lunes, 12 de agosto de 2013

El origen del mal


León Tolstoi

En medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. Es más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.
En una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. A falta de otra cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.
-El mal procede del hambre -declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema-. Cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa. Pero, amigos, si durante días no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un momento de descanso. Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre él, ciegamente. Ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme soltar la presa. ¡Cuántos perecemos como víctimas del hambre! No cabe duda de que el hambre es el origen del mal.
El palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.
-Opino que el mal no proviene del hambre, sino del amor. Si viviéramos solos, sin hembras, sobrellevaríamos las penas. Más ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a nuestra compañera que no hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella "¿Habrá comido?", nos preguntamos. "¿Tendrá bastante abrigo?" Y cuando se aleja un poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera. Empezamos a buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red. Y si la compañera desaparece, uno no come ni bebe; no hace más que buscarla y llorar. ¡Cuántos mueren así entre nosotros! Ya ven que todo el mal proviene del amor, y no del hambre.-No; el mal no viene ni del hambre ni del amor -arguyó la serpiente-. El mal viene de la ira. Si viviésemos tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien. Pero, cuando algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos ofusca. Sólo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que encontramos. Entonces, como locos, lanzamos silbidos y nos retorcemos, tratando de morder a alguien. En tales momentos, no se tiene piedad de nadie; mordería uno a su propio padre o a su propia madre; podríamos comernos a nosotros mismos; y el furor acaba por perdernos. Sin duda alguna, todo el mal viene de la ira.
El ciervo no fue de este parecer.
-No; no es de la ira ni del amor ni del hambre de donde procede el mal, sino del miedo. Si fuera posible no sentir miedo, todo marcharía bien. Nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestros cuernos, y la huida nos preserva de los grandes. Pero es imposible no sentir miedo. Apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror. El corazón palpita, como si fuera a salirse del pecho, y echamos a correr. Otras veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una ramita que cae, nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos disparados, tal vez hacia el lugar del peligro. A veces, para esquivar a un perro, vamos a dar con el cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin rumbo y caemos por un precipicio, donde nos espera la muerte. Dormimos preparados para echar a correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de terror. No hay modo de disfrutar de un poco de tranquilidad. De ahí deduzco que el origen del mal está en el miedo.
Finalmente intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:
-No es el hambre, el amor, la ira ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo.

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            Cuando Tolstoi se preguntaba acerca del germen del mal en su cuento titulado “El origen del mal”, apuntaba cuatro posibles causas representadas por otros tantos animales. Un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente indicaban cada uno la causa de sus desgracias, léase el hambre, el amor, la ira y el miedo, respectivamente, y señalaban estos desencadenantes como el origen del mal. Es decir, cada animal situaba la fuente de su malicia en aquello que lo subyugaba, aquello que le dificultaba la vida, que lo dominaba. De esta forma, Tolstoi atribuye la generación del mal a una respuesta del ente racional sometido, como si fuera un acto de rebeldía, es decir, el mal se engendra por aquello que nos somete, que doblega nuestra voluntad. Si intentamos expandir un poco más el alcance de esta afirmación, el argumento de Tolstoi sería como decir que los condicionantes  del medio que nos rodea son “el origen del mal”. Y por si hubiera alguna duda en esta interpretación de las palabras del clásico ruso, el cuento termina señalando a la propia Naturaleza como la causa de todas las maldades.
            Bajo la perspectiva que nos dibuja la interpretación tolstoiana, podríamos concluir que la evolución de los organismos vivos y su capacidad de adaptación al medio es la gran maquinaria de generación del mal. Si un determinado comportamiento aumenta las posibilidades de supervivencia de un ser vivo, ese comportamiento tiende a perpetuarse e incluso podríamos decir que se integra en el ADN de esa especie, no es necesario el cambio. Por el contrario, si el comportamiento de un determinado ser vivo no se encuentra en armonía con su entorno, no es óptimo teniendo en cuenta el binomio ser vivo-entorno, entonces se requiere un cambio, se requiere una adaptación. Y es precisamente en ese mecanismo de adaptación donde Tolstoi sitúa el origen del mal.
            Pero quizá, antes de continuar nuestra búsqueda de las causas primeras del mal, tendríamos que definir que es el mal. ¿Alguien se atreve? ¿Qué necesitaron los cuatro animales del cuento de Tolstoi para señalar la causa de la maldad? Creo que la respuesta es evidente, tener conciencia. ¿Alguien sería capaz de pensar que un cuervo, un palomo, un ciervo, una serpiente o cualquier otro animal saben que es el mal? ¿Verdad que no es posible definir el “mal” si no es en contraposición al concepto de “bien”? Empezamos a intuir que la definición de los conceptos bien y mal está más acotada de lo que parecía en un principio.
            No parece un concepto universal, ni tampoco planetario, ni parece que les importe a las plantas, ni a los animales. A mi me parece que sólo les importa a un tipo concreto de seres vivos, aquellos que tienen conciencia, o sea, al ser humano. ¿Significa esto que podemos relajarnos un poco a la hora de dirimir esta difícil dicotomía? Creo sinceramente que la respuesta es sí.
            Si mi intuición no me engaña, es absolutamente imposible definir el bien independientemente del mal y viceversa, y a su vez ambos conceptos únicamente se materializan a partir del substrato moral, es decir, se requiere atesorar una moral para poder definirlos. Y digo “una” moral para resaltar el carácter artificioso de ese constructo de normas o leyes de convivencia que llamamos moral y que tiene fundamentalmente una finalidad práctica en tanto en cuanto reduce la natural tendencia del ser humano a matarse entre sí.
       Volviendo a la pregunta que intentaba contestar Tolstoi con su cuento, ¿cuál es el origen del mal? Yo le contestaría, y perdón por el atrevimiento, que en la Naturaleza no existe el mal, ni por ende el bien. Y por eso creo que en el fondo Tolstoi tiene razón, ya que cuando el ser humano por causa de la necesidad libera al animal que lleva dentro y deja que la biología tome las riendas, entonces cae en lo que la moral llama “el mal”.

domingo, 11 de agosto de 2013

Caníbal


            Yo siempre fui una persona muy dócil e inocente. No sé por qué el destino me ha llevado hasta este punto de locura, pero sea como fuere necesito descargar mi tormento, o al menos en parte, sobre el sufrido papel blanco capaz de absorber la sangre que he derramado. Ciertamente,  me crié en el seno de una familia temerosa de Dios y respetuosa para con el prójimo. Nunca he sido capaz de albergar ni una brizna de maldad, ni de dar pábulo a la natural perversidad que emana del ser humano. Era tan sencillo e inocente que en la escuela pronto fui señalado como víctima propiciatoria para el abuso y la vejación por parte de los pequeños tiranos incipientes. Me llamaban panoli y otras cosas peores, pero sin embargo, yo nunca cesé en mi forma de ser. En el patio del colegio sacaba provecho del simple gesto de ayudar a los demás y si alguna vez adivinaba una pizca de maldad en mis actos, el remordimiento me destrozaba ferozmente las entrañas y no salía de mi desamparo hasta que se presentaba la ocasión de resarcir mi pecado. Con el tiempo, todo el que se me acercaba sentía una mezcla de compasión y rabia al ver la insolente candidez con la que me paseaba por este mundo.
            No era tonto o retrasado, más al contrario era trabajador y esforzado por lo que fui enriqueciendo mi expediente académico hasta llegar a la universidad. En ese momento pensé que la mejor manera de canalizar aquel torrente desmesurado de bondad hacia el prójimo sería dedicándome a la medicina, y sin embargo, la decisión me costó un poco a causa de un extraño pálpito que intuía cada vez que me imaginaba rodeado de material quirúrgico.
            De esta manera, fue al poco de entrar en la universidad, y estando en clase de anatomía, que crucé la mirada con la de una angustiada chica no muy dada al estudio de las vísceras. Ella llevaba unas grandes gafas de pasta negra y no veía el momento en el que aquella clase, por fin, acabaría. En esa vaporosa atmósfera de formol, nuestras almas entraron inmediatamente en sintonía rodeados de cadáveres al servicio de la ciencia, y pronto empecé a estar interesado en otra perspectiva de la anatomía humana.
            Recién licenciados, formalizamos nuestra unión y fundamos una familia. Ella se especializó en pediatría mientras yo dirigía mis estudios hacia la cirugía mayor. El natural interés de la que fue mi mujer por los niños, pronto la llevó a desear progenie y apenas un año después de nuestro matrimonio empezamos a buscar descendencia.
            Yo, por aquel entonces, me encontraba haciendo la residencia en cirugía y estaba ampliamente expuesto a todo tipo de operaciones en las que mi destreza quirúrgica aumentaba día a día. El caso es que a medida que aumentaba mi habilidad para diseccionar tejidos, venas y arterias fui experimentando una transformación cuyos primeros síntomas tangibles se manifestaron en la experiencia carnal que representa el sexo. El acto sexual me catapultaba a una especie de estado alterado de conciencia que me hacía desear más. Aspiraba a la fusión de nuestros cuerpos, a amalgamar carne con carne, a comerme literalmente a mi pareja.
            Todo aquello me produjo un miedo atroz que me subyugaba cada vez que pensaba en el contacto carnal con mi esposa, y por supuesto, nuestra relación se enrareció. Cuando estaba cerca de ella, no podía dejar de pensar en la delicada textura de su carne deshaciéndose entre mis dientes. El color sonrosado de sus glúteos me atraía sobremanera y al mismo tiempo me horripilaba el hecho de pensar en mi mujer como si de ganado se tratase, imaginando cual sería su despiece más sabroso.
            La atracción carnal me llevó hasta el paroxismo. No podía ni besarla sin imaginarme el punto al dente de sus mejillas o el exquisito sabor de su carne cocinada conforme alguna receta digna de tan preciado manjar. Me imaginaba aquella carne sonrosada lentamente desgarrada entre mis dientes por efecto de la presión de mi mandíbula, liberando un universo de sabores en armonía, el sabor del alma. Qué maravilla poder capturar la esencia de mi amada e incorporarla a mi ser para siempre.
            La situación era insostenible, la sensación de desgarro interior que sentía por culpa de esta malvada inclinación estaba a punto de enviarme al frenopático para siempre. Pensé en ponerme en manos de un facultativo pero el solo hecho de imaginarme en su consulta, recostado sobre el diván, relatando mis perversas ensoñaciones me ruborizaba terriblemente hasta el punto de sentir la pulsión de mi corazón en las sienes. También pensé en el suicidio pero me veía incapaz de alcanzar el grado de valentía que un acto así exige.
            Mi mujer percibía mi sufrimiento, aunque no imaginaba la causa, y cuanto más cariñosa y comprensiva se ponía, mayor era mi furia antropofágica. El torbellino emocional que me sacudía, en el que se mezclaban el asco, la aversión y el pavor junto con el instinto carnívoro criminal, me dejaba completamente exhausto. Qué horror tan inmenso sentía cuando me descubría a mi mismo pensando en como aplicar las técnicas quirúrgicas aprendidas ese mismo día sobre el cuerpo de mi amada.
            Me fui haciendo cada vez más huraño y retraído. No era capaz de mantener un mínimo contacto social por miedo a que mi cara denotase mi deleznable inclinación hacia la carne humana. Dónde había quedado aquel chico dócil e inocente del antaño reciente. Cómo una criatura sin maldad alguna podía haberse convertido en un demonio esclavo de la carne como yo me consideraba. ¿Es posible que el ser humano pueda alcanzar tan alto nivel de depredación para con sus semejantes? Desconsolado tuve que aceptar que todos llevamos un lobo dentro, o quizá una hiena ávida por el olor a sangre, que representa el instinto animal siempre en lucha con milenios de evolución de la conciencia. Por alguna razón que desconozco, yo solté a ese animal que me atormenta mientras sucumbo al deseo literal de la carne.
            Poco a poco fui notando como el instinto depredador iba creciendo en mi al mismo ritmo que desaparecía el remordimiento. En cierto modo fue un alivio pues el tormento causado por lo “inasumible” fue bajando en intensidad. Los días fueron pasando a medida que mi ser recuperaba su luz y el color volvía de nuevo a mi cara. Mi esposa celebraba mi aparente recuperación mientras yo iba retomando poco a poco mis actividades diarias con un renovado interés por la anatomía humana y la ciencia quirúrgica.  Volví a relacionarme con mis amigos que aliviados celebraron mi franca recuperación de aquel trastorno psicológico que había ensombrecido mis últimos meses. Volvía a ser un avezado cirujano con un futuro muy prometedor.

            Todo iba tan bien que decidí celebrarlo en compañía de mi mujer con una cena íntima. —Yo cocino—, le dije por la mañana mientras una sonrisa me cruzaba la cara de oreja a oreja. Durante la mañana, en el hospital, todo el mundo percibió mi recuperada vitalidad y hasta confesé el secreto de mi alegría, —es que esta noche tengo una cena romántica… para uno.