viernes, 28 de agosto de 2020

Aceptando el fin

 


Ahora, que alcanzo el fin de las vacaciones de verano y vuelvo a sentir esa sensación agridulce de transición hacia un nuevo estado vital y mental, me doy cuenta que la vida está llena de principios y fines.

Los principios son en sí mismo, por definición, esperanzadores. Comenzamos a caminar por un nuevo camino con la esperanza de alcanzar un futuro mejor, un estado mejor. Por tanto, los principios son siempre motivadores y llenos de ilusión. ¡Vamos!, a no ser que sea el principio de una estancia en la cárcel o una misión de guerra.

Sin embargo, todo principio lleva ineludiblemente asociado un final y a los humanos no nos gustan los finales. No nos gusta que se terminen las cosas, en el sentido de que algo que atesorábamos se ha acabado. Puede ser desde el bote de Cola-Cao, el gel de baño, el dinero de nuestra cuenta bancaria o nuestro tiempo. Quizá los “fines” materiales son más llevaderos, sobre todo en esta sociedad de consumo basada en el “usar y tirar”. Siempre podemos reemplazar el objeto terminado por otro, siempre podemos cambiar el frigorífico cuando llega al final de su vida útil o el coche, es decir, la ilusión por estrenar algo nuevo tapa rápidamente el disgusto que nos produce que algo se termine. Por supuesto, esta apreciación está muy ligada al poder adquisitivo y aquellas personas que viven en la pobreza no superan tan fácilmente las pérdidas materiales.

Pero, a todo esto, hay una pérdida que no se puede reparar y que, por tanto, es la más dolorosa. Es una pérdida que no se arregla con dinero, que nos afecta a todos por igual y que aterroriza tremendamente a todos los seres humanos. Se trata del consumo del tiempo. Cada vez que termina un periodo, una época, un ciclo, nos damos cuenta de la finitud de nuestro bien más preciado, la vida. Cuando se acaba la fiesta, las vacaciones o el curso que estábamos haciendo, nos ponemos muy nerviosos y rápidamente repasamos si el tiempo consumido ha sido bien aprovechado. Nos es imposible evitar echar la mirada atrás para ver si nuestro bien más preciado, el tiempo, ha sido bien aprovechado, bien disfrutado, bien exprimido. Y este comportamiento es totalmente normal ya que refleja nuestra certeza de que nuestro tiempo en la vida es limitado, puede ser más o menos largo, pero siempre insuficiente.

Yo creo que la mayoría de nosotros queremos dejar nuestra huella en la Tierra, queremos que el Universo se entere de que hemos estado aquí, aunque sean pequeñas cosas, como ayudar a un anciano a cruzar la calle o grandes cosas, como descubrir una vacuna que salve muchas vidas. Y cuando uno de nuestros ciclos vitales se termina, siempre tenemos la duda, como una mosca tras la oreja, de haber aprovechado bien el tiempo consumido, y sentimos la desagradable sensación de que nuestra capacidad de impacto en el mundo se va reduciendo poco a poco.  Entonces, hacemos de tripas corazón, y aceptamos un nuevo principio como único consuelo para la irreparable pérdida que acabamos de sufrir, ese tiempo que se acaba de escapar con más o menos fortuna.

Como si fuera el castigo de Sísifo, estamos condenados a aceptar el fin una y otra vez, en una especie de ensayo constante, repetitivo, que nos prepara para aceptar el gran fin, “la muerte”. Ese es el ciclo vital más grande que puedo imaginar para un ser humano, nacimiento-muerte. Curiosamente, nuestro más amplio ciclo vital funciona como todos los otros pequeños ciclos que hemos vivido a lo largo de la vida. Cuando nos acercamos a la senectud, también echamos la vista atrás y repasamos si hemos aprovechado la vida que se nos dio, y con más o menos satisfacción, vamos poco a poco aceptando que se aproxima algo más terminal que el fin de las vacaciones.