jueves, 26 de marzo de 2015

Limited


Carl Sandburg (1878–1967).  Chicago Poems.  1916. Limited

I am riding on a limited express, one of the crack trains of the nation.   
Hurtling across the prairie into blue haze and dark airgo fifteen all-steel coaches holding a thousand people.          
(All the coaches shall be scrap and rust and all the men and women laughing in the diners and sleepers shall pass to ashes.)           
I ask a man in the smoker where he is going and he answers: “Omaha.”

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Voy en un limited express, uno de los mejores trenes del país.
A toda velocidad por la llanura al corazón de la neblina azul y la negrura
van quince vagones todos de acero con un millar de pasajeros dentro.
(Todos los vagones serán chatarra y herrumbre y todos los hombres
y mujeres que ríen en el coche restaurante se convertirán en cenizas).
Pregunto a un hombre del vagón de fumadores adónde se dirige y él
responde: “A Omaha”

Su padre era ferroviario cuando los trenes todavía funcionaban a vapor. Carl Sandburg nos regala esta afilada reflexión sobre el destino de las cosas y las personas, y la ilusión de la vida.

Así vivimos la vida la mayoría de la gente, creyendo que vamos a Omaha.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Las edades de Lulú


A la puerta de mi habitación los enfermeros dirimían sobre la distribución de la cena.
Me di cuenta de que la vertiente filosófica de su mundana conversación era de hecho mucho más profunda y suponía una radiografía de las edades del hombre. En un hospital todo te pone en tu sitio, hasta la comida.
Habitación 48 – BASE
Habitación 50 – FIBRA
Habitación 52 – BAJA EN SAL
Habitación 54 – PURÉ

Por cierto, la mía era la 50.

Un hipocondriaco en el hospital


¿Qué es un hospital para un hipocondríaco? Pues esencialmente es un gran catálogo de enfermedades y amenazantes dolencias a disposición del auto asustado sujeto.
Y es que, en un hospital siempre hay alguien peor que tú, mostrándote en carne viva la senda de un posible empeoramiento.
Lo primero que sientes en un hospital es que ya no eres una persona sino un paciente que lo mejor que puede hacer es callar y sufrir. Se te administran toda clase de tratamientos y sólo de vez en cuando (desde el punto de vista de un hipocondríaco) alguna enfermera caritativa te pregunta cómo estás. En esta tesitura, o debería decir trance, el cerebro hipocondríaco empieza a cocer a fuego lento las peores amenazas hasta que se  hace audible un silbido como el de las ollas a presión o las teteras que se calientan al fuego. Este refrito empieza a brotar en forma de espumarajos por la boca, en un ahogado balbuceo de improperios e hipótesis médicas a medio tejer. La verborrea sanitario-apocalíptica suele cesar cuando aparece el médico por la habitación, momento en que el hipocondríaco se debate entre preguntar al médico todas sus dudas o esconder la cabeza bajo el ala, por aquello de que es mejor no saber. El bálsamo ocasionado por la presencia del médico suele durar poco, especialmente si hay algún cambio en las constantes vitales.
Por mucho que intentes hacerte el descuidado cuando te toman la tensión, o miran la fiebre, antes o después aparece la máxima del hipocondríaco, según la cual “TODO PARÁMETRO MEDIBLE ES SUSCEPTIBLE DE IR A PEOR”. Esto me pasó con la fiebre que acabé tomándome compulsivamente cada hora y con la tensión, que se me metió en la cabeza que era demasiado baja. Recuerdo un día que me tomaron el nivel de glucosa en sangre y dijeron “82, bien”. Menos mal que no volvieron a tomármelo porque una vez con el punto de corte en mis manos cualquier desviación sustancial hacia arriba o hacia abajo hubiera sido considerada como el signo inequívoco del acercamiento de la Parca.
Un hipocondríaco debería tener pautado el ocultamiento eficaz de sus signos y constantes vitales para evitar caer en los vórtices numéricos de la preocupación. Diríamos en este caso, que el efecto placebo, o mentira piadosa tiene un potentísimo efecto terapéutico que los médicos no deberían desdeñar. Cuando mi médico se sentía acosado por mis preguntas, yo llegué a espetarle, “una palabra tuya bastará para sanarme”. ¡El verbo hecho medicina!
Haciendo un poco de auto crítica, creo que el hipocondríaco considera su cuerpo como algo que le puede joder la vida de un momento a otro, la clásica desconexión cuerpo-mente. De pequeño, yo lo era mucho pero creo que mi hipocondría se va curando con el paso de los años, claro síntoma de aceptación integral.

viernes, 6 de marzo de 2015

El hombre antinatural


¿Habéis oído alguna vez los sonidos que emite un cerdo al ser sacrificado?
Si nos preguntamos acerca del origen del hombre civilizado, casi todos lo situaríamos hace aproximadamente unos 10.000 años, allá por el periodo neolítico. Justo en ese ya lejano tiempo, y a la vez corto en términos de historia natural, se produjo un punto de inflexión en el desarrollo de la humanidad. El hombre pasó de ser cazador, pescador y recolector a productor. Pasó de ser nómada, siempre en busca de nuevos territorios y nuevos recursos, a ser sedentario estableciéndose en un lugar fijo. Esta voltereta evolutiva fue acompañada del descubrimiento de la agricultura y la ganadería que permitieron alejar un poco más allá la premura por cubrir las necesidades básicas desde las próximas horas hasta los próximos meses.
Hasta aquí todo parece tener un sentido bondadoso, somos la especie más inteligente del planeta, tenemos unas necesidades para asegurar nuestra propia supervivencia y por tanto, parece normal que aprovechemos todos los recursos a nuestro alcance con ese fin.
Sin embargo, si cambiamos nuestro punto de vista, y empatizamos un poco con nuestro entorno y con los otros seres vivos que habitan el planeta, nos encontramos rasgos en nuestro comportamiento que no son precisamente bondadosos.
Cómo podríamos explicar lo que pasó en el neolítico con otras palabras que desvelen más claramente nuestras intenciones y la cualidad de nuestros actos. Haré un intento en pos de desenmascarar a un villano.
Lo que hicimos en el neolítico fue transformar la Naturaleza en un bien de consumo, es decir, pasó de ser nuestra madre a ser nuestra sirvienta. Con el advenimiento de la agricultura y la ganadería dejamos de considerar a los demás seres vivos como iguales a nosotros y pasamos a sentirnos superiores, dioses propietarios de la madre Tierra que nos había dado la vida. Hay un agravio muy hondo en esta forma de actuar del hombre que lo reduce todo al sentido de propiedad material. La Naturaleza es desde entonces un bien material que se puede poseer y con el que se puede comerciar. A ningún nómada se le hubiera ocurrido vender un trozo de desierto a otra persona pero nuestra civilización, y nuestra economía, está basada precisamente en eso, en la propiedad material de los recursos naturales.
De esta manera, hemos convertido la vida y la muerte en algo industrial ya ni siquiera regido por las necesidades reales de alimentarse sino más bien gobernadas por las banalidades de la economía de mercado. El planeta Tierra, con todo incluido, es decir, mares, bosques, montañas, animales, plantas, cielos, etc… es un gran mercado, todo se puede vender o comprar.
La sensación de culpabilidad fue tan grande que en aquel mismo punto del tiempo neolítico fue necesario inventar la religión para poder expiar nuestros pecados y administrarnos la penitencia en pequeñas dosis. La religión también intentó, con mayor o menor acierto, poner cierto freno al ramalazo depredador que surgió en el neolítico porque desde la nueva posición del hombre, se podía vislumbrar cual sería el siguiente paso en aquella osadía, “por qué no considerar al propio hombre como un bien de consumo con el que se puede comerciar”. Es decir, por qué no diferenciar varias categorías de hombres, unos serían amos y señores y otros serían hombres-objeto, es decir, esclavos.
Así que desde entonces, jugamos a ser dios y nos hemos empecinado soberanamente en automarginarnos y autoexcluirnos de la Naturaleza que nos creó y que nos sigue rodeando. La concepción del hombre moderno se basa en considerarse a sí mismo como un ser externo al medio natural, por un  lado está el hombre y por el otro la Naturaleza que intentamos dominar, y así nos va.

Terminaré diciendo que a pesar de tanto vilipendio, aún hoy día, la Naturaleza nos recuerda de vez en cuando que no somos más que un animalillo asustado, exactamente igual que un corderito antes de ser sacrificado.