lunes, 30 de enero de 2012

Palomita de la Paz

30 de Enero. Día Escolar de la Paz y la No Violencia

Concepto expresado por Picasso

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Concepto expresado por mi hija



domingo, 29 de enero de 2012

Annie ya no es una niña

Intrigado y embelesado por la voz española de Rapunzel, la última princesa alzada por Disney al Olimpo de la realeza infantil, me he topado con Annie.

Annie, esa popular huerfanita producto de la imaginación del dibujante Harold Gray que tan acertadamente se encarnó en el musical homónimo de Broadway estrenado en 1977 y la posterior película de John Huston del año 1982. En España, el musical Annie se estrenó en 1981, pero qué tiene que ver Annie con Rapunzel. Pues bien, comparten la misma voz, la voz prestada por Carmen Pascual, actriz de doblaje y cantante desde su más tierna infancia.

Después de la versión de Carmen Pascual en 1981, el musical se repuso en España por dos veces más, una en el año 2000 y otra en el 2010. Y ha sido al cruzar el puente temporal que une la versión de Carmen Pascual con la del cambio de milenio, casi 20 años después, que me he dado cuenta de que Annie ya no es una niña y de que la sociedad española tampoco lo es.

Esto me ha quedado manifiesto escuchando el tema central del musical, “Mañana”, y como este futuro inmediato ha adquirido tintes peyorativos en la impaciente sociedad actual.

Annie canta al mañana como símbolo de la esperanza y repositorio de la ilusión, como la necesaria perspectiva temporal que hace pequeños nuestros problemas del hoy, y así dice “si tú tienes fe, mañana hallarás a todos tus problemas solución”. Hoy tenemos un gran problema pero “qué te apuestas tú a que mañana sale el sol”.

Sin embargo, “mañana” ya no es solución para la sociedad actual, lo queremos todo para ayer y nos imaginamos que “mañana” posiblemente todo irá a peor.

“Mañana” convertido en símbolo de la inoperancia de los países que no hace tanto tiempo sabían vivir el hoy. Hijos naturales de la procrastinación, nos han aleccionado desde pequeñitos hacia una visión deficitaria e impaciente del mundo: “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”.

En pleno siglo XXI, luchamos con fuerza contra el cliché “en España todo es para mañana”, así que Annie, no puedes esperar hasta mañana.

En otro orden de cosas, ha habido otro tema de la recién nacida Annie de 1981 que me ha chocado. No he podido evitar dibujar una sonrisa al escuchar a las huérfanas cantando con voz angelical eso de “¡Esta vida es criminal! Sin comer, hay que barrer. Sin dormir, hay que fregar. ¡Esto es criminal!... Las palizas ni siquiera te hacen daño…”

¡Qué cantidad de palabras políticamente incorrectas por centímetro lineal! Annie, debes cuidar tu vocabulario. He respirado con alivio al comprobar que la Annie universitaria, 20 años más tarde, ya había sido aleccionada y había moderado su vocabulario cambiando el título de la misma canción por el de “Esta vida no es vivir” y nada de palizas, que en la versión del año 2000 se han esfumado, porque ahora no se le puede levantar la mano a un niño.

En fin, Annie ahora ha formado su propia familia y pronto tendrá hijos que nacerán con aquella candidez infantil gracias a la cual, Annie podrá hablarles de nuevo del “mañana” con ilusión y esperanza.

Carmen Pascual (Rapunzel) en 2011

martes, 24 de enero de 2012

Un caso de combustión humana espontánea


Habían pasado ya algunos años desde que Eduardo pisara por primera vez la Universidad Nacional de Rosario para comenzar lo que iba a ser una ordinaria licenciatura en Psicología. Desde siempre, a Eduardo le habían interesado los intricados vericuetos de la mente humana y pensó que la psicología podía ser un buen camino para sublimar aquella pasión hacia un futuro profesional. Lo que no entraba en los planes de


Eduardo fue la deriva que tomarían sus anhelos intelectuales a medida que iba descubriendo que la ciencia ortodoxa no lo explica todo, o más bien, que explica bien poco.

Es así, como poco a poco se fue interesando cada vez más por otro tipo de incógnitas, más retadoras y transcendentales, y se fue desviando hacia el objeto de estudio del Departamento de Parapsicología alojado dentro de la propia Facultad de Psicología.

Meses atrás, había comenzado su tesis en el Departamento y, ciertamente, desde que el profesor Matías Muller le encargara aquel trabajo de investigación sobre la combustión humana espontánea, no conocía el descanso. Se encontraba totalmente embrujado por un tema que le iba absorbiendo cada día un poco más a medida que profundizaba en la confusa información existente sobre los cerca de 200 casos reportados desde el s. XVII.

No podía entender como un cuerpo humano podía llegar a un estado de calcinación tal cuando ni siquiera los hornos crematorios, que trabajan a temperaturas de alrededor de 900ºC, consiguen consumir completamente los huesos que han de ser molidos posteriormente.

Aquella calurosa tarde de diciembre, Eduardo había decidido cambiar un sugerente paseo con su novia a lo largo del margen del río Panamá por una sesión de rancia investigación. Completamente embelesado por el hallazgo de unos cuantos casos de combustión humana espontánea, que se encontraban aparentemente muy bien descritos, no reparó en la tremenda temperatura que marcaban los termómetros aquella tarde, ni en el hecho de que la biblioteca del departamento carecía de aire acondicionado. Aquella vetusta biblioteca del Departamento de Parapsicología, situada en un semisótano y rodeada por un cinturón de ventanucos, hacía honor a los incunables libros de misterio que alojaba en su interior. Con sus paredes forradas en madera de caoba, su moqueta verde y su larga y robusta mesa central del mismo tipo de madera oscura, aquella estancia transmitía una atmósfera vinculada con lo ancestral, lo ignoto, lo secreto. La luz de la lámpara de mesa con la clásica pantalla de vidrio verde se hacía insoportable y Eduardo se levantaba, de tanto en tanto, para refrigerar un poco su cuerpo circunvalando la gran mesa con algún libro entre las manos.

Era tal el calor de aquella canícula que su cuerpo no paraba de sudar, y las moléculas de agua exhaladas por sus poros parecían huir de la estancia como del mismísimo infierno.

Eduardo buceaba en un mar de casos; nombres, fechas, circunstancias. Todos los casos le fascinaban por diferentes razones, desde los primeros como el de Nicole Millet o el de la condesa de Cesena, Cornelia Zangrari di Brandi, en los que los datos eran confusos y escasos hasta los más recientes en el s. XX, como los de Mary Reeser o John Irving Bentley.

Últimamente, andaba todo el día a vueltas con el libro De Incendiis Corporis Humani Spontaneis, escrito por el francés Jonas Dupont allá por el año 1763. Dupont se había convertido en el notario de aquellos primeros casos dejando constancia de este extraño y amenazador fenómeno. La lectura compulsiva de la edición facsímile propiedad del Departamento estaba resultando tan intensa que casi le parecía percibir el olor a pergamino rancio que de buen seguro exhalaba la obra original custodiada en la Biblioteca de Paris. El libro, que no escatimaba en detalles, le había permitido hacerse una composición de lugar bastante aproximada del sufrimiento que devastó el cuerpo de Nicole. La víctima, o mejor dicho los restos que escaparon de aquel ardor inmisericorde, es decir, la cabeza, parte de la columna vertebral y las extremidades inferiores, fueron encontrados en una silla de la cocina que permaneció indemne. El marido de la víctima era el principal sospechoso pero un joven y hábil cirujano llamado Nicholas le Cat fue capaz de convencer al jurado de que estaban ante de un caso de combustión humana espontánea, y por ende, introducir de lleno el fenómeno en la jurisprudencia.

Y cómo había sido posible, que aquella dama de la alta sociedad italiana, la condesa de Cesena, entregara sin remisión todo su abolengo para quedar reducida a una pila de cenizas que dejaban en la mano una humedad grasienta y maloliente, siempre según el libro de Dupont.

De acuerdo, parecía haber un denominador común en todos los casos: casi siempre se trataba de mujeres entradas en carnes, de movilidad reducida, y solía haber una fuente de ignición externa produciéndose lo que se había dado en llamar “efecto mecha”. Sí, no lo podía negar pero en lo más profundo de su ser, Eduardo sabía que había un pequeño porcentaje de los casos que se podían catalogar como una auténtica combustión humana espontánea, sin causa aparente. Estos son los que más le interesaban y su determinación para dar con la auténtica causa se había convertido en algo inquebrantable.

Mientras tanto, la temperatura de la estancia subía inexorable, quizá espoleada por la frenética actividad cerebral de Eduardo, y los cientos de casos que se arremolinaban en su mente buscando respuestas. El investigador buscaba la respuesta en algún tipo de mecanismo interno del cuerpo humano que se hubiera mantenido todavía ignoto para los hombres. Aquella partícula subatómica, el pyroton, producto de la imaginación de Larry Arnold, le parecía ridícula como explicación al fenómeno. No había ni la más mínima evidencia física de la existencia de dicha partícula. ¿Cómo iba a ser el pyroton el responsable último de los auténticos casos de combustión humana espontánea?

La exploración detallada de los casos fue llevando a Eduardo hasta casi nuestros días, en un estado emocional que perdía enteros por momentos hasta rozar el trance.

Así, recaló en otro famoso caso acaecido en el siglo pasado, el de Mary Reeser que era una viuda de 67 años con problemas de sobrepeso y residente en Florida. La última vez que se la vio con vida fue el 1 de julio de 1951, cuando su hijo y su casera, Pansy Carpenter, estuvieron con ella por la tarde. Esa misma noche, a las 5 de la madrugada, la señora Carpenter se despertó espoleada por un fuerte olor a quemado y cuando, por la mañana, fue a casa de Mary, notó que el picaporte estaba caliente, por lo que, alarmada, accedió al domicilio. Todo el apartamento mostraba daños debidos al calor por encima de los 1,2 m de altura. Las paredes estaban cubiertas con un hollín grasiento, un espejo se había roto y varios objetos de plástico se habían fundido. Por debajo de esa altura, la única evidencia de fuego era una pequeña zona circular quemada donde había estado Mary Reeser.

Eduardo empezó a sentir ciertas molestias digestivas, lo dramático de su investigación le estaba afectando personalmente y se hacía evidente que no era capaz de gestionar esa invisible barrera que todo investigador debe interponer entre él y el objeto de su investigación, especialmente si se tratan hechos luctuosos.

Pero, ¿cual era el motivo último de la combustión?, ¿qué causa podía explicar la muerte del doctor John Irving Bentley, convertido en una nube de hollín azulado que flotaba en el ambiente de su propia casa? John Irving Bentley, cirujano retirado de 92 años, había muerto calcinado en su propio cuarto de baño junto a su andador con los mangos de plástico todavía intactos.

Eduardo estaba casi convencido de que el quid de la cuestión había que buscarlo dentro del propio cuerpo. Bajo este punto de vista, él concebía el cuerpo como una máquina que se alimentaba a base de energía oxidativa y estaba claro que debía de haber algo, que en un momento dado, quebraría el balance energético y permitiría el descontrol de la reacción oxidativa responsable del sostenimiento de la vida de ese cuerpo.

En las calorías estaba la solución; y fue en el preciso instante que empezaba a vislumbrar ese atisbo de solución cuando comenzó a experimentar un aumento súbito de su temperatura corporal. Necesitaba un respiro. Sin darse cuenta, el fervor con el que había abrazado su proyecto de tesis se estaba convirtiendo literalmente en un hervor. Los ardores digestivos se incrementaron al tiempo que empezaba a notar un foco de calor en su pecho, más concretamente, en el pulmón izquierdo, cerca del corazón.

Asustado se llevó la mano al pecho pensando que estaba siendo víctima de un infarto pero en realidad su corazón latía como un caballo desbocado y el inopinado aumento local de temperatura se distribuía con avidez al resto del cuerpo. Notó como un latigazo que le sacudió la médula espinal y transmitió de forma casi instantánea la irresistible sensación de quemazón hasta la punta de los dedos de todas sus extremidades que parecieron escupir las uñas.

El ardor digestivo se transmutó en otro tipo de escozor, el estómago pareció girársele del revés al tiempo que su intestino se descomponía y se hinchaba insoportablemente como si fuera a estallar.

Había perdido completamente el control aunque todavía se mantenía consciente y su respiración entrecortada parecía alimentar aquello que le devoraba por dentro con cada nueva inhalación. Consternado, empezó a ver como el aire que le rodeaba se iba enrareciendo poco a poco, olía como a humo de barbacoa mezclado con el hedor agrio de sus propios jugos gástricos en ebullición.

En aquel momento, pidió clemencia al Todopoderoso para que apagara cuanto antes el hilo de entendimiento que todavía le quedaba. El calor del pecho era ya tan infernal que había saturado el umbral de dolor de los nervios que lo enervaban y sus exhalaciones eran cada vez más densas, blanquecinas, untuosas,… Por fin, la plaga ardiente entró por la base del cráneo, arrasando el bulbo raquídeo y el cerebelo. La oleada se extendió de atrás a delante apagando primero la visión y provocando un súbito aumento de la presión intracraneal que encontró en las fosas nasales su principal vía de escape. Podemos decir que la última sensación que experimentó aquella criatura cognoscente fue como si su cerebro se encogiera como una esponja y terminara rebotando dentro de las paredes óseas del cráneo.

Y fue uno de estos rebotes el que logró sacar a Eduardo del estado de ensoñación indigesta en el que había caído desde hacía ya una hora, entre otras cosas, porque fue acompañado de un fuerte cabezazo contra la mesa de caoba.

Cuando se despertó bañado íntegramente en sudor, apenas entraba ya luz por los ventanucos de la biblioteca. El cielo se encontraba anaranjado y su reencuentro sensorial con el mundo pareció bendecido por el lejano y melancólico graznido de una bandada de aves que iban ya de retirada.

La pose contorsionada en la que había quedado su cuerpo dio paso a una serie de estiramientos, bostezos y risas que convencieron a Eduardo para tomarse las cosas con más calma y no acabar, literalmente, quemado.

El calor de la velada seguía siendo infernal aunque a Eduardo, la tarde noche le resultaba ahora extrañamente fresca.


Dedicado afectuosamente a mi hermano Eduardo, del que he tomado su nombre sin su permiso para dar un paseo por el Infierno.



sábado, 21 de enero de 2012

¡Si Mao levantara la cabeza!


Entre estas dos fotos median aproximadamente 50 años. Si a Mao Tse-Tung le hubieran dicho que su modelo comunista iba a desembocar en una iconografía como la de la segunda foto, quizá se hubiera pegado un tiro. Realmente no lo sé.
Lo que sí intuyo con bastante claridad es que no todos los chinos pueden comprarse un iPhone; algunos siguen viviendo en 1959.

Cola de gente para conseguir comida en 1959

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Cola de gente para comprar el iPhone4 en 2012