miércoles, 22 de junio de 2011

El Adelantamiento


Llevaba muchas horas al volante desde que habían salido de Almería con destino a Barcelona, y el cansancio empezaba a hacer mella en su percepción de la realidad. La AP-7 iba extendiendo su monótona alfombra delante del vehículo, un Opel Zafira que ya empezaba a acumular demasiados kilómetros en sus ruedas, y que como siempre, llevaban bastante cargado. Como en otros viajes, habían necesitado la ayuda de un portamaletas supletorio, de esos que se instalan en el techo de los coches, con forma de cofre y que, la verdad, permite bastante desahogo.

Ya habían transitado por la huerta murciana, las estribaciones montañosas de la provincia de Alicante, y llevaban un buen rato entre naranjos. Se encontraban en algún punto entre Valencia y Castellón cuando por el retrovisor le pareció vislumbrar un Opel Zafira rojo, que le llamó la atención inmediatamente pues no se ven muchos de este color, precisamente como el suyo.

Extrañado, no dejó de mirar por el retrovisor mientras comprobaba que aquel Zafira rojo se iba acercando lentamente. A veces desaparecía entre la nube de coches que circulaba en el mismo sentido pero de repente, como surgido de la nada, se ponía de nuevo en el carril de la izquierda como dispuesto a adelantar.

La natural afición masculina por los vehículos de motor hizo que Mateo no pudiera quitarle el ojo de encima a aquel Zafira rojo que se reflejaba en los retrovisores mientras serpenteaba lentamente como si descendiera en slalom, acercándose cada vez más al intrigado observador.

Como le había sucedido en otras ocasiones, Mateo empezó a especular sobre el posible conductor de un coche igual al suyo. Ese simple hecho demostraba a las claras un punto de afinidad, que Mateo gustaba de considerar como la punta del iceberg de un paralelismo vital entre él y el supuesto conductor del otro vehiculo. Una combinación tan especial, de modelo y color, tenía que ser forzosamente producto de una determinada manera de ver la vida, así que la expectación iba creciendo por momentos. Mateo siempre saboreaba intensamente el momento en el que podía fijarse en la cara del otro conductor, y buscar rápidamente las semejanzas físicas o cualquier detalle que corroborase que el paralelismo existía. Ciertamente, este pequeño juego casi nunca le defraudaba, y encontraba casi siempre caracteres que le recordaban a él mismo, excepto cuando conducía una mujer, situación que inhiba inmediatamente el juego de las resemblanzas.

El Zafira estaba ya lo suficientemente cerca para distinguir que dentro habían 3 o 4 ocupantes, contando al conductor, que por cierto, esta vez era un hombre acompañado de una mujer en el asiento del copiloto.

De repente, una cierta sensación de desasosiego cercenó de raíz la catarata de placer que se disponía a liberar en el acto de satisfacer la expectante curiosidad. Su subconsciente había percibido algo familiar y extraño al mismo tiempo qué no podía explicar con palabras.

Y llegó el ansiado momento, el Zafira perseguidor se puso a la altura del coche de Mateo. Por fin, Mateo pudo girar la cabeza hacia la izquierda para poner punto y final a aquella persecución involuntaria que ya empezaba a resultarle molesta. Cual fue su sorpresa cuando comprobó que el rostro de la mujer que miraba hacia delante a escaso metro y medio de él, totalmente desprevenida, era idéntico al de su propia mujer. Con una fuerte sensación de irrealidad y la adrenalina galopando por sus venas, giró bruscamente la cabeza hacia su derecha sin tener demasiado claro si prefería encontrar a su mujer o el asiento vacío, pero encontró a su mujer que le miraba con cara de extrañeza. ¿Qué estaba pasando aquí? Con los ojos fuera de las órbitas giró de nuevo la cabeza hacía el Zafira alienador, que ya había desplazado su posición relativa respecto al de Mateo aproximadamente un metro, y volvió a mirar. Se encontró la mirada burlona de dos crios, uno de ellos con la nariz pegada al vidrio de la ventanilla y ambos con la particularidad de ser idénticos a sus dos hijos que guerreaban en el asiento trasero de su propio coche.

Aquello no podía ser, no tenía ningún sentido, definitivamente se había quedado dormido al volante en un microsueño que se había alargado más de la cuenta. Así, mientras él intentaba convencer a su enfadado raciocinio, su mirada trazó una diagonal entre los felices ocupantes del vehiculo colateral y pudo contemplar con absoluto pavor como el que conducía el maldito Zafira era él mismo. Se frotó los ojos con una mano como pidiendo más evidencias y entonces, aquel conductor, extraño y propio al mismo tiempo, giró la cabeza enviándole una socarrona sonrisa por el canal diagonal que el mismo Mateo había inaugurado hacía tan sólo unos instantes.

Inmerso en este juego de espejos, Mateo no vio que el tráiler que circulaba a escasos metros por delante frenaba bruscamente y un instante después el ruidoso ajetreo mental de Mateo se había apagado.

Fue algo brusco, como un cortocircuito vital en medio de una crisis de identidad absoluta. El conductor del Zafira rojo, que había adelantado a Mateo hacía aproximadamente un minuto vio como a sus espaldas se levantaba una nube de polvo y humo en medio de la carretera. – Creo que ahí atrás ha habido un accidente-, alcanzó a decirle a su esposa mientras, por prudencia, se volvía a colocar en el carril de la derecha y ponía kilómetros de por medio en dirección a Barcelona.

Cuando llegaron a casa, el hombre se extrañó de que el portamaletas superior luciera perfectamente depositado sobre su soporte en la pared del garaje. Hubiera jurado que en este viaje lo habían usado y lo llevaban repleto de objetos, anclado sobre las barras laterales del techo del coche.

- Bueno, lo habré soñado-, dijo extrañado, y continuó vaciando el coche pero ahora con cierta sensación de extrañeza cósmica.

domingo, 5 de junio de 2011

Campos de niñez


Mediodía en Soria, el sol bate los campos de trigo candeal y el viento levanta una marejada de espigas deseosas de entregar su fruto. Sensuales y aterciopeladas, las espigas ladean la cabeza buscando la complejidad de sus compañeras para crear la ilusión de las olas que llegan a la orilla de su falda.

Ella pisa firme la tierra fértil que la vio nacer, acreditada por esa misma cualidad creadora de vida. Desde pequeña había corrido entre los trigales, y ahora, de mayor, ya no teme ni a los tigres, ni a su tristeza. En aquel retazo de la vieja Castilla se sentía fuerte, protegida por un cielo azul vitalidad que gustaba vestirse con jirones de blanco algodón delicadamente dispuestos sobre el plano del horizonte celestial.

Sin embargo, sabía que era la última vez que pisaba aquellos campos. Intentó retener el perfume del verano, ese ensamblaje floral y maduro que inspiraba candidez, el zumbir de la cigarra, la abeja y el tábano, las idílicas visiones de las doradas colinas ondulantes, las mullidas e improvisadas camas de paja recién segada, el sabor de los higos de aquella higuera que su abuelo dejó crecer en la linde.

Con esta oración silenciosa y meditativa, se despidió de sus amadas raíces y echó a volar fuera del nido, a sabiendas de que un día volvería para dejarse atrapar de nuevo por la experiencia sensorial de los campos de Castilla.