viernes, 18 de octubre de 2013

El Origen de la Vida


La primera impresión que nos causa un título rimbombante como este es cierto hastío y una escasa, por no decir nula, excitación intelectual. Por supuesto, que todo ser humano se ha hecho alguna vez la pregunta encerrada en el título, y ha sentido por unos instantes la ilusión del descubrimiento infantil provocada por el arrogante espejismo de nuestro pensamiento. Dejadme que lo piense un poco, quizá soy yo el afortunado capaz de colar mi raciocino por el estrecho ojo de nuestro entendimiento hacia la luz de la verdad absoluta. Casi podríamos decir, que preguntarse por el origen de la vida o por el final de la misma forma parte de los derechos universales de todo ser humano.
Sin embargo, una y otra vez, lo que nos espera al otro lado del ojo de la aguja es el frontón de nuestras propias limitaciones, el animal pensante que quiere ver a Dios, que quiere por fin entenderlo TODO, que escudriña la naturaleza de Dios como si de un objeto se tratara, que no puede ser y conocer al mismo tiempo. Y de tantos trompazos contra este duro frontón, está ya manida, casi tumefacta esta cuestión, ¿cuál es el origen de la vida?
Pues bien, hoy he decidido ejercer mi sagrado derecho de preguntarme quien me ha puesto aquí y por qué. Me apetece jugar a la lotería de los espejismos intelectuales y... quién sabe, a lo mejor, soy yo el afortunado.
En relación con este esquivo rompecabezas, todos contemplamos casi boquiabiertos, la danza de las moléculas de la vida, asistimos maravillados al ensamblaje de los ladrillos que forman complejas estructuras biológicas, nos deleitamos con el número de magia pero no logramos desenmascarar el truco. Cómo los ácidos nucleicos pueden ser una maquinaria tan perfecta, preservando la información pero al mismo tiempo dando pábulo a la diversidad. ¿Quién en su sano juicio podría aceptar que todo eso es fruto del azar? El comportamiento inteligente que muestran estas macromoléculas biológicas es imposible de obviar, no puede ser fruto de la casualidad, ¿somos simplemente una casualidad?
Para intentar contestar estas preguntas, primero debo encontrar donde se rompe el hilo de mi discurso, o hablando en términos generales, del discurso científico. Sabemos como se engendra la vida, la vemos en acción perpetuándose sobre el planeta. Entendemos sus mecanismos cada vez con mayor detalle, pero sin embargo, parece que por mucho que buceemos entre los distintos niveles de organización de la materia, aunque alcancemos el nivel subatómico, no se ve la luz al final del camino. De hecho, cada día tenemos más claro que no es ese el camino de la comprensión universal y aparece ante nosotros una desmotivante sensación de extrema especialización que nos aleja de la visión holística. Parece que al ser humano se le da bien enfocar y se le da mal desenfocar, que no es divagar en el menudeo.
Por tanto, falta algo, falta una pieza que permita entender y correlacionar todos los puzzles que tenemos a medio montar pero parece que empiezo a intuir donde perdí el hilo de mi discurso, donde está el fallo que me molesta en todo este tinglado. Mi atención apunta ahora hacia la causa inteligente de todo este despliegue espectacular de filigranas biológicas. Estoy buscando al SER que conocía, que conoce y conocerá con independencia de la forma física de organización en la que cristaliza o se manifiesta.
Veo que la materia puede organizarse en pequeños corpúsculos capaces de generar una actividad intelectual, y que estos pequeños corpúsculos de materia tienen la capacidad de generar la sensación del SER. Si consideramos que la Tierra no es una singularidad, no es una excepción sino por el contrario representa la forma natural en que la vida se manifiesta, podemos dar por válida la hipótesis de que la vida se organiza entorno a 4 o 5 elementos principales, léase C, N, O, S y H. Es decir, es muy poco probable que si eventualmente existiera vida en otro planeta, está esté basada en la combinación de átomos de plomo y xenón, por ejemplo.
Así, si consideramos el Universo como un sistema cerrado, podemos poner los cimientos del gran salto intelectual. Lavosier y Lomonósov fueron los primeros en darse cuenta de que cuando las sustancias reaccionan entre sí para generar nuevas sustancias, el cómputo total de materia siempre se mantiene constante. Esta ley se conoce como principio de conservación de la materia. Asimismo, durante el siglo XX, Einstein amplió el alcance de este principio de conservación al postular la dualidad existente entre la masa y la energía. De manera que la ley de conservación de la energía afirma que la cantidad total de energía en cualquier sistema físico aislado (sin interacción con ningún otro sistema) permanece invariable con el tiempo, aunque dicha energía puede transformarse en otra forma de energía (Primer principio de la Termodinámica).
Si intento supeditar mi discurso a estos dos principios de conservación, y teniendo en cuenta que la cantidad de “ladrillos” de la vida (C, N, O, S, H) es limitada, podríamos extraer otro principio de conservación al que podríamos llamar “principio de conservación de la vida”. Intuitivamente todos percibimos que cuando un ser vivo muere, su cuerpo o la materia que lo constituía vuelven a reintegrarse al medio que genera a su vez otros seres vivos. Es decir, los átomos de la vida se recombinan continuamente fructificando en nuevos individuos que comparten el mismo juego finito de piezas.
Por otro lado, sólo las superestructuras (seres vivos inteligentes) creadas por la combinación de estos elementos son capaces de percibirse a si mismas. Si limitamos la definición de la conciencia estrictamente a la percepción de nuestra subjetividad, la autosensación del ser o el entendimiento de nuestro propio ser, y excluimos otras funciones de la mente que podrían ser confundidas con tener conciencia como por ejemplo la imaginación, el pensamiento racional o la percepción del entorno, ciertamente, parece que la consciencia es una cualidad inherente a la materia, es decir, siempre que la materia es capaz de organizarse puede llegar a producir la autopercepción de si misma, y por tanto, puede generar una consciencia.
Si esto es cierto, empezamos a conectar de algún modo estos dos conceptos que en principio parecían tan alejados, lo físico, y la noosfera. Esta afirmación, tiene una trascendencia mayor de lo que parece a simple vista pues estamos situando la conciencia en el plano de lo físico, es decir, a merced de las leyes de la física. Así que, parece asumible que la cantidad de materia capaz de percibirse a si misma en el Universo es limitada y por tanto, la conciencia generada es asimismo finita. Y además, si la conciencia es el producto de un corpúsculo de materia organizada, también deberíamos ser capaces de afirmar algo parecido a un “principio de conservación de la conciencia”. Por tanto, en un sistema cerrado, que contiene una determinada cantidad de materia capaz de organizarse en estructuras biológicas complejas, la conciencia no se crea ni se destruye, sólo se transforma.
Llegados a este punto, ¿he contestado a las preguntas que atormentan mi curiosidad? Según mis argumentos, existiría un gran repositorio potencial de la vida y la conciencia y nosotros seriamos pequeños vasos comunicantes conectados con ese ALMAcen de vidas y conciencias. Sin embargo, ahora he de correr de nuevo al campo de la humildad del que tanto me he alejado a lo largo de esta entrada, y he de reconocer que en el mejor de los casos sólo he alejado la eterna pregunta un poco más arriba en el tiempo. Quizá ahora es menos amenazante pero a pesar de todo, un niño de 5 años  me preguntaría “¿qué había antes de lo que has explicado? Y mucho me temo que la respuesta es “no lo sé”.