lunes, 30 de agosto de 2010

Resaca estival

Apurando una de las últimas gotas de las vacaciones, me he encontrado con un flashback de mi viaje a Lisboa.

Era ya hora de que un levantino de nacimiento y de madurez caminara hacia el poniente para ver la Península desde el otro lado. Así, he podido recibir el día desde la tierra y despedirlo en el mar, al estilo hippie ibicenco aunque restando algún grado al mercurio.

Ni qué decir tiene que la ciudad de las blancas aceras pixeladas, mezcla de calidez mediterránea y brisa atlántica, me ha encantado. Y como ciudad emocional y emotiva que es, los principales estímulos que me ha brindado pertenecen a ese campo de la mente humana, las emociones que nunca se olvidan. Y en esto, que esta chispa emocional saltó en mi mente viajando yo en uno de los antiguos tranvías que sajan su centro histórico. Casi de reojo, mi retina capturó una composición que me resultó familiar. Se trataba de un borracho sentado en el suelo, la espalda contra la pared, la litrona a su izquierda, la cabeza inclinada hacia la derecha.

Y por qué esta imagen me resultaba tan familiar si no tengo ningún conocido que empine el codo hasta esos extremos. El déjà vu lo desenmascaré en la propia Lisboa, y es que resulta que dos días antes, en el barrio de la Alfama y desdeñando la cola para entrar en el Castelo do Sao Jorge, compré una postal de la serie “Os fotógrafos portugueses: Orlando Batista”. En ella aparecía un paisano muy similar al capturado por mi retina (que no pudo ser capturado por mi cámara debido al feroz movimiento de estos tranvías), sentado en un barril que supuse contenía algún elixir espirituoso, la espalda contra la pared y la cabeza inclinada hacia su derecha. Coronaba la composición una flecha que indicaba que la dirección de Lisboa era la que había empezado a tomar la cabeza del durmiente.

Detrás de la postal se mencionaba que la foto había sido tomada en 1973, en la villa de Sesimbra, y por tanto, hace casi 40 años.

Esta fortuita asociación me llevó a la inevitable comparación de las dos imágenes concluyendo que en lo esencial hemos cambiado poco, es decir, tanto antes como ahora podemos beber hasta agarrar un pedo que nos despoje de nuestra dignidad humana. Sin embargo, en lo supletorio hay algunas diferencias. El vino ha dejado de ser la droga de los borrachos callejeros y ha elevado su estatus a la categoría de obra de arte. La pesada carga callejera ha sido asumida por la sufrida cerveza que se fracciona en dosis individuales contenidas en envases reciclables de vidrio o aluminio. En esto último tampoco hemos ganado mucho porque qué hay más reciclable que un buen tonel de vino que desempeña eficientemente su función durante años.

Además, el borracho de antaño puede usarlo a modo de asiento mientras que el de 2010 cae aún más abajo por su mala vida.

Quizá en el año 2100, otro turista desprevenido de la ciudad del Tajo capture en algún tipo de soporte electrónico la imagen traslúcida de alguien que se desvanece por abusar de algún líquido embriagador de baja calaña y fácil acceso (permítaseme el símil gráfico que aporto más abajo).