jueves, 24 de diciembre de 2020

La Kelly Transcendente

 


Dicen los grandes maestros que el camino hacia la iluminación está en las cosas mundanas de nuestro día a día.

Y ciertamente, cuando uno se dedica a limpiar y ordenar exteriormente, también lo hace interiormente, y me explico.

A veces, cuando nos embarcamos en lo que nos parece el gran viaje de nuestra vida en busca de la paz interior y la conexión con el cosmos, nos revestimos equivocadamente de un halo de solemnidad a la altura de la elevada meta que perseguimos. Sin embargo, ese no es el camino y el problema es que nunca lo sabremos hasta alcanzar el tan ansiado grado de sabiduría e iluminación. Precisamente, porque estamos a oscuras, necesitamos un maestro que nos guie y nos haga saber que los senderos hacia una vida plena no están adornados de oropeles y amenizados con música celestial. Los caminos de vida son aquellos humildes senderos que recorremos todos los días, casi sin darnos cuenta en piloto automático, y que por su cotidianidad parecen desprovistos del mínimo atisbo de poder transformador.

Es precisamente, cuando te dedicas a mantener la homeostasis de la vida, humildemente, sin mayores pretensiones, cuando entiendes el secreto de la plenitud. Es cuando te das cuenta de que la plenitud se construye con ladrillos tan minúsculos que resulta muy difícil extrapolar el resultado de ir colocando pacientemente aquellas minúsculas piezas.

Este comportamiento es bien conocido en los monasterios de mojes meditadores. Aquellos afortunados monjes que han sido asignados a la cocina son habitualmente los primeros en llegar a la cima del “satori”.

A base de limpiar cada fin de semana, prestando cada vez más atención a los pequeños detalles, a los pequeños rincones, y escuchando música de Julio Iglesias, yo he descubierto el camino que ensalza el valor de la vida. Son todas esas pequeñas hojitas con las que luego podremos montar el árbol, y cuantas más hojas, más frondoso. Y lo más gracioso es que esas ramitas y hojitas siempre van a estar al alcance de nuestra mano. Siempre las vamos a poder coger a pesar de la enfermedad o la desgracia. La vida siempre nos tiende la mano para seguir respirando y si ponemos el foco en eso que parece insignificante, respirar, hacer la comida, limpiar, contemplar, finalmente descubrimos que de eso se trata y lo demás son utópicas fantasías.

¡Y mira que es fácil! Y lo claro que lo tienen todos los seres vivos de la creación, pero sin embargo, el ser humano tiene la perniciosa tendencia a construirse una realidad llena de fantasías mentirosas porque el presente no le satisface. Tanta atención plena y mindfulness, y resulta que estamos todo el tiempo pidiendo explicaciones, justificaciones y argumentos para vivir. Si tuviéramos la humildad de una hormiga, alcanzaríamos la iluminación instantáneamente, sentiríamos de forma inmediata, sencilla y sin necesidad de explicaciones, la conexión con el Universo.

Nuestra capacidad de raciocinio nos da aparente ventaja a la hora de adaptarnos al medio y sobrevivir pero también presenta un reverso tenebroso y desadaptativo, es decir, sólo queremos vivir la vida que nos imaginamos como digna de ser vivida. Y ahí es cuando nos desviamos y empiezan las depresiones y la pérdida de plenitud.

Observa un perro, un gato, un árbol, y haz lo que hacen ellos. ¡Ya tienes maestro!

miércoles, 23 de diciembre de 2020

GRIS

 


Aquel día de otoño me recibió con un ambiente brumoso que sintonizaba perfectamente con mi propio estado de ánimo interior.

Al asomarme a la ventana recién levantado pude ver como la calle se desdibujaba en la pugna entre la luz del día que quería despuntar y las tinieblas de la noche que se resistían a abandonar las horas que les son vedadas.

La calle parecía contar la historia de un mundo perdido, lleno de olvido, de sonidos lejanos, de lejanía en sí mismo. La realidad clara y llana de los días soleados había dado paso a otra realidad llena de recovecos, sombras y dobleces. Una realidad ignota, que escondía muchas cosas, cosas que no querían ser vistas, quizá por su fealdad, quizá por sus oscuras intenciones. La calle se había vestido de gris, un color que no está en el arcoíris porque no pertenece a la luz pero tampoco es oscuridad.  Es el color que deja entrever, el color de las sombras, que delata las presencias sin hacerlas manifiestas.

El color gris representa la eterna pugna entre la luz y las tinieblas, es ese limbo o purgatorio que no se decanta ni a favor del bien, ni a favor del mal. Es un lugar de tránsito en el que pululan los seres decidiendo su camino hacia lo luminoso o hacia lo oscuro. Todo se permite en el color gris, es un color que no toma partido, no juzga. Quizá es el color de las ánimas antes de ser redimidas.

Aquel día de otoño todo era gris, ¿no es el otoño una estación de tránsito? La estación de las sombras que resbalan fugaces sobre las cortezas de los troncos desnudos, sobre las tapias mohosas, sobre las oscuras pátinas de los charcos de la calle.

Aquella mañana de otoño la realidad se mostraba velada, y conformaba una especie de laberinto de claroscuros que conectaba directamente con mi laberinto mental en el que me encontraba atrapado buscando desesperadamente una brizna de alegría.

Pero el otoño no está para alegrías. El otoño sólo nos puede brindar su decadencia protectora que no exige más, que se conforma y que acepta infinitamente el transcurrir del tiempo hacia el inexorable final. ¡Me reconforta!

De hecho, es mi estación favorita, tan humilde, tan dócil, sin mayores pretensiones que la de apagarse, extinguirse, oscurecerse definitivamente.

En definitiva, el gris es un color de dos caras, empiezas viendo una para terminar viendo la otra, estás obligado a caminar, a removerte, a pasar por la puerta del gris.

Así que, el color gris es una puerta. ¿Qué hay tras ella? Eso ya depende de ti.