martes, 3 de junio de 2014

¿Por qué odio los globos?

Tengo casi 44 años y odio los globos. Sí, esos globos que dan a los niños en sitios como hamburgueserías, centros comerciales, fiestas de cumpleaños, franquicias de restauración variadas, etc... Esos, y aquellos otros flotantes con forma de Bob Esponja, Mickey Mouse o cualquier otro personaje animado.
Mis hijas llegan a casa con su correspondiente globo, que luego tarda una eternidad en deshincharse y se mantiene pululando por las habitaciones durantes largos días, a veces semanas. Vas caminando por casa y se te enrolla entre las piernas, parece que se pega al cuerpo succionado por la corriente de aire que se genera al pasar.
Además, ellas les van insuflando energía vital con pequeños toquecitos para que no caigan al suelo, en un insufrible deambular errático muy semejante al vuelo de un moscardón.
Todavía recuerdo cuando durante la comida en una jornada dominical, una de estas molestas burbujas de aire sobrevoló nuestra mesa del comedor mientras las niñas le hacían guiños y mi mujer y yo nos levantamos simultáneamente, cuchillo en mano al modo pica hielos, con la aviesa intención de cometer un globicidio delante de las niñas. En ese momento, nos miramos y pensamos, ¿te has dado cuenta de que somos dos adultos persiguiendo un globo con un cuchillo a la hora de comer delante de nuestras hijas?
Y si además les dibujas una carita, se transforman ya en casi intocables, ¡son seres vivitos y COLEANDO! Mis hijas han llegado incluso a ponerles nombre y a formar familias con estos engendros de látex.
Qué conste que mi aversión a los globos no tiene un carácter fóbico, es más una cuestión de incordio, y el otro día pensándolo un poco más fríamente, me recordé a mi mismo de niño criando globos y haciendo exactamente lo mismo que hacen mis hijas con ellos. Este pensamiento me contrapuso inmediatamente ante el rígido muro del envejecimiento, un claro síntoma de rigor senectutis (permitidme que use el porte que da el latinajo).
Parece que mi necesidad de orden aumenta con los años, cada vez me resulta más difícil soportar los movimientos aleatorios sin dirección y sin sentido. Esa especie de caos en el que los niños se encuentran tan a gusto, despilfarrando energía a borbotones. Efectivamente, creo que la palabra energía es la clave de la cuestión, cada vez me vuelvo más selectivo con el uso de mi energía vital, la raciono más, lo cual es un claro síntoma de escasez, de agotamiento paulatino de esa energía vital. Me voy transformando en un sistema de menor energía y por tanto, me voy ordenando, encajando con mi entorno, comenzando a caminar, si se quiere ver así, hacia la tierra que me dio la vida.
Se acabaron los fuegos artificiales de la juventud, esa efervescencia que nos hace volar, acercarnos al cielo en un sentimiento de libertad inmaterial en el que casi no somos conscientes de nuestro propio cuerpo. De niños, somos como globos que pululan erráticos por el mundo, sin preocuparnos hacia donde vamos, todo por venir, todo futuro y solamente de vez en cuando intuimos que hay gato encerrado, que hay algo que todavía no nos han contado y que no huele bien.
Nos lo cuentan un poco más tarde, mediante una carga masiva de condicionantes inoculada durante un largo proceso educativo, a través del cual nos arrebatan esa libertad de la inconsciencia. Es como deshinchar un poco el globo para que no vuele tan alto, para que el peso de su pellejo, de su cuerpo, lo obligue a estar con los pies en el suelo, ya plenamente consciente de su naturaleza y de la proyección de su trayectoria.

Entonces, quizá odio los globos porque les tengo envidia, anhelo aquel sentimiento de vivir errático en el que casi tenía permiso para no obedecer las leyes de la naturaleza, hasta el punto de que mi rabia me hace empuñar un cuchillo. Ahora lo sé, puedo contestar la pregunta que me importunaba, tan sólo se trata de la niñez que juega al tú la llevas por los pasillos de mi casa. ¡Sí, yo la llevo y no quiero soltarla!