso. Se trata de parar, levantar la cabeza, mirar hacia donde nos lleva nuestro camino vital y planificar serenamente los ajustes necesarios para cuando reemprendamos el camino.
En este sentido, me he dado cuenta de que nuestro cuerpo y nuestra mente nos avisan cuando han finalizado las labores de mantenimiento y debemos ponernos en marcha. Noto como los motores, ya engrasados, empiezan a girar, como piden combustible, experiencias vitales, están deseosos de recorrer la pista que se dibuja ante nosotros.
En ese momento sé que las vacaciones han terminado, que hay que poner pies en polvorosa y dirigirse a la parrilla de salida. Si no lo hacemos, nos arriesgamos a sufrir el mal de la galbana que nos enrabia y emponzoña.
Vamos pues a zambullirnos con alegría en el río de nuestra vida.

Miedo a la página en blanco


En primer lugar me gustaría comenzar este blog con una declaración de intenciones.
En el título he querido recoger, en la medida de lo posible, el ánimo que me lleva a compartir mis pensamientos sobre determinados temas de la vida cotidiana.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define “Humilladero” como lugar devoto que suele haber a la entrada o salida de los pueblos y junto a los caminos, con una cruz o una imagen. De ahí, el nombre de la madrileña plaza que se encontraba cerca de una de las puertas de la ciudad correspondientes a la Muralla Cristiana, la llamada Puerta de Moros.
Pero aparte de este significado, digamos funcional, existen otras dos acepciones que me han llevado a elegir este nombre. La primera proviene del latín “humilde-humildad”, que es la virtud que más valoro en el ser humano y con ella me propongo desarrollar este blog. La segunda hace referencia a la frase “llevar al humilladero”, en el sentido de exponer públicamente y juzgar con la autoridad que nos confiere el sentido común y el raciocinio humano, las situaciones y experiencias que nos va proporcionando el transcurrir de la vida.