jueves, 16 de mayo de 2013

El Yayo (reflexiones sobre la tercera edad)



           El yayo no siempre fue mayor. Hubo una época en la que correteaba como vosotras por la casa, y pasaba la mayor parte del tiempo en la playa, entre redes, boyas, aparejos de pesca y barcas varadas en la orilla. Su madre remendaba las ajadas redes mientras los maridos bregaban con ellas mar adentro, y él saboreaba sin prisa una vida en potencia, un futuro todo porvenir. En aquellos tiempos de posguerra, ataban en corto la libertad que naturalmente emana de la inocencia infantil y pronto tuvo que contribuir a la economía familiar, él y su hermano mayor que en paz descanse. Por esta razón, tuvo una infancia corta, la necesidad apremiaba y pronto anduvo en busca de algún pescado que echarse a la boca. A pesar de la depresión de posguerra, los chicos se divertían sanamente en pandilla, y hasta completaban su exigua dieta con alguna fruta recién cogida, de esa que se escondía tras las tapias. Qué dulce sabía la fruta, sobre todo si era robada. En definitiva, las circunstancias le obligaban a crecer rápido y quizá por eso, ahora ya no recuerda que es ser niño. El niño que un día fue quedó varado al lado de una barca, con la espalda apoyada en la cuarteada quilla y las manos llenas de los cortes y aguijonazos con los que la mar defiende a sus criaturas. Aquel niño de salitre seguro que le espera en algún lugar del camino para regalarle de nuevo su inocencia en el viaje hacia las estrellas. Pero ahora el niño se ha perdido y el yayo ya no se acuerda de él, ni siquiera vosotras sois capaces de hacerle memoria, ni siquiera vosotras podéis oír la cándida voz de aquel niño que quiere jugar de nuevo. Así que, el yayo ahora os mira y se pregunta asombrado como sacaremos de ahí a dos mujeres hechas y derechas. El acertijo se le escapa y resuelve que la educación de hoy en día ya no es como la de antes y que él ya no entiende nada. Los padres, que son sus hijos, han tomado un camino que no aparece en sus mapas, un camino lleno de estímulos e incentivos que están más allá del tener algo que llevarse a la boca y que a él le parece que falla en lo primordial, los valores humanos.
            Así que, el yayo se hizo mayor pronto. A corta edad entregó ya su primer sueldo a la madre, ganado con el sudor inexperto y tambaleante de un niño a bordo de un llaüt faenando en cabotaje a pocos kilómetros de la costa. Todas las piezas encajaban, el puzzle era sencillo, un hombre, dos manos y la firme voluntad de arrimar el hombro para no alejarse de lo moralmente aceptable y económicamente necesario.
            Así, fue ahorrando en dinero y en amores hasta que estuvo preparado para formar una familia. Eran años de ilusión, de recuperación económica, de crecimiento, en los que la nariz quedó saturada de ese olor marinero que resulta de la amalgama de la gasolina con el salitre húmedo que emana del mar y de los restos del pescado, e impregna la ropa, los cabos y las lonas. El paso se hizo firme sobre la cubierta de las barcas y los brazos se rompieron de descargar tantas cajas de pescado sobre el muelle.
            De ese esfuerzo y de ese amor, nació una niña cuyo padre pertenecía al mar. Y con los años, la humedad, el salitre y el rumor de las olas fueron doblegando su voluntad y su cuerpo hasta relegarlo a la sala de máquinas, no más pescado, sólo motores. La sala de máquinas con el continuo ronroneo de los motores se convirtió en el purgatorio del pecado del hombre. La última estación antes de la dorada jubilación.
            Se jubiló joven, los marineros se lo merecen, tenía 55 años. Toda una vida confinado a no más de 20 metros de suelo que pisar, a no dormir más de 4 horas seguidas, expuesto a la acción corrosiva y al mismo tiempo saludable del mar y, en definitiva, a no distinguir entre la vida y el trabajo. Tenía todavía mucha vida por delante, no más viajes al reino de Neptuno, no más batallas contra el mar, no más razias en el hogar de los seres del lomo de plata. Había llegado el momento de congraciarse con el mar, lar de vida y de sufrimiento, había llegado el momento de comenzar una nueva vida. ¿Podemos considerar ese momento como el comienzo de la tercera edad?, ¿qué es la tercera edad?
            Podríamos definirla como la etapa del abandono de la lucha en la que sólo quedan fuerzas para dejarse caer por el tobogán que nos llevará irremisiblemente a la antesala de la muerte. Pero en qué consiste morirse. Atendiendo al proceso natural, me doy cuenta de que la respuesta se la inventa cada persona. Hay personas que no quieren dejar de vivir y con esta actitud de apego a la vida, apuran hasta el último segundo de su existencia. Sin embargo, otras desean la muerte, o al menos la aceptan como la mejor salida al proceso de decrepitud que experimentan cada día. Así es el yayo. Nunca se le ha hecho tarde para nada y la muerte no iba a ser una excepción, Dios no tendrá que esperarle, y de hecho, tiene ya las maletas preparadas a la puerta de casa. Sólo ha de esperar un poco más, aguantar con dignidad el desgaste de la vida como lo ha hecho siempre y más pronto que tarde, recibirá la llamada que ansía.
            Desde hace un tiempo parece que el yayo va desdibujándose con el paso de los meses, parece que todo su ser vaya perdiendo entidad, presencia. Cuando estás con él a solas en una habitación, notas que casi estás solo, que esa persona ya ha empezado su viaje y solo ha dejado aquí unas cuantas pertenencias que pasará a recoger otro día. Es curioso comprobar como el proceso de la muerte empieza mucho antes del día del deceso, siempre refiriéndome al proceso natural. El ánima parece encoger, como si ya no rellenara todo el cuerpo, como si el cuerpo le viniera grande y entonces, aparecen las arrugas, como le sucede a un traje que es dos tallas más grande que la nuestra.
            Qué diferencia con la imagen de hace unos años, cuando su mera presencia llenaba toda la habitación. Porque es cierto, que allá donde se encuentran, las personas despiden un halo de vitalidad, de energía, de procesos biológicos en funcionamiento que literalmente llena el espacio circundante. La textura del entorno se estremece cuando pasa una persona y se impregna de su alegría o de su tristeza. En estos casos de juvenil vitalidad sucede lo contrario a lo que ahora experimenta el yayo, el ánima es tan grande que escapa del cuerpo, no cabe y se esparce en unos cuantos metros a la redonda.
            El yayo siempre tiene frío, la caldera que alimenta la vida languidece, ya sólo queda un ascua que titila sosteniendo la senectud insolente. Su mirada transmite la tremenda soledad con la que se acerca al paso, ese paso que el individuo debe dar solo, rompiendo todo atisbo de ligadura con este mundo y reivindicando su singularidad por última vez antes de fusionarse con el todo universal.
            Decidle buenas noches al yayo, porque un día, la noche se hará eterna y él alcanzará por fin el merecido descanso junto al niño de salitre.

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Dedicado con cariño a Pedro