domingo, 28 de febrero de 2010

Los dos hermanos

Hay un cuento egipcio muy antiguo, probablemente el más antiguo de la historia, encontrado en el papiro D’Orbiney que data del año 1250 A.C., y que relata la historia de dos hermanos. Este tema central ha sido recogido por muchos autores a lo largo de la historia y de hecho, algunos estudios hablan de más de 770 versiones diferentes, entre las que se encuentra la de los hermanos Grimm y la de H.C. Andersen.

En el cuento egipcio, al igual que en su numerosa familia de descendientes, los dos personajes simbolizan aspectos opuestos de nuestra naturaleza, que nos empujan a actuar de maneras contradictorias. Los dos hermanos que habían permanecido unidos al principio, sienten la necesidad de dividir sus destinos, de manera que uno se queda en casa y el otro sale en busca de aventuras. Si bien es cierto que en muchas versiones planea la típica mojigatería judeo-cristiana en el reparto de identidades, de manera que hermano que se queda en casa es el prudente y razonable, y además está dispuesto a arriesgar su vida para salvar a su hermano, que se expone sin necesidad alguna, a los más terribles peligros, en el original egipcio no hay hermano bueno o prudente, ni hermano malo o temerario, por lo que quedamos prevenidos de extraer la clásica moraleja simplona. Lo que en realidad se manifiesta en este cuento es nuestra dicotomía interna entre la lucha por la independencia y la autoafirmación, y la tendencia opuesta a permanecer sanos y salvos en casa, atados a los padres. El hermano que se queda en casa puede ser destruido por la unión edípica hacia los padres, mientras que el que huye, se enfrenta a un proceloso destino lleno de peligros.

Dicho de otra forma, si escarbamos un poco en el trasfondo de esta historia, podemos percibir dos tendencias: el deseo de seguir ligado al pasado y la imperiosa necesidad de alcanzar un nuevo futuro. Ambos deseos se encuentran en cada uno de nosotros y no podemos sobrevivir si se nos despoja de uno de ellos. La separación completa del pasado lleva al desastre, léase como ejemplo el caso de los inmigrantes que lejos de sus raíces viven una vida de alienación en un entorno ajeno, pero en contrapartida, existir exclusivamente atados al pasado, impide el desarrollo de la persona.

Esta historia ha fraguado en mi interior de una forma especial porque tengo un hermano, porque él se quedó y yo partí, y porque a pesar de la divergencia de nuestros destinos, seguimos conservando un punto de intersección fraterna que se mantiene firme a lo largo de los años. Así que, representamos muy bien los personajes de este cuento que como todos los cuentos de hadas tiene un final feliz que exige que los dos hermanos se liberen de las presiones emocionales externas y se ayuden mutuamente. Es decir, sólo la integración completa de las tendencias contrarias anteriormente enunciadas permite una existencia plenamente satisfactoria.

DEDICO ESTA ENTRADA A MI HERMANO EDUARDO, QUE HA SIDO EL INDUCTOR DE ESTA REFLEXIÓN.

domingo, 21 de febrero de 2010

Confesiones de un pobre diablo


Envidio vuestro libre deambular,

envidio el azul de vuestro cielo,

envidio la frescura de vuestro aire,

porque yo no puedo ser libre.


Envidio vuestra ingenua valentía,

envidio la inmensidad de vuestro mar,

envidio el sabor de vuestra agua,

porque yo no puedo ser libre.


Envidio la trivialidad de vuestros actos,

envidio la hierba que pisáis,

envidio la tierra que os alimenta,

porque yo no puedo ser libre.


Vosotros que respiráis, bebéis y camináis,

vosotros que desconocéis el fuego inmenso,

vosotros a los que sólo veo como tenues sombras,

vosotros algún día seréis míos.


No os dais cuenta cuán cerca está el fuego del Averno,

no os dais cuenta de que yo acaricio vuestros pies,

no os dais cuenta de que vuestras sombras ya son mías,

no os dais cuenta de que algún día seréis míos.


Cuando llegue el juicio último, allí estaré yo,

cuando el fuego os atraiga hacia si, allí estaré yo,

cuando vuestras caras se dibujen en el vidrio, allí estaré yo,

cuando llegue ese día seréis míos.

(Fotografía: Tomada en el Palau de la Música Catalana el 31 de Enero de 2010)

domingo, 7 de febrero de 2010

Umbral de sensibilidad


Podríamos definir la sensibilidad como la facultad de un ser vivo de percibir estímulos externos e internos a través de los sentidos. A mi me parece una buena definición.

Una vez aceptada esta definición, es evidente que nuestra percepción de la vida esta claramente sometida a nuestro nivel de sensibilidad y no me refiero únicamente a como estemos de finos de oído, o de agudeza visual, o cual sea el estado de nuestros órganos sensoriales. Me refiero especialmente al estado receptivo de nuestra mente.

Todos hemos visto como los bebés, cuyo cerebro es como una página en blanco, reaccionan inmediatamente ante un sonido estridente, o un grito, o un gesto facial agresivo. Es fácil de imaginar la metáfora del estremecimiento que se produce cuando cogemos un papel blanco y trazamos una fuerte raya negra sobre él. Sin embargo, que poco cambian las cosas cuando la raya la hacemos sobre un papel sucio, manido y muy rayado ya.

A lo largo de los años, la vida va trazando rayas en nuestro pergamino interno. Son de colores variados, las hay rosas, verdes, grises y hasta muy negras. Unas son tan leves que apenas se notan mientras que otras dejan surcos tan importantes que a punto están de romper el papel.

Por tanto, parece lógico pensar que el proceso natural de madurez humana conlleva este emborronamiento de nuestra hoja vital, lo cual explicaría porque los estímulos cada vez nos afectan menos y son necesarias rayas cada vez más profundas para que “nos enteremos”.

Dicho en otras palabras, nuestro umbral de sensibilidad, entendido como la menor intensidad necesaria para que un estímulo sea percibido, va subiendo cada vez más con los años.

Hace algunos días, un querido amigo traía a mi conocimiento el descubrimiento de la autoplasticidad del cerebro humano, fenómeno en el que bien podríamos encuadrar esta pérdida de sensibilidad.

Esto no deja de ser, desde mi punto de vista, un proceso natural y poco tengo que decir al respecto, pero lo que si me preocupa es la pérdida de sensibilidad meteórica que azota nuestra sociedad actual y que paso a diseccionar en distintos elementos en pos de un mayor entendimiento.

Por un lado, la sociedad actual se caracteriza por el exceso. Exceso en todos los sentidos pero también exceso de estímulos, más de los que podemos procesar. La sociedad de la información y el mayor poder adquisitivo nos hacen vivir varias vidas simultáneamente, la real y las soñadas, lo cual redunda en una sobreestimulación. De todos es conocida la propiedad por la que los sistemas biológicos sometidos a un determinado estimulo constante, dejan de responder a este estímulo.

Por otro lado, si nos fijamos en el tipo de estímulos que nos bombardean continuamente, encontraremos alguna clave más para entender la pérdida de sensibilidad. Los estímulos son la mayoría de tipo comercial, compre esto, viaje aquí, viva cerca de la playa… Pero los estímulos van subiendo en intensidad, serian estímulos de tipo más emocional, como rupturas familiares, peleas, desencuentros y abandonos aireados todas las tardes en el ágora de 40 pulgadas. A pesar de todo, la cosa no acaba ahí. Los estímulos alcanzan su máximo grado de intensidad cuando nos hablan de muerte, terremotos, atentados, hambre despiadada, fin del mundo… y nos los sirven todos los días en los telediarios a la hora de comer. Y lo curioso es que podemos comer.

Finalmente, el estilo de vida. Somos piezas del sistema productivo-consumista, no estamos aquí para sentir nada sino para producir y nuestra capacidad laboral no debe verse afectada por la meteorología, ni por los gritos que hemos oído durante la noche en el piso de al lado, ni por los hijos que tiene el empleado al que acaban de despedir, ni por la competitividad desleal entre compañeros. Hablamos de inteligencia emocional pero eso es sólo una vitola con la que nos gusta adornarnos cuando la empresa gana dinero, en caso contrario, lo que conviene es trabajar y callar.

Y cuales son las consecuencias de esta subida autista del umbral de sensibilidad. Nos construimos una coraza y vivimos como tortugas que sólo asoman un poco la cabeza para ver que pasa. Cuanto más fuerte es el caparazón, mejor adaptados estamos al medio y más triunfamos. Hasta aquí todo parece cuadrar pero si miramos con más detenimiento, nos daremos cuenta que esa subida del umbral de sensibilidad, inevitable si queremos sobrevivir en el mundo actual, es precisamente la que nos impide disfrutar de las pequeñas cosas, del fluir bullicioso de la vida que a nuestros sentidos se convierte en un murmullo casi imperceptible. No escuchamos al pajarillo que canta en nuestra ventana por las mañanas, no olemos el aire que anuncia la llegada de la primavera, no sentimos el gozo de la lluvia en nuestra cara, y no prestamos atención a los pequeños gestos que provocan la sonrisa de un desconocido, y puedo seguir in crescendo, no asistimos a una persona tendida en la calle, no cedemos el asiento del autobús a una persona mayor,… En definitiva, nuestra calidad de vida se desvanece lentamente por no decir que desaparece completamente.

Y así vivimos como cobardes autómatas, creando capas y más capas protectoras a nuestro alrededor, ensimismándonos en un mundo de neuras interiores, sostenido a base de antidepresivos. La historia termina ahí en la mayoría de los casos y sólo algunas personas son capaces de sacar suficientemente la cabeza para beber de las fuentes de la vida, convirtiéndose así en auténticos vividores, en el buen sentido de la palabra.