José Requena Carmona, cabrero
de aquella serranía, vivía en una humilde casona toda pintada de blanco en lo
más profundo del monte.
Aquella mañana, había tenido un
extraño presentimiento cuando se levantó al alba para ir a pasturar al rebaño,
un presentimiento funesto que él achacó a la copiosa cena de la noche anterior.
El día despuntaba gris y frio y no invitaba a echarse al monte pero la dura
vida de pastor no permite quedarse en cama cuando el día sale feo, así que,
abrió la puerta del corral y dejó salir al rebaño que enseguida estuvo agrupado
con la ayuda de su fiel perro Sultán.
Comenzaron a caminar hacia el
pantano del Tranco porque en sus orillas siempre había pastos verdes que hacían
las delicias de las cabras. La zona desprendía cierto aire melancólico
propiciado por aquellos pueblos fantasma que habían sido engullidos por el
pantano. De tanto en tanto, cuando la sequía apretaba, todavía se levantaban
por sus fueros las antiguas y sencillas casas de las pedanías sumergidas que
parecían querer salir del agua para ir a pedir cuentas al artífice de aquel
atropello. En algún punto de camino al pantano todavía se podía leer la señal
que indicaba la proximidad de Vega de los Hornos, una de las aldeas borradas
del mapa por la aguas del pantano. Todo ello hacía que aquella zona de la
sierra de Cazorla, en la provincia de Jaén, pareciera como olvidada de la mano
de Dios, una serranía maldita sin un alma en muchos kilómetros a la redonda tan
solo transitada por cabreros y valientes cazadores. Por supuesto, una tierra
así había dado pie a muchas leyendas, contadas por los pastores a la luz de la
lumbre en las noches frías. En fin, una tierra dura que parecía haber abandonado
ese toque sagrado con el que la Naturaleza bendice sus creaciones.
José no pudo deshacerse de
aquella sensación, con la que se había levantado, en todo el día. Sentía un
cierto pesar que acompañaba el paso lento de las horas de aquella mañana
plomiza, ya bien entrado el otoño. Para almorzar se sentó al pie de un algarrobo
seco pues no buscaba sombra sino más bien un cierto cobijo que le protegiera
las espaldas. Sacó su zurrón y comenzó a comer mientras contemplaba inapetente
el rebaño, que curiosamente se mantenía más agrupado que de costumbre. Sultán
se aburría ante la escasez de trabajo y había decidido echarse al lado del
pastor con actitud recelosa, atento al vuelo de una mosca.
A eso de las 4 de la tarde, el
color gris del cielo se intensificó y José vio con claridad cómo se fraguaba la
tormenta. Sin saber muy bien porque el corazón le dio un vuelco cuando ordenó a
su fiel perro recoger al rebaño para tomar el camino de vuelta. Su estado
fisiológico le enfadó un poco, un pastor tan experimentado como él no debía
asustarse por cuatro truenos. No tuvo demasiado tiempo para la autocrítica ya
que rápidamente comenzó a llover copiosamente y las labores de conducción del
rebaño absorbieron toda su atención.
Al cabo de unos minutos de
caminar a paso ligero por entre los collados que delimitaban la zona del
pantano, le pareció oír los balidos de una de las cabritas de pocos días que
llevaba en el rebaño. Encomendó a su perro Sultán la responsabilidad de
continuar conduciendo el rebaño hacia casa mientras él retrocedía sobre sus
pasos unas decenas de metros en busca de aquellos balidos lastimosos. A la vera
del camino, cerca de unos zarzales, vio a una cabrita que parecía tener la pata
lastimada o atrapada en el entramado de ramas. Corrió veloz a liberarla y la
introdujo en un saco que llevaba atado a la cintura. Una vez rescatado el
animalito se la echó a la espalda y apretó el paso en busca de su rebaño y su
perro que se encontraban más o menos a un kilómetro.
Requena alcanzó al rebaño y
juntos fueron bajando hacia el viejo cortijo bajo una lluvia cada vez más
espesa. A pesar de que no era tarde, la luz era cada vez más escasa, como
filtrada por el manto acuoso, y un sentimiento de irrealidad se iba apoderando
poco a poco de los sentidos del apremiado pastor. José cogía el saco con las
dos manos sobre su espalda pero le daba la impresión de tener que emplear cada
vez más fuerza a medida que avanzaba por el sinuoso camino. En un primer
momento, no quiso darle mayor importancia, cegado por la idea de llegar a casa
cuanto antes. Pensaba que era normal que al empaparse el saco, pesase cada vez
más y además el cansancio iba haciendo mella en su ánimo y en su fuerza. Sin
embargo, al pasar entre los dos fresnos que configuraban una especie de puerta
natural hacia la pradera desde la que ya se veía la casona, la campana de
irrealidad se hizo tan patente que el extenuado José no tuvo más remedio que
parar y depositar el saco en el suelo con la intención de revisar su contenido.
Un tenue resplandor rojizo
iluminaba el interior del saco y José dio dos pasos hacia atrás. La cabeza de un
macho cabrío buscó la boca del saco que continuó deslizándose para dar paso al
cuerpo enhiesto del chivo. Un leve humillo azufrado salía por sus fosas nasales
y sus ojos eran pequeños tizones incandescentes. Cuando acabó de erguirse
delante del petrificado pastor, rampante y con la mirada maliciosa, le
preguntó,
¾¿peso,
Requena?
Relato
basado en la Leyenda del Cortijo de las Ánimas o Leyenda de Requena, que se
cuenta en tierras jienenses por los montes de la Sierra de Cazorla en las
inmediaciones del pantano del Tranco.
2 comentarios:
Joan,
Los finales de tus relatos son, a mi modo de ver, la marca inconfundible de la casa. Principalmente por su carácter abierto, sin definición, permitiendo que el lector deje volar su imaginación después del punto final de la narración. Como te mueves como pez en el agua en narraciones afines al misterio y al suspense, el final abierto añade un plus al desasosiego al que sometes al lector (que también sucede en textos sobre amoríos, pero menos).
Pero es que hay algo más, y es el punto de surrealismo que envuelve tus desenlaces literarios. Que al macho cabrío que surge del saco se le ocurra mencionar su peso como primera declaración hacia su ignorante porteador es algo que escapa a la mayoría de autores, los cuales muy probablemente se decantarían por finales mucho más apocalípticos. Hay un punto de socarronería en las palabras del animal que han hecho las delicias de un servidor, el factor sorpresa que deja un excelente sabor de boca en los ávidos lectores de suspense. A mi modo de ver, esta guinda al pastel se ha convertido en un hecho característico de tus textos, proporcionándoles un atractivo incuestionable. Que sigamos disfrutando de ellos.
Un abrazo,
Lluís
El macho ya estiraba el cuello ya
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