jueves, 29 de octubre de 2009

¿Cuánto vale un saco de patatas?


Vuelvo de nuevo a insistir en el tema de la economía mundial. Y en esta ocasión me gustaría resaltar la perversidad de este juego que llamamos economía y que es algo más que comprar y vender cosas.

En mi entrada anterior, ya pedí disculpas a los economistas por profanar la materia de su devoción pero debo confesar que le estoy cogiendo el gustillo.

Para mí, el vocablo economía cobra su sentido del vocablo intercambio, las cosas muestran su valor, en tanto en cuanto, son intercambiadas entre personas. ¿Vale lo mismo un saco de patatas para el rico que para el indigente hambriento? He utilizado la expresión “muestran su valor” porque su valor no es algo intrínseco a ellas que pueda ser indicado como cualidad, sino que es algo cambiante que se manifiesta cuando se produce la transacción. Y no digamos cuando consideramos la introducción del dinero como contrato de compra-venta. Y dando un paso más hacia la subjetividad, el dinero dejó de estar respaldado por algo físico y de valor tangible (el oro, metal precioso y preciado por su escasez) y fue entonces cuando construimos al gran castillo de naipes de la avaricia, la codicia y la desigualdad. Porque no nos engañemos, la economía mundial se basa en eso precisamente, en que un saco de patatas no vale lo mismo para un rico que para un indigente hambriento.

Es decir, la palabra economía es, stricto sensu, equivalente a desigualdad.

Analicemos por un momento como aumentamos nuestra riqueza cada uno de nosotros. Yo compro algo material, pongamos un piso que tiene un precio en un determinado contexto socio-económico, lo guardo durante un tiempo y a continuación lo vendo bajo otras condiciones socio-económicas más favorables que hacen aumentar su precio. Al venderlo, yo me enriquezco y el que lo compra se empobrece. Yo, avalado por el sistema, he abusado del comprador. Pongamos otro ejemplo. Una empresa tiene dificultades para salir adelante y por esta razón vende muy barato su producto para así aumentar las ventas. Al comprar, yo me enriquezco y la empresa se empobrece. Con esta transacción vuelvo a incrementar la desigualdad.

Asimismo, también reconozco que hay multitud de ocasiones en que mi riqueza ni crece, ni mengua al hacer operaciones económicas. Pero donde está la perversidad del juego, pues en que siempre que alguien se enriquece es indefectiblemente a costa de que alguien se empobrezca. Así que no nos engañemos, en este juego de relatividades existen pobres porque hay ricos y viceversa.

Luego, algunos ricos intentan expiar sus pecados, que saben que los tienen, dando a los pobres algo de la calderilla que les sobra.

lunes, 26 de octubre de 2009

El señorito satisfecho


Desde que formo parte del sistema productivo, he observado que con cierta frecuencia sufro brotes anarco-utópicos que me hacen preguntarme el porqué de nuestra sociedad productivo-consumista.

En un devaneo imaginario, se me hacen posibles los fines de semana de 3 días o que todo el mundo trabajara de 8 a 15 horas. Pero, ¿cómo es esto posible? Pues por pura extrapolación humanitaria. Por ejemplo, mi abuelo o incluso mi padre trabajaban los sábados como un día más de la semana laboral, y fueron los modernos logros del trabajador, los que por compasión humana nos permitieron disfrutar de fines de semana de 2 días (las famosas 40 horas semanales). En Francia, a punto estuvieron de conseguir la reducción a 35 horas semanales, es decir, que si quito 3 horas más (o pongamos que fuerzo la máquina un poco) ya tenemos fines de semana de 3 días.

Existe, por tanto, una arbitrariedad a la hora de fijar el calendario laboral, o lo que es lo mismo, las exigencias productivas del sistema. Es fácil percibir que debe haber un equilibrio entre lo que debo producir y lo que quiero consumir. Cuanto más quiero, más debo esforzarme (productor y consumidor), más debo forzar la máquina del sistema.

Qué me perdonen los economistas pero a mi esto de la economía siempre me ha parecido algo artificial, como un juego –el monopoli, ¿quizás?-.

Y es precisamente en esta subjetividad que percibo en el sistema económico mundial donde prende mi candorosa idea de los trinos fines de semana.

¿Por qué no podemos bajar las revoluciones del motor de la economía mundial, en aras de una mayor calidad de vida? Tan sólo se trataría de bajar hasta un nuevo escalón de equilibrio deseo-producción.

Ya os imagináis donde termina esta historia. El balance último se encuentra en rebajar nuestro deseo hasta lo estrictamente necesario para vivir. En esta situación desaparecería el concepto de fin de semana porque las semanas no tendrían ni principio ni fin, donde el hombre trabajaría para vivir.

Una vez que nos hemos despojado del sofisticado traje de la economía mundial y observamos al hombre en su lucha diaria por subsistir, podemos hacernos nuevas preguntas.

¿Favorece la sobra de medios a la vida?, ¿es mejor la vida de un aristócrata heredero?, ¿crece y vive mejor aquel que nace en un entorno de abundancia y prerrogativas?

Mi sincera respuesta es no. Y es la misma respuesta que Ortega da en su libro La Rebelión de las Masas. Para mi, toda vida es lucha y se compone del esfuerzo por ser sí misma. Las dificultades con que tropiezo para realizar mi vida son precisamente las que le dan sentido.

Desde mi punto de vista, el ser humano sólo crece ante la dificultad, en caso contrario degenera, se vuelve amorfo y sin sentido.

Ahora entiendo la vida monacal de aquellos monjes que se encierran en un monasterio, no sólo para orar, sino para reproducir así, a escala de laboratorio, la dicotomía esfuerzo-crecimiento.

Por esta razón me apeno, cuando veo al hombre de clase media de hoy en día comportarse como un señorito satisfecho. Tiene la errónea impresión de que la vida es esencialmente fácil, y se reafirma a si mismo tal cual es, dando por bueno y completo su haber moral e intelectual y descartando, desde mi punto de vista, toda posibilidad de crecimiento.

lunes, 19 de octubre de 2009

Etiquetas


De nuevo me acerco a esta ventana para recabar vuestra atención sobre un tema que siempre me ha parecido tremendamente pernicioso para el crecimiento personal. Sé que lo que aquí voy a señalar debe estar ultradescrito en los manuales de psicología pero como siempre os hablo en primera persona, depositando en esta reflexión, únicamente, el producto de mi experiencia personal. Se trata de la maldita, y aparentemente inevitable, tendencia del ser humano a etiquetar todo lo que nos rodea. Y esta tendencia es especialmente insalubre cuando lo que etiquetamos son personas.

Pero pongamos las cartas sobre la mesa –boca arriba- y veamos las mil formas que presenta este maligno vicio.

Ya en el mismo momento del parto, a veces incluso antes, empieza el ser humano a ser adjetivado. “Este niño es perezoso, no quiere salir al mundo”, “como puede ser tan rubio si los padres sois morenos”, “este niño es un tragón, o muy llorón, o muy movido”.

Conforme vamos creciendo, vamos recibiendo una avalancha de nuevos adjetivos que intentan clasificarnos, encasillarnos y por ende, predecir nuestro futuro, nuestras posibilidades de éxito. “Es muy precoz para su edad”, “a este niño le cuesta integrarse”, “es muy disperso”, “es gordo o flaco”, “es un cuatro ojos”, “este niño es un miedica”.

Vamos creciendo y nos convertimos en adolescentes y entonces nos llaman “ligones”, “empollones”, “pelotas”, “tímidos”, “deportistas”, “apocados”….

Cuando formamos una familia y conseguimos un trabajo pasamos a ser “intransigentes”, “permisivos”, “chistosos”, “plastas”, “más pelotas todavía”, “borrachos”, “vividores”, “acosadores”, “víctimas”, “déspotas”, “violentos”, “fracasados”…

Cuando nos encaminamos hacia la tercera edad ya somos “chochos”, “caducos”, “retrógrados”, “más intransigentes”, “o simplemente viejos o somos como niños”, “impacientes” o “locos”.

Y lo que ya es la depravación de esta actitud clasificadora se produce cuando etiquetamos en base a prejuicios, sin conocer bien a la persona y haciendo alarde de un comportamiento defensivo y cobarde de considerable magnitud.

No me quiero dejar en el tintero una forma de etiquetar muy ibérica, que venimos practicando por estos lares desde tiempos ancestrales. Se trata de los “motes”. Esta es una de las formas más perversas de encasillamiento pues la característica etiquetada se arrastra a lo largo de generaciones, se etiqueta toda una estirpe. Si el bisabuelo mató una mula por exceso de carga, los bisnietos siguen siendo “los matamulas” 100 años más tarde. Cosas de la España rural.

Como veis el repertorio es prácticamente infinito.

¿Por qué estas expresiones son algo negativo, incluso aunque se trate de una alabanza? Pues la respuesta brilla con fuerza en todas ellas, se trata del verbo “es”. Yo creo que la malignidad de las etiquetas radica precisamente ahí, en esa connotación permanente que asignamos al sujeto adjetivado, condenándolo a arrastrar la pesada carga de su condición (etiqueta) el resto de su vida y dando por sentado la imposibilidad de cambio, tanto a mejor como a peor. Aquella persona ya queda encasillada y si por un casual hiciera algo discordante con su etiqueta grabada a fuego, nos sentiríamos muy desconcertados y hasta defraudados. Es entonces cuando decimos “perdona pero no te conozco”, “ya no eres tú”, ¿qué te ha pasado?”, “contigo no sé a que atenerme” y así recriminamos al clasificado su osadía de romper su cliché. ¿Cómo se atreve a desestabilizarnos de esa manera?, ¿este de que va?

Y por otro lado, es curiosa la docilidad con la que los seres humanos aceptamos nuestras etiquetas, cual letra escarlata. Cuando un niño es consciente de su etiqueta, su comportamiento tiende a alinearse totalmente con esta característica atribuida. Pero es que con los adultos pasa lo mismo, cuantas veces hacemos cosas para no desacreditar nuestra reputación. Al final, debido a la presión por mantener el status en el que fuimos clasificados y no bajar un escalón en la escala de consideración social, nos convertimos en esclavos de nosotros mismos e invertimos un tremendo esfuerzo en cosas que carecen ya de sentido para nosotros.

Volviendo a la raíz del problema, la palabra “es” representa la visión estática que tenemos de la vida, no somos capaces de aceptar un proceso dinámico porque nos da vértigo y nos causa inseguridad. El día en que cambiemos “ser” por “estar”, ya no necesitaremos etiquetas porque habremos entendido la transitoriedad de la vida, la transmutación de las personas y las cosas.

El ser humano debe aprender a respetarse a si mismo, contemplando y aceptando el derecho de crecimiento, de evolución, de adaptación constante. Por qué no hacemos el esfuerzo de respetar el producto de nuestra lucha diaria que no es otro que el cambio. ¡Empecemos por abandonar las etiquetas!

sábado, 10 de octubre de 2009

La sociedad anti-Darwing


Primero de todo, quisiera pedir perdón por haber usado un título tan sensacionalista con objeto de atraer la lectura de este post. Supongo que todos los escribientes, que no escritores, caemos con cierta frecuencia en este vicio.

Entrando ya en materia, ya os aviso que esta reflexión va a presentar un gran desequilibrio temporal, comparando periodos que son incomparables.

La cuestión que ha atraído mi interés es el hecho de que la Naturaleza por un lado y el ser humano por el otro, actúan en direcciones opuestas a la hora de promover la perdurabilidad de la vida sobre el planeta.

La Naturaleza, durante millones de años, ha usado la aniquilación, la eliminación como elemento depurativo, adaptativo y revitalizador para sostener la vida en el planeta. Por el contrario, el hombre desde hace unos pocos cientos de años se dedica a combatir ese modus operandi natural, prolongando, cuidando y alargando la vida, a veces muy artificialmente, de los individuos enfermos. Si fuéramos capaces de extrapolar este comportamiento durante unos cuantos miles de años, creo sin lugar a dudas que asistiríamos a lo que podemos llamar envenenamiento genético puesto que nos hemos dedicado a contrarrestar sistemáticamente el efecto depurativo de la Naturaleza. Los individuos insanos son capaces de tener hijos que arrastran la carga genética insana, o dicho de otra manera, no adaptada al medio presente y esto multiplicado por cientos de generaciones conduce a una franca degradación de la especie.

Pero es que la Naturaleza no entiende de derechos humanos, ni de tragedias familiares, ni de injusticias, ni de realizaciones espirituales…

De hecho, algunas mentes audaces empiezan a ver como un problema futuro, la inmortalidad del ser humano. Es fácil imaginar que si en el futuro, no muy lejano, fuéramos capaces de diferenciar cualquier tipo de tejido a partir de células madre, podríamos ir reparando todos los órganos a medida que fueran fallando o incluso, facilitar una regeneración celular integral que haría insostenible el estilo de vida humano, al menos, como ahora lo conocemos.

¿Cuál es el mecanismo de supervivencia más adecuado? El utilizado por la Naturaleza durante millones de años o el producto de nuestro intelecto. Creo que esta pregunta no tiene respuesta tal y conforme está planteada. Por un lado, la selección natural no se ocupa de la supervivencia de una especie en particular sino de la pervivencia de la vida en un determinado entorno, por otro lado, la acción humana puede considerarse integrada en un todo muy superior que no dejaría de seguir la leyes postuladas por Darwing.

Finalmente, creo que lo que hagan los humanos no deja de ser un divertimento dentro del enorme festival de la Naturaleza.