lunes, 21 de noviembre de 2016

La hacienda embrujada


No hay una razón más allá de la pura desesperación que justifique el acto de poner negro sobre blanco el motivo de mis desvelos.
Desde que compré la antigua casona, no han dejado de asediarme cada noche estos malditos sueños que perturban mi descanso.
¡Maldito sea el día en que al pasar por el camino del acantilado me fijé en ella, enhiesta en el mismo borde! Pensé que sería un buen lugar para establecerme como médico del pueblo e incluso montar un laboratorio de análisis clínicos. Es cierto que las altas paredes de tablones necesitaban una mano de pintura y fueron necesarias muchas reformas para acondicionarla pero nunca perdió su aire añejo, grisáceo, gótico y al mismo tiempo altanero y victoriano. Las pequeñas ventanas del piso alto le conferían un aspecto de mole de madera parda con demasiados sitios por donde crujir.
Ahora que es mía, me doy cuenta de que es demasiado grande, con varias plantas y muchas habitaciones y además, la mitad de ella vuela sobre el acantilado apuntalada por decenas de maderos carcomidos por el salitre. Desde el sótano, se puede ver como las olas rompen muy por debajo de la casa en un constante repiqueteo que a veces se vuelve ciertamente cargante.
Cuando estuvo acondicionada alojé en ella a mi familia, mi esposa y mis dos hijas que inmediatamente percibieron la atmósfera densa y brumosa que se respira en la casa. Ellas nunca entendieron porqué me decanté por aquella casa y si soy sincero, yo tampoco he llegado nunca a entender que extraña fuerza tiró de mi para intentar convertir aquella vieja casona en nuestro hogar familiar.
Lo cierto y verdad es que no puedo dormir por las noches. Siempre el mismo sueño recurrente, denso y cargado de extrañas fuerzas sobrenaturales que tiran de mí e intentan arrastrarme hacia los mismísimos infiernos. Me veo vagando por la casa con pasos inciertos y temerosos contraponiéndome siempre a una fuerza maligna que no me deja avanzar y resulta pegajosa como la mismísima brea. Parece, en mi sueño, que la casa está llena de entes perversos y corrompidos que disfrutan de mi sufrimiento al verme atrapado entre estas malditas paredes. Y hay momentos en los que creo zozobrar con el mar rompiendo debajo de mí y toda la casa parece adquirir una actitud hostil hacia mí y mi familia.
¿Y los vecinos? Cada vez tengo menos visitas, la gente parece huir como alma que lleva el diablo cuando vienen a visitarse por alguna dolencia.
Fue el barbero él que me dio algunas claves que me hicieron entender en parte la cargada atmósfera que se respira en la casa y ciertamente sé lo agradezco. Un aciago día me dijo que en tiempos de la guerra de secesión había sido un penal y de ahí el número tan elevado de habitaciones de reducido tamaño, eran las antiguas celdas del penal de Baltimore. Más tarde fue reconvertido en vivienda por unos parientes lejanos del afamado escritor Edgar A. Poe. Quién me iba a decir a mí que me había metido en un pozo de inmundicia como aquel, que incauto he sido al meter a mi familia en una ratonera como aquella en la que ahora nos encontramos todos atrapados sin posibilidades económicas para escapar.
Y así, taciturno y sin poder pegar ojo fueron pasando los días mientras mi carácter se agriaba cada vez más en busca de una solución desesperada. No sé si fue el sueño o la vigilia lo que me arrastró hacia una de las estancias más profundas y oscuras del sótano donde encontré aquel libro taimado y embrujado. No pude ver el contenido del libro cuando lo sometí a la luz de mi candil, las páginas eras negras como la pez, algo sin sentido pero cuya perversión era fácil de intuir. A la luz del día, el libro mostraba una oscuridad profunda, insondable, imposible de descifrar. Sin embargo, no tuve que esperar demasiado para vislumbrar el perverso contenido del libro. Fue una de las siguientes noches cuando el sueño me condujo a desentrañar el peligroso contenido del libro mediante un extraño ensalmo por el cual cuanto más negra era la oscuridad mejor se mostraba el contenido de sus páginas. Se trataba de un catálogo de monstruos, de engendros a cada cual más retorcido que impregnaban todo mi ser de pegajosa perversidad. Así fue desfilando aquella parada de entes, de fuerzas sobrenaturales del averno mientras yo me preguntaba aterrorizado cuál podía ser el origen de aquel marasmo de maldad. Y entonces lo vi, como si fuera un pastor de almas descarriadas emergiendo de las entrañas de aquel maldito libro nigromante. La mente capaz de parir todo aquel elenco de perversidades responsables de mis crueles desvelos no podía ser otra que la del maestro de Baltimore, Poe. El escritor atormentado por sus propias creaciones cuya alma vaga todavía perdida por aquellos lares que fueron su hogar en vida. El libro me mostraba a mis adversarios pero al mismo tiempo ejercía sobre mí un influjo dominante, esclavizador, que me sometía y me hacía librar mil batallas contra mí mismo y esos monstruos. ¡Maldito libro del demonio!
A la par que mis desvelos crecían sin límite, el pueblo también lo hacía y la casona del acantilado estaba cada vez menos aislada. Los barrios iban creciendo a medida que se llenaban de inmigrantes de todas las nacionalidades. Se dio la circunstancia que la vieja casona quedó cercada por un barrio habitado principalmente por chinos que no parecían tener reparos con el aciago pasado de la casa. La visitas a mi casa se incrementaron al mismo tiempo que el olor a comida china frita inundaba los alrededores de la gran casona. Sin embargo, yo seguí sufriendo aquellos aterradores sueños a pesar de que la casa parecía haber perdido en parte su aire amenazador por la sola proximidad de una mayor humanidad en las cercanías.
Mis suegros y mi hermano se instalaron también en el pueblo, en un barrio residencial no muy lejos de la casona de madera. Sus viviendas no tenían nada que ver con el aspecto de lo que siempre había sido la casa del acantilado. Tenían piscina y un aspecto moderno lleno de comodidades. Todo parecía dulcificar el tono amenazante de mi casa aunque yo seguía con mi tormento nocturno. De hecho, una de las pesadillas más aterradoras me acechaba a la vuelta de la esquina. Mis pesadillas evolucionaban al mismo tiempo que mi entorno y por eso aquel terrible sueño incorporó los nuevos elementos que conformaban mi vida emocional en aquel momento. Soñé  que la gran piscina comunitaria en lo alto de la colina se deshacía y su agua se derramaba enteramente sobre la casona buscando el acantilado y el mar. Soñé que aquellas aguas fangosas arrastraban a mis seres queridos como atrapados por el magnetismo maléfico de la casona y que al pasar por debajo de ella, eran despojados de sus almas que se incorporaban de esta manera a la legión de entes errantes que habitaban las lúgubres estancias de la casona. De nuevo luché con todo mi empeño contra las fuerzas paranormales que poseían aquel lugar pero fue imposible, mis familiares fueron despojados de su esencia y sus cuerpos echados al mar oscuro que rompía sobre las escarpadas paredes del acantilado.
Cuando desperté bañado en sudor, no quise moverme, no quise saber si mi sueño era cierto o sólo una nueva vuelta de tuerca del mecanismo que regía mi entendimiento. Quedé paralizado en mi cama, exhausto y sin fuerzas para seguir revelándome contra aquella dimensión fantasma que envolvía la casa.
¡Qué sea lo que Dios quiera!


NOTA: Adaptación enteramente basada en un sueño que rondó mi descanso una de las pasadas noches del mes de Noviembre.

jueves, 6 de octubre de 2016

Negros


Enric cruzó azorado el amplio jardín del palacete que constituía el hogar de los Sagnier desde hacía ya varias generaciones. El palacete estaba situado en la calle de Eduard Fontseré en la parte alta de Barcelona con vistas al Observatori Fabra. Los dos hijos de la familia salieron a recibir a su padre con gran algarabía pues esperaban el manojo de churros que su padre les solía traer los domingos por la mañana cuando salía a comprar la prensa.
- ¡Dolors! No te vas a creer la atracción espectáculo que han traído al Parque del Tibidabo. Esta misma tarde vamos todos juntos a dar una vuelta, que los niños hace días que me lo piden.
-¡Cualquier excusa es buena para visitar tu querido parque! Seguro que no es para tanto- dijo la esposa quitándole importancia al tema.
-No creo que esté exagerando Dolors, me han dicho que es algo inaudito, lo nunca visto en el mundo civilizado. Directamente traídos de Guinea Ecuatorial. Nada comparable con gorilas o chimpancés, esto hemos de verlo.
Los niños asentían con gran alborozo y ya trazaban ilusionados planes para la magnífica tarde que les aguardaba.
Después de comer, la familia se dispuso a subir al Tibidabo dando un paseo pues no vivían muy lejos del parque. La expectación iba in crescendo a medida que se acercaban al templo del Sagrado Corazón en cuya construcción se encontraba enfrascado el marqués por aquella época.
Cuando alcanzaron la entrada del parque recompusieron la compostura y se dirigieron de inmediato al cercado que abarrotaba una multitud de curiosos.
Allí, detrás de aquel cercado deambulaban los cuerpos semidesnudos de los miembros de la tribu fulah. Se trataba de unos cuerpos estupendos, como esculpidos por un tornero. De color bronce,  las venas marcadas sobre las turgentes extremidades y una completa inexistencia de adiposidades redundantes. No cabe decir que una de las cosas que más atraía al popular gentío, especialmente al masculino, era la costumbre que los fulah tenían de ir con el torso desnudo. Algunas mujeres se sonrojaban al ver semejante espectáculo, no acostumbradas a las enormes porciones del cuerpo que los taparrabos dejaban ante la vista de los asombrados mirones.
En aquel año de 1925, Barcelona no quería quedar a la zaga de las grandes ciudades occidentales que ya habían experimentado con experiencias similares. Lo más salvaje de la selva africana traído para ilustrar la anonadada mirada del burgués acostumbrado a las muchas comodidades del mundo moderno. Los zoos humanos eran el culmen de la ciencia antropológica poniendo a los ejemplares traídos de África en su justo lugar evolutivo en comparación con el urbanita que los observaba.
-¿Qué os parecen?¿No son espléndidos?- dijo el marqués con entonación triunfal.
-Ay Enric, no sé si esto es lo más adecuado para los niños- dijo su esposa con un tono avergonzado
-Mujer, los chicos han de ver mundo para que se les despierte la mente.
-Me dan un poco de pena Enric. Podríamos haberles traído algo de comer- dijo la mujer intentando expiar el sentimiento de culpa que la embargaba.
-¡Pero es que no has leído el cartel, Dolors!
Casi cubierto por la avalancha de curiosos, había un cartel que informaba de la prohibición: “NO ALIMENTAR A LOS NEGROS, QUE YA LES DAMOS DE COMER NOSOTROS”

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NOTA: Los grupos de negros africanos fueron expuestos en Barcelona, así como en Madrid y otras grandes ciudades. Hay que buscar los orígenes de estos espectáculos etno-zoologicos en los freaks-shows de América y Europa. En concreto, un grupo de 150 negros de la tribu Aschanti fueron expuestos en la calle Ronda Universitat, 35 durante el año 1897. Posteriormente, otro numeroso grupo de 100 negros traídos del Senegal fueron expuestos en el Tibidabo, en el lugar que hoy ocupa la atracción del avión giratorio. El último zoológico humano del que se tiene constancia en Barcelona es el de la tribu fulah, de Guinea Ecuatorial, que se instaló en 1925, también en el Tibidabo.


martes, 26 de julio de 2016

LOS MITOS DEL GOLDFISH

Sería un inconsciente si esperara credulidad por parte del lector pero cierto es que la historia que os voy a relatar cambió mi destino y el de mi familia. Todo comenzó de la manera más inocente que podáis llegar a imaginar, y sin embargo, ahora os contaré como la realidad llegó a torcerse de una forma tan demoniaca.
Era el día en el que mi hijo Miguel cumplía siete años y decidí premiarle con un pequeño acuario.
-Papá, papá yo quiero ese que tiene una cola tan bonita.
-A ver, aquí pone “Goldfish de cola de velo” y este pez vale 10 euros. ¿Estás seguro de que quieres este? Es bastante caro y a lo mejor se nos muere enseguida, que estos peces son muy delicados. Además tendremos que comprar alguno más para que no esté solito en la pecera.
-¿Qué tal un neón papá?
-De acuerdo, y también uno de esos limpiadores que siempre están pegados a las paredes del acuario.
Una vez en casa, montamos el pequeño acuario con algunas plantas de plástico y sin demasiadas esperanzas de que la vida de aquellos peces prosperara más allá de una semana. Pero bueno, la ilusión de Miguel era tan grande que toda la familia nos vimos contagiados de la alegría de tener tres nuevos habitantes en nuestro comedor y una vez montada la pecera, nos quedamos como tontos viendo las evoluciones de aquellas pequeñas ictiocriaturas en el interior del acuario.
El goldfish tomo enseguida su papel de rey del acuario moviéndose de forma majestuosa como esperando pleitesía por parte de los otros dos peces. Movía su cola con forma de velo con una gracia digna de toda admiración.
Los días fueron pasando y el acuario seguía repleto de vida, aparentemente todo iba bien y hasta parecía que los peces iban creciendo poco a poco. Al ver qué pasaba el tiempo y los peces continuaban vivos, nos animamos a comprar más elementos decorativos para el acuario. Tres semanas más tarde el acuario lucía estupendo y yo no salía de mi asombro al ver la resistencia de aquellos peces tan delicados en unas manos inexpertas como las nuestras. El acuario tenía un filtro que mantenía el agua perfectamente limpia y oxigenada y toda la gente que venía a visitarnos siempre tenía palabras de admiración para nuestro pequeño reducto acuático.
Sin embargo, al cabo de dos meses algo cambió. El agua empezó a ensuciarse con más frecuencia y había que limpiar el filtro muy a menudo. Los peces habían crecido bastante respecto a su tamaño inicial pero su aspecto no lucia bonito como al principio, especialmente el goldfish. El agua olía mal y los peces parecían afectados por alguna enfermedad, o por hongos, que presagiaba un pronto final.
Yo me quedaba mirando fijamente al goldfish y veía que el espacio entre las escamas se iba agrandando y dejaba ver una tonalidad negruzca con tintes verdosos que contrastaban fuertemente con el naranja que aún se mantenía sobre la superficie del pez.
Pasaron unos cuantos días más y Miguel ya casi no se atrevía a acercarse a la pecera, tal era el aspecto de descomposición cenagosa que emitía. Yo no sabía como deshacerme de aquello mientras esperaba a que los peces se murieran por fin para dar por terminado el dichoso episodio acuático.
Un día me pareció que el acuario se había ennegrecido un poco más y me acerqué para observar con atención. Lo que vi elevó mi nivel de preocupación hasta niveles que sobrepasaban la gestión casera de un simple acuario. Ahora el animal parecía mucho mayor y los espacios interescamosos del goldfish se habían agrandado y parecían palpitar al ritmo de la respiración del ajado animal. Por mi mente pasó la idea de terminar con aquello de inmediato tirando los peces por el váter pero hubo algo que me detuvo, algo que me acobardó y dominó mi voluntad a su antojo. Así que, resolví dejarlo todo como estaba y esperar nuevos acontecimientos.
Una semana más tarde, el horror nos esperaba en casa al volver del trabajo junto con el resto de la familia, Miguel y su madre. Nada más abrir la puerta de la calle, un penetrante olor fétido violó nuestro sentido del olfato y nos puso en gran alerta. Dejamos bolsa y carteras en el suelo y nos encaminamos por el pasillo hacia el comedor buscando el origen de aquel hedor. Caminábamos hacia una situación desagradable pero lo que allí nos encontramos superó con creces cualquier cosa que pueda ser imaginada por ser humano cabal.
Allí, en el centro del comedor había una gran masa palpitante cuyos contornos se encontraban presionados por las pareces y el techo de la habitación. Los muebles habían sido como fagocitados por las enormes dimensiones de aquella criatura que boqueaba rítmicamente y nos miraba con grandes y oscuros globos oculares que parecían a punto de estallar debido a la presión a la que se encontraban sometidos. Era el goldfish, o mejor dicho, algo en lo que se había convertido el goldfish. Las branquias abiertas como alerones dejaban ver un intenso color rojo escarlata entre movimientos rítmicos como si fueran un enorme fuelle alimentando el fuego del infierno.  Nuestro espanto fue aún mayor al comprobar que los otros dos peces, el neón y el limpiafondos, se había incorporado a aquel engendro y constituían una especie de extremidades amorfas que también boqueaban como intentando succionar el poco aire que quedaba en la estancia. Las aletas en forma de velo del goldfish eran ahora una especie de membranas negras y gelatinosas que parecían el velo de la muerte y que intentaban aletear ante nuestra atónita, que digo, inhumana, mirada. Todo estaba impregnado de una especie de negra melaza que amenazaba con escurrirse lentamente hasta nuestros pies y las aletas pectorales del goldfish se habían convertido en un género de tentáculos puntiagudos que realizaban aspavientos ante nuestras narices como intentando capturarnos o, peor aún, inyectarnos el veneno de aquella putrefacción infernal.
De repente, uno de esos tentáculos se lanzó como un arpón alcanzando a Miguelin en una pierna, al tiempo que oíamos unas sirenas en la lejanía. El niño cayó en mis brazos como fulminado por toda la putrefacción del infierno y fue en ese preciso instante cuando nos dimos cuenta del terrible peligro que corríamos ante la contemplación de aquel engendro del demonio.
Huimos despavoridos con el niño en brazos mientras nos cruzábamos con una dotación de bomberos que había sido alertada por el vecindario ante los extraños acontecimientos que estaban sucediendo en nuestra casa.
Me niego a seguir relatando lo que allí sucedió a continuación y de cómo los cuerpos y fuerzas de seguridad tuvieron que enfrentarse y reducir aquel engendro salido de las mismísimas entrañas del infierno a una masa gelatinosa. Nuestra casa quedó infestada para siempre y Miguelin, bueno, a mi hijo tuvimos que amputarle la pierna para poder salvarlo ante la especie de gangrena que en pocos minutos se apoderó de su carne.
Sé que la Naturaleza es magnificente y maravillosa pero en ocasiones, por obra del demonio, es capaz de engendrar criaturas que jamás deberían de haber salido del averno. Por desgracia, con una de ellas se las tuvo que ver mi familia.

domingo, 17 de julio de 2016

El décimo de lotería

Aquel año, Juan había depositado una especial ilusión en la lotería de Navidad. Cuatro meses antes del sorteo acudió a la administración de lotería “El gato negro” para comprar su décimo. No sabía explicarlo, pero tenía un presentimiento extraño y pensaba que a lo mejor este era el año de la suerte que tan esquiva se había manifestado siempre.
¾Dame un décimo para Navidad ¾le espetó chispeante al lotero.
¾¿Te gusta la muerte? Aquí tengo precisamente el último décimo de la tira
¾Sí, sí, todos los números están en el bombo y nunca se sabe cuál será el agraciado. Me pongo en tus manos pero que me toque algo por favor ¾bromeó Juan con el lotero.
46.300, ese era el número de Juan que rápidamente estuvo entre los brazos del San Pancracio de la cocina con su ramita de perejil como remate del conjuro para ser millonario.
¾¡Ay! el décimo, el décimo. Este año estoy obsesionado con la lotería y eso que durante todo el año apenas juego ¾Juan se dio cuenta de su enorme deseo de ser agraciado aquel año¾ Bueno ya veremos qué pasa, yo ya he hecho mi parte.
A medida que pasaron los días, el décimo se impregnaba de los aromas de la cocina e iba cogiendo cierta pátina aceitosa en manos de su valedor, el santo del trabajo y el dinero. Juan ya casi ni se acordaba de su fijación en la lotería hasta que llegó el día del sorteo.
Los niños de San Idelfonso tan pulcros y comedidos como siempre repitiendo su consabida cantinela de forma casi interminable. Poco a poco fueron saliendo los premios a lo largo de la mañana de aquel 22 de diciembre.
Juan no olvidó coger su pequeña radio de bolsillo por la mañana al salir de casa e iba siguiendo embelesado el sorteo. Con la radio pegada al oído y pensando en su décimo bajó en la parada del Metro de España donde podría hacer un trasbordo hacia el cercanías que le llevaría a casa de un cliente. Caminaba entre el bullicioso rio de gente que normalmente abarrota los pasillos del Metro cuando de repente y sin previo aviso, el Gordo.
¾El Gordo, el Gordo, ¿pero qué número ha sido el agraciado? ¾apretó la oreja contra el minialtavoz de la radio¾ ¡Ostras pero si es el mío! Yo llevo ese número.
Una oleada de flojera recorrió todo su cuerpo de arriba abajo, ¿sería posible que le hubiera tocado la lotería? De repente, sintió un irrefrenable impulso por tener su décimo entre las manos, controlado. Sitió como si todo su yo estuviera perdido en la calle a expensas del primer embaucador que pasara por allí. La situación era muy incómoda, como si hubiera miles de kilómetros entre uno mismo y su cosa más querida, que en ese preciso instante no era otra que el décimo de lotería. Así que voló de vuelta a casa a reunirse con su amado décimo y ponerlo a buen recaudo dejando el cercanías y el cliente para otra ocasión. ¡Qué caray! Si ya no necesitaba clientes.
Llegó a casa apresurado, sudando, en busca del décimo que aparecía en su mente de forma fija en brazos del San Pancracio de la cocina. Al entrar en el edificio, el portero de la finca se apresuró a decirle que había salido ya el gordo y que le parecía que había tocado en Barcelona. Juan tuvo que morderse la lengua mientras las llaves de casa se le caían al suelo. Entró apresuradamente en casa y allí estaba el décimo. Se abalanzó sobre él mientras intentaba apaciguar las cifras del número que bailaban delante de él. Le asaltaron las dudas. Puso la televisión sin salir de su azoramiento para corroborar el número premiado y rápidamente recibió el jarro de agua fría, los nervios le habían traicionado, el número del Gordo de la lotería de ese año había correspondido al 56.300.
¾Está claro que la suerte no es para mí, ¡maldita sea mi estampa! ¾decía mientras leía los titulares que corrían por la parte baja de la pantalla. “Acaba de estrellarse el cercanías que circulaba entre Plaza de España y Martorell, los servicios de emergencias informan sobre la existencia de víctimas mortales entre el pasaje.”
Juan quedó petrificado, ¾ese era el tren que yo me disponía a coger y que por suerte o por desgracia no he cogido. ¡Bendito décimo! quizá este año sí me ha tocado la lotería…

domingo, 12 de junio de 2016

Un escritor en apuros

Se presentó precedido de tres fuertes golpes que sacudieron la puerta del modesto apartamento.
¾Abre, soy John y sé que estás ahí. ¡Son las doce del medio día, por Dios!
¾¡Oh, qué dolor de cabeza! No puedo ni levantarme y tengo el gaznate más seco que el esparto.
El desahuciado durmiente se levantó como pudo y se arrastró pesadamente hasta la puerta. Al abrirla comprobó que su valedor John P. Kennedy, de punto en blanco a pesar del asfixiante calor de aquel agosto en Baltimore, se encontraba tras ella clavándole la mirada y preguntándose si no se habría equivocado al apostar por un hombre que podía llegar a tal estado de degradación.
Agachó la cabeza y busco a tientas la jarra metálica con la que subía el agua de la fuente.
¾¡Maldita sea! ¾exclamó mientras lanzaba la jarra vacía contra la pared¾ Y además hace un calor infernal, ¡maldito verano!
Se acercó tambaleándose hasta la mesa que había en el centro de la estancia, llena de hojas de periódico, vasos y botellas medio vacías y se remojó la garganta con el escaso contenido de una botella de vino que se encontraba tumbada.
¾Tienes que dejar de beber de esta forma tan salvaje o te arrepentirás más pronto que tarde ¾dijo el indeseado invitado.
Una aguda punzada le aguijoneaba la cabeza de parte a parte cuando de repente un destello de realidad le hizo caer en la cuenta de sus deberes laborales para con el periódico. Mañana lunes debía entregar su columna de crítica literaria que ya había pospuesto en un par de ocasiones.
¾No puede ser que vivas así por muy bueno que seas en lo tuyo, ¾dijo John¾ deberías mantener un mínimo respeto hacia ti mismo y abandonar esta vida autodrestuctiva que llevas, ¡por Dios!
¾Déjame, sabes que al final siempre cumplo mi palabra y entrego algo bueno. Además no me va a costar demasiado escribir sobre ese Hawthorne para el Southern, sólo necesito despejarme un poco.
Se arrojó sobre la mesa y con el brazo hizo un barrido de limpieza tirándolo todo al suelo. Tomó asiento y apoyó los codos en la mesa sujetándose la cabeza entre las manos.
¾Déjame una hora y tendré la crítica terminada. Los del periódico se pondrán muy contentos porque siempre que les envío algo venden el triple de ejemplares ¾dijo con desdén.
John dio un puntapié a la jarra de agua que yacía en el suelo e hizo ademán de sentarse en la cama pero torció el gesto con una mueca de asco y desistió de su intento.
¾Tu tía María me ha dicho que pretendes casarte con tu prima Virginia ¾dijo John abriendo la conversación hacia otros derroteros.
¾No sabía que te importase tanto mi vida privada pero sí, así es. Nos queremos y nos vamos a casar.
¾Pero si sólo tiene 13 años, ¡por Dios! ¾exclamó John.
¾El amor no sabe de edades y además ella ya es mujer. Nos casaremos el mes que viene y voy a salir de este cuchitril para vivir en una casa en Nueva York.
¾Bueno, si eso hace que abandones tu licenciosa vida bañada en alcohol, buena cosa será pero sabes que no me parece nada bien. Hay muchas mujeres de tu edad que estarían encantadas de ser la pareja de un reputado escritor, siempre y cuando, seas escasamente capaz de mantener una mínima dignidad humana y dejar de ser una amenaza para ti mismo.
¾Sabes de sobra que aborrezco la aburrida y aposentada clase burguesa que me rodea allá donde voy, no me interesan en absoluto esas señoritingas que viven de las apariencias y de querer demostrar una educación que no tienen.
¾¡Tu vanidad es más grande que todo Baltimore, hijo! Y por culpa de ese orgullo tuyo vas a cometer un acto del que seguro te arrepentirás. ¡Así de preocupada estaba tu tía, no es para menos!
¾¡Bueno, ya está bien! ¿Puedes acercarme pluma y papel? Están ahí, en el escritorio.
John se acercó altanero y sin perder su compostura dominante hacia el rincón donde se encontraba el escritorio. Debajo de una maraña de cuartillas y pliegos de papel rebuscó en busca de alguna hoja medianamente limpia en la que escribir cuando sus dedos tropezaron con un pequeño montón de papeles atados con un cordel.
¾¡Hum! El gato negro. Espero que sea tan bueno como los otros cinco relatos que me has entregado.
¾Descuida, lo será.

martes, 10 de mayo de 2016

¡Quién me manda a mí!

Allí estaba Eloy aquel caluroso día de julio charlando animadamente con sus amigos. Hasta entonces, la visita a Port Aventura le estaba resultando bastante divertida y llevado por la euforia del momento se embarcó en una atracción de la que no era realmente consciente. A pesar de tener que esperar más de una hora de cola zigzagueante soportando un calor asfixiante no se paró en hacer un cálculo de riesgos adecuado y Eloy había preferido tomar la disposición de no pensar demasiado en lo que había al final de la cola. Sus amigos habían bromeado un poco a la entrada de la atracción haciéndose los valientes y preguntándose unos a otros quien iba a ser el caguica que no se atrevería a subir en el Dragon Khan. En aquel momento, Eloy había tenido serias dudas pero la inercia que llevaba el grupo le arrastró hacia la abultada cola sin saber muy bien porque. Bueno, como la cola era muy larga y todavía faltaba mucho para subirse en la atracción, Eloy disfrutó del crédito que le había dado aquella decisión para sentirse integrado en el grupo y no paró de charlar animadamente con sus amigos durante todo el tiempo de espera. De hecho, habló demasiado, seguramente como un mecanismo de defensa ante la amenaza que sentía en ciernes. Poco a poco, la cola fue avanzando acortando la distancia con el acceso a las vagonetas de la atracción estelar. Eloy comenzó a sentir alguna que otra oleada de adrenalina que disipó rápidamente buscando la complicidad de sus amigos y riendo con ellos.
Por fin llegó el momento de la verdad. El cordón que los separaba de las vagonetas fue retirado por un operario y los chicos pudieron acceder a los coches con gran alboroto y una creciente inquietud que se manifestaba en sus gestos. Eloy reunió toda la entereza de la que fue capaz y tomó una actitud transcendental, como si estuviera viviendo uno de los grandes momentos de su vida. Frases del estilo “la suerte está echada” aguijoneaban de forma idiota su ánimo ante la inminente sacudida de la atracción.
Pasaron a ocupar sus asientos y Eloy fue empujado involuntariamente a sentarse en la primera fila. Su corazón cabalgaba ya desbocado en aquel momento y las manos le sudaban abundantemente. Todos sus sentidos se sintonizaron con el raíl de la montaña rusa que se extendía delante de sus ojos, de manera que Eloy ya no era capaz de discernir o interpretar las bromas que gastaban sus amigos. Una vez que todos los asientos fueron ocupados, los soportes de sujeción bajaron aprisionando los cuerpos de los alegres viajeros en una especie de abrazo mortal.
¾¡Maldita sea, quien me manda a mí meterme en esto! ¾pensó Eloy¾ ¡qué mal rato estoy pasando!”
Un tirón dio paso a la acción. La rueda dentada enganchó la vagoneta que comenzó su ascenso hacia el cielo. Rápidamente, los cuerpos de los pasajeros se encontraron acostados en un ángulo de casi 70º con respecto a la vertical mirando las nubes como único posible horizonte.
¾¡Ah!, me quiero bajar. Y si me da un infarto. Con el vértigo que tengo yo, me va a dar un infarto, cómo he podido ser tan imprudente. Esto no para de subir, por Dios, mira como se ven las personas en el suelo, son diminutas.
Tac-tac-tac-tac... las vagonetas continuaban su ascenso imparable hacia la cima.
¾¡Por Dios que acabe ya! ¾Eloy sintió un arrebato de llanto sofocado rápidamente por la extrema tensión a la que estaba sometido mientras los vagones continuaban su ascenso imparable hasta el punto más alto.
A medida que el griterío de la gente iba in crescendo, aquellos instantes parecían no tener fin.
¾No voy a poder soportar la caída, voy a sufrir un colapso, lo sé. ¡Quiero desmayarme ya, por favor! ¡En algún momento ha de acabarrrr!
Tac-tac-tac-tac... ¾Ya llegamos, ya va, la caída es inminente, no por favor, no puedo más…

Un fundido en negro acabó con el sufrimiento de Eloy mientras realizaba un picado casi vertical hacia el mismísimo infierno.

jueves, 5 de mayo de 2016

Criaturas de la noche

Me encontraba cansado y decidí irme a la cama. El día había sido agotador, eran más de las doce y toda la familia descansaba ya plácidamente. Me encanta trasnochar y, como siempre, me había quedado un rato más delante del ordenador, disfrutando de la soledad de la noche. Me encanta esa dulce sensación que me arropa por las noches cuando me encuentro solo en el salón de casa y sueño despierto protegido por la gran barrera del sueño que está por venir y que separa un día del siguiente. Sobre ese filo entre el día y la noche he leído mucho y he creado mucho siempre protegido por la gran barrera del sueño nocturno. Mi imaginación ha volado mucho explorando los más recónditos vericuetos de la condición humana a estas horas de la noche pero siempre con la seguridad de volver al nido, de meterme en la reparadora cama que todo lo arregla y todo lo cura durante el pase mágico que nos lleva hasta el siguiente amanecer. Podríamos decir que soy un noctámbulo empedernido, una criatura de la noche que sintonizo mucho mejor con el ocaso, con el acabar, con el apagar que por el contrario, con el empezar o el amanecer.
La casa estaba a oscuras, a excepción de un pequeño flexo que tengo para iluminar la pantalla del ordenador. Me hice el ánimo y me levanté en busca de la piltra pertrechado, como cada noche, del leve resplandor de la pantalla del teléfono móvil que guía mis pasos por el pasillo y las escaleras que ascienden al primer piso. El camino que tuve que andar fue largo pues en primer lugar me dirigí a la puerta de casa para comprobar que estaba bien cerrada. En cuanto dejé la puerta principal empezó todo, decenas de criaturas acompañaron mis temerosos pasos por el pasillo en dirección a las habitaciones superiores. Salían de todas partes, se filtraban por las paredes y por debajo de las puertas como sombras que rápidamente tomaban consistencia y me echaban el aliento en el cogote. A cada paso que daba, mayor era la presión que sentía a mis espaldas, yo sin girarme en ningún momento, completamente aterrorizado. Escuchaba el rumor de sus pasos fantasmagóricos, atropellados detrás de mí como pugnando por alcanzarme. Algunos se descolgaban desde el techo, otros corrían a lo largo del pasillo utilizando sus cuatro extremidades que apoyaban en suelo, paredes y techo, desaforados, con las bocas abiertas y los ojos desorbitados. Parecían tener la capacidad de traspasarme, de introducirse en mi cabeza desde atrás. En eso, pasé por delante de la puerta del baño entreabierta y pude ver mi sombra reflejada en el espejo del baño, pero no estaba sola, compartía espejo con una niña en camisón, de sonrisa burlona, ojos y dientes amarillos y piel llagada que rápidamente y con ayuda de sus brazos intentó zafarse de la dictadura bidimensional del espejo, para salir de él e incorporarse al séquito de entes que ya perseguían mi maltrecho ánimo. Así, al llegar al recodo del pasillo que daba a la escalera, el tenue resplandor del móvil iluminó los primeros peldaños y yo comencé a ascender escaleras arriba con el vello totalmente erizado. Aquella jauría de seres perseguidores pareció darme una ligera tregua para permitirme abordar los primeros peldaños sin tropezar, la presión a la que me tenían sometido se alivió ligeramente pero solo para permitirme ascender los 4 o 5 primeros escalones. Sin embargo, entonces tuve la ocurrencia de dirigir el resplandor de la pantalla del móvil hacia abajo y ¡maldita sea!, allí estaban asomando sus cabezas burlonas por el filo de la esquina del pasillo que daba a la escalera, ¡cómo reían! y ¡cómo saltaron ágiles tras de mí! Algunos caminaban a cuatro patas por el techo mientras otros recorrían las paredes de la escalera como sombras que se ponían a mi altura. Los que por el techo andaban descolgaban sus cabezas, como desnucados, las lenguas colgando y siempre riendo por encima de mí. El ascenso al primer piso se me hizo eterno, sentía mi vello erizado y el culo prieto, soportando cada vez una mayor presión de estas goyescas criaturas. Por fin alcancé el rellano y me dirigí hacia mi dormitorio. Entonces sentí que se metían debajo de la cama y alargaban sus brazos descarnados para intentar atraparme por los tobillos. Intenté reunir la mayor entereza de la que fui capaz en el momento de sentarme en la cama y descalzarme aunque sentía su fuerte presencia acechándome. Por fin logré introducirme en la cama con un rápido movimiento de piernas acompañado por el rebote de mi cuerpo sobre el colchón y un fuerte tirón del edredón que tapó mi cuerpo hasta el cuello.
Sólo entonces sentí un cierto alivio, bajó mi desazón y empecé a sonreír como un tonto, al comprobar que aún con 45 años seguía teniendo el mismo miedo infantil a la oscuridad que me había acompañado desde la infancia y que acompaña a todos los seres humanos por muy valientes y ajenos a la fantasía que sean.

sábado, 20 de febrero de 2016

Y no me di cuenta


Cuando era un niño, la vida pasaba lenta y pesada, con todo porvenir y una cierta angustia ante el enorme abanico de posibilidades que se abría ante mí. Era todo potencial y mi mente se debatía intentando cristalizar o concretar alguna de mis mil opciones. Todo estaba en la imaginación y la tarea consistía en traerlo desde el campo de las ideas y la fantasía hasta el terreno tangible de la realidad, ¿cómo hacer realidad alguno de esos sueños?, ¿cuál sería el mecanismo concreto para intentar materializar algunas de mis ensoñaciones?
Muchas veces he empujado inútilmente, en la dirección equivocada, pensando que aquello me podría llevar a alguna parte pero dando palos de ciego, sin tener una idea definida de futuro frente a mí, ¡Cuánto desperdicio! Si bien es verdad que siempre, absolutamente siempre, crecemos. Todas las experiencias vitales dejan un poso que nos configura, incluso aunque no nos demos cuenta.
Y sin darme cuenta, ese niño, ese mismo yo, con mis tonterías y mis bondades, alcanzó los años de la concreción, los años en que empezaron a cristalizar opciones concretas, caminos concretos que ya nunca podrían desandarse y decisiones concretas que marcarían el resto de mi vida. Fue una época en la que gocé de cierta perspectiva para constatar como lo potencial se realizaba en algo tangible, como un esfuerzo en una determinada dirección me llevaba a un lugar concreto y no a otro. Fue una época de construcción de mi casa, de mi bienestar, de toma de decisiones de las que me he arrepentido en ocasiones. Fue la época que me enseñó donde estaba la cima, me mostró el camino hacia una cima y yo lo tomé satisfecho y con un sentimiento de plenitud como si fuera sabedor del secreto de la vida.
Y no me di cuenta de que aquello tenía un precio, un precio pagado en horas, días y semanas de recorrido vital, de gran maduración hacia otras etapas de la vida de menos potencial y mucha más concreción, tanta que a veces parece una jaula de la que no puedo escapar.
Ahora tengo 45 años y tengo un trabajo concreto, una casa, una familia y un cuerpo concretos. No me he dado cuenta pero mi cuerpo, mi carcasa vital tiene ya muchas horas de vuelo, me he adentrado tanto en todos los caminos por los que he andado que ya no hay vuelta atrás, ya no sé volver, solo me queda seguir hacia delante, siempre pagando el tributo del tiempo. Yo sigo siendo el mismo, con mis tonterías y mis bondades y casi no me he dado cuenta del elevado precio que he pagado. Solo a veces, cuando miro a mi alrededor, y veo la vejez reflejada en las personas que me acompañan, soy ligeramente consciente de que, inconsciente de mi, también yo me estoy haciendo viejo. ¡Es increíble que esto me pase casi sin darme cuenta!
Y no me di cuenta y mis articulaciones se anquilosaron, y mi cuerpo se volvió rígido, y el pelo se me fue haciendo cada vez más ralo, la frente y la coronilla más despejadas, y me acostumbré a la travesía, a la velocidad de crucero que ahora me ha llevado tan lejos que ya no veo mi juventud ni con catalejo.
El suelo se va alejando cada vez más y ahora me lo pienso dos veces si he de sentarme en él, el libro se va acercando y ahora la letra es más borrosa que antaño pero yo sigo sin darme cuenta.
Ya no se ve tierra, navego por el ancho océano y me asusta encontrar la otra orilla que será la del eterno descanso. Tengo miedo de dejar el grifo de la vida abierto, sin darme cuenta, y descubrir un día que la cisterna se ha vaciado, que ya no queda agua para alimentar mis minutos y mis horas.
Quiero darme cuenta, quiero ser consciente de cada cana, quiero saborear cada instante sin perder la perspectiva de mi vida y sintiendo la satisfacción de lo que está bien empleado. Despertar del sueño de la rutina, que el día a día parezca un nuevo invento irrepetible cada día. Sin embargo, quizá el no darme cuenta es un mecanismo de defensa que me protege del vértigo escatológico de la vida, quizá un feliz y despreocupado crucero es la mejor solución para llegar a buen puerto. Definitivamente creo que el no tener conciencia del paso del tiempo es sinónimo de felicidad, no hay que tener miedo a dejar el grifo de la vida abierto y descubrir algún día que ya se acaba. Así que, prefiero seguir sin darme cuenta.

sábado, 16 de enero de 2016

La Casa del Viento

Sopla muchos días el viento aquí, es de locos pero el viento sopla y sopla. Y la casa se asoma en lo alto del recodo y contempla la cuenca reseca, arcillosa y gravera, excavada por el rio seco desde siempre.
El abuelo la construyó aquí, junto a la bocana del recodo, abandonada al albur de la garganta profunda que exhala su abundante aliento contra las paredes de la vieja casona, limpias y expurgadas de tanto aventarlas. Los cantos rodados que conforman el ánima de estos muros han eclosionado como los dientes de un niño y serán lo último que se lleve el viento cuando no quede argamasa que los una.
El poniente no cesa, pueden ser días o semanas de cálida exhalación que se lleva el alma de todos los seres vivos que habitan la finca. Se la lleva el viento dejando un rastro, o más bien un rastrojo, reseco y enjuto, un recuerdo de lo que allí intentó medrar. Ya me ha tumbado las matas de habas, ya me ha tirado la flor de los olivos y de los cítricos, ya me ha secado la gota de agua que ayer les puse. Esta tierra está maldita, nada crece en ella mientras este maldito poniente siga soplando con fuerza.
Otros días las palmeras altaneras saludan al levante, que aunque viene amerado, trae malos modales y sacude la verdura con rachas insolentes. ¡Ay qué las tumba! Cómo se balancean las palmeras, qué vaivenes marcan sus coronas y yo me deshago en cálculos para saber si su copo alcanzará la vieja casa en caso de accidente.
La casa del viento es también la casa de los olores, olores que trae el viento, aromas lixiviados de la madre Naturaleza que tan solo el rocío humedece. Olor a sol, a azul cielo y a tortilla de calabacín en las largas tardes de verano. La tierra está tan seca que cruje al pasar y exhala pequeñas nubes de partículas con las que se alimenta el viento que reparte esos efluvios por doquier.

El mar a un lado, al otro el abismo, y al menos algún día, llega una brisa suave y aromática con olor a salitre cuando viene del este u olor de hogares encendidos cuando sopla del oeste. El mar y la tierra se reúnen a orillas de la casa, la casa del viento, que siempre pasa, que va o viene, pero siempre pasa. En ella no crece nada, tan solo una rosa, la rosa de los vientos.

Nota: Texto inspirado en la casa que construyó mi abuelo Eduardo en la riba del río Monnegre o río Seco en el término municipal de El Campello.