sábado, 31 de agosto de 2019

La hora zen



La hora zen viene determinada por la luz, la luz marca su principio y su fin. Yo la llamo la hora IOI (palo-cero-palo), apropiándome de uno de los símbolos icónicos introducidos en la cultura popular por J.J.Benitez.
El IOI puede representar varias cosas pero para mí representa el tránsito, el cambio de tercio, los asuntos del dios Jano. Un palo-cero-palo no es más que un dios Jano, una puerta de tránsito entre dos estados. Y precisamente de eso va esta entrada, del tránsito entre el día y la noche que es el que más me encanta a mí. Digamos que mis despertares no son demasiado agradables.
Volviendo al asunto de la hora zen, como se leía en los antiguos relojes de sol, “Omnia vulnerant; ultima necat”, o lo que es lo mismo “todas las horas hieren; la última mata”. Como digo, en esta mágica hora la luz frisa la superficie del jardín, y se filtra entre las miríadas de las enhiestas hojitas verdes de la grama, que actúan como un tamiz de claroscuros devolviendo a la vista aquellas longitudes de onda que más amansan y menos hieren.
Observo, en un ángulo de 90º con respecto al sol, una hilera de hormigas que transita por el perfil del tronco de uno de esos árboles tropicales que han invadido nuestros jardines. Las hormigas parecen proyectar también largas sombras sobre el tronco. Todo actúa de tamiz cuando el sol está tan bajo, hasta mi cuerpo y el de los miembros de mi familia que pasan por el jardín actuan de tamiz proyectando sombras grotescas.
Pero no sólo la luz define la hora palo-cero-palo. Yo diría que el olfato es el siguiente protagonista. Todo el ambiente exhala el aroma extraído por una jornada de ardiente sol, todo huele a madurez, a la humedad que vuelve con el rocío.
Si tenemos la suerte de albergar plantas aromáticas o con flores en nuestro jardín, ellas nos regalarán su perfume cada atardecer como las chicas que se acicalan para salir de verbena. Es fácil caer enamorado en sus redes.
Y así llegamos al tercer canto de sirena, el sonido. La Naturaleza empieza a callar, dejando que los sonidos más atrevidos rompan el aire.
Ora un piar, ora una cigarra que se resiste a dejar para mañana su rasgar, ora una hoja que se desprende de un árbol.
Los sonidos se vuelven discretos, lejanos, suaves y van tocando, una a una, las cuerdas del arpa de nuestra alma.
Finalmente, añadiría el tacto. Si estás cerca del mar, la brisa suave y melífera te acaricia durante todo el atardecer. Y si dejas que esta brisa lama la piel desnuda de tu cuerpo, sentirás como tu olor y el calor de tu cuerpo también se incorporan a la sinfonía sensorial de un atardecer en el jardín al lado del mar.

lunes, 26 de agosto de 2019

Viernes



Yo nací un viernes de vacaciones. No era pronto, en vacaciones nada se hace pronto, y la verdad es que no le di mucha guerra a mi madre para venir a este mundo, el panorama que me esperaba era halagador, por qué resistirse.
El hecho de mi nacimiento se celebró con gran algarabía, todos bebieron cerveza bien fresquita y algún que otro mojito, era un viernes de vacaciones.
Mi madre siempre iba en bikini, así que me daba de mamar con mucha frecuencia y mucha facilidad y más aún cuando me llevaban a la playa y mi madre disfrutaba de la libertad del topless.
Prácticamente no usé pañales y crecí con un bañador como única prenda, siempre iba descalzo y mi piel lucía un moreno permanente causado por las largas tardes de los viernes veraniegos. Asimismo, el salitre del mar me colmaba de salud, así que nunca tuve que ir al médico, uno no va al médico los viernes de vacaciones.
El ambiente libertino y relajado que se vivía en mi casa tuvo un fuerte impacto en mi carácter, es lo que tiene nacer un viernes de verano. Lo que más me gustaba era hacer castillos de arena en la playa, íbamos casi todas las tardes y nos encontrábamos con las mismas familias, que estaban veraneando y que eran ya casi de nuestra familia.
Nunca fui al colegio, porque el calendario se encontraba detenido en un viernes de vacaciones. La verdad es que nunca me hizo falta aprender demasiadas cosas, siempre nos levantábamos tarde, desayunábamos y bajábamos a la playa o bien por la mañana o bien por la tarde. De política sí que aprendí porque en la playa se formaban grandes tertulias que intentaban arreglar el país. También de fútbol, se hablaba y se elucubraba bastante con el cambio de entrenadores y con el fichaje de nuevos cracks. Yo de hecho alcancé un gran nivel de fútbol playa y también de voleibol, eran mis deportes favoritos.
La arena formaba parte de mi vida, la tenía incrustada en mi cuerpo, entre los dedos de los pies, y mi cuero cabelludo nunca quedó totalmente libre de granos.
Yo fui un hijo de mi tiempo, de mi presente, no sabía cómo había ido a parar a aquel viernes de vacaciones, ni tampoco cuál era mi porvenir más allá del estado de la mar señalizado puntualmente por una bandera. Eso generó un estado de felicidad inmenso durante los primeros años de mi vida cuando no sabía lo que era la perspectiva vital y mis anhelos estaban reducidos a jugar, con otros niños, con el mar, con la arena y a probar nuevos sabores de helado cuando merendábamos por la tarde.
También aprendí a montar en bicicleta, me enseñó mi padre que estaba de vacaciones hasta el domingo. Un domingo que nunca llegó porque siempre era viernes de vacaciones.
Si mi padre me enseñó a subir en bicicleta, mi madre me enseñó a leer y a escribir. Tenía rellenos cientos de cuadernos Rubio de vacaciones y la verdad es que yo tenía una caligrafía muy bonita. Mi madre también se preocupó porque yo tuviera siempre buenas lecturas estivales, buenas novelas, y fuera conociendo, a medida que mi edad lo permitiera, a los grandes clásicos. Esto me causaba cada vez más desazón, no entendía como todas aquellas gentes tenían siempre tantos problemas existenciales, debían luchar tanto por la vida y parecía que nunca estaban contentos con lo que tenían. Yo, por el contrario, no tenía demasiadas aspiraciones y una especie de sentimiento de felicidad existencial me había acompañado durante toda mi vida. Estaba en paz conmigo mismo.
Los años fueron pasando, siendo siempre viernes de vacaciones, y llegó mi adolescencia. Yo estaba acostumbrado a llevar poca ropa y a ver gente con poca ropa. Mi sexualidad se despertó y cada viernes de verano, quero decir cada día, me fui acercando más a una chica que veraneaba en aquel pedacito de mar que me había tocado en suerte a mí. Entre juegos, nos enamoramos, un amor adolescente, y desde entonces, ya no me interesarían los castillos de arena, ni los chapuzones en el mar a la carrera, sólo me interesaba ella. Curiosamente, ella parecía no disfrutar de esa conciencia intemporal y despreocupada que me embargaba a mí. Ella tenía anhelos, miedos y retos futuros para cuando terminaran las vacaciones.  A ella le costaba centrarse en el lugar y en el momento presente, como si se le escapara entre los dedos de las manos. Yo, por el contrario no sufría, confiado en que ese momento y ese lugar estarían allí para mí durante toda la eternidad. Era como estar en una isla espacio-temporal a la cual arribaban de vez en cuando nuevas cosas traídas por el mar, amores, amigos, objetos, lecturas…
Yo tenía una serenidad providencial pero todo aquello que llegaba a mi parecía destinado a sacarme de mi urna de calma, a desestabilizarme con la tentación del cambio, decían que me estaba perdiendo la vida, que sólo veía una parte de ella, ciertamente agradable pero que perdía intensidad a fuerza de desgaste. Yo no lo entendía, ¿dónde y cómo se puede estar mejor que en un viernes de vacaciones?
Fui creciendo, mi novia se marchó porque tenía que reanudar su vida rutinaria, no vacacional, fue un golpe muy duro, ¿cómo podía abandonar aquel paraíso y a mí, que tanto la quería? Fue entonces cuando empecé a pensar que si quería algo, tenía que salir de mi jaula de oro, que no podía esperar a que las cosas arribaran a mis costas libremente. Si quería algo, tenía que salir a conseguirlo. Y yo ciertamente, quería muchas cosas, quería aprender, ir a la universidad, tener un coche y mi propia casa, conocer a una chica y hasta tener hijos.
¿Pero cómo podía escapar de aquel viernes de vacaciones si tenía un miedo atroz? No me atrevía a dejar la seguridad de mi playa, de los largos atardeceres de verano, del olor de la brisa marina, de las siestas a la sombra de las palmeras. Dejar todo aquello por un futuro incierto era algo superior a mí.
Estaba ya resignado, nunca saldría de allí. La alegría se había tornado hastío y el mar ahora parecía haber perdido su color azul tornándose en un gris que anunciaba tormenta.
Pero al amor me salvó. Mi antigua novia volvió de vacaciones para verme y me dijo que no se volvería a ir si no la acompañaba. Me quería. Yo titubeé un poco pero el amor que sentía por ella me hizo decir ¡vamos! Es evidente que tuve miedo, pero la fuerza imparable del amor tiraba de mí. Ella me sacó de allí, ella me enseñó un nuevo mundo, con sus claroscuros, con sus alegrías y sus tristezas, con todo un abanico de sensaciones que ni siquiera sabía que se podían experimentar.
Me di cuenta de que la vida es rica en sensaciones y en emociones, y que la felicidad está mucho más allá que un viernes de vacaciones. Hay que aceptar el reto, el desafío, si se quiere vivir una vida en plenitud.
Los días pasaron, llegaron los lunes, los martes y todos los demás días de la semana, y todos los disfruté en mayor o menor medida. Valió la pena y sabéis qué, años más tarde, con mi mujer y mis hijos, volví a aquella playa que me había visto nacer un viernes de vacaciones y a todos nos encantó.

Zambulléndome en la felicidad



Tengo yo, en lo más íntimo de mi infancia, una pequeña balsa que construyó mi padre como depósito para el riego pero con una segunda intención no disimulada encaminada hacia el ocio acuático de mi hermano y mío.
Recuerdo cuando una gran excavadora hizo el agujero en el suelo y yo, un chiquillo de siete u ocho años, me metía en aquel socavón polvoriento con mis camiones de juguete trasegando tierra de un lugar a otro de aquel microcósmos creado por el agujero. Luego rellenamos el agujero con grandes cantos rodados, colos les decimos en valenciano, para que la balsa-piscina tuviera una buena solera y no se hundiera por el peso del agua, antes las cosas se hacían a conciencia. Luego vino el hormigón y las paredes de ladrillo, que al ser una balsa de riego, se levantaban metro y medio del nivel de suelo.
No se instaló depuradora y las pareces se dejaron de áspero cemento, nada de finuras de gresite o por lo menos azulejos. En verano, limpiábamos la balsa y se convertía en una piscina de agua clara y en invierno, los batracios proliferaban, las paredes se enverdecían y el suelo se encenagaba pasando a desempeñar funciones de depósito para el riego.
Así que, con el solsticio de verano, mi hermano y yo asistíamos al ritual de limpiar la balsa con mi padre y reconvertirla en un espacio lúdico estival. La balsa no es muy grande, unos 15 m3 de agua, pero en nuestra pequeña mente infantil se nos antojaba un océano, donde navegar, sufrir tormentas con fuertes marejadas, jugar al waterpolo y sobre todo zambullirnos de un salto. Cada salto era como un bautismo, era como caer del cielo para emerger en este mundo, como saltar al vacío de la vida, con todas sus incertidumbres y sus desafíos futuros, sin flotador, como los polluelos que saltan del nido para aprender a volar más o menos por las mismas fechas.
El ritual de reconversión de la balsa en piscina ha continuado a lo largo de los años y todavía hoy, mi padre con casi 80 años ha limpiado la balsa y hemos podido disfrutarla como piscina. Yo, con casi 50, he vuelto a saltar para zambullirme, no sin cierta precaución, y mis hijas de 14 y 10 años han celebrado con gran algarabía la piscina que les había preparado el yayo.
Con el salto al vacío, que todavía me guarda incertidumbres el futuro, he sentido la liquida caricia del agua calentada por el sol. El efecto calmante bajo el abrasador sol de Alicante y cómo cientos de gotitas de agua se convertían en pequeños lentes que filtraban la luz y la descomponían esparciéndose sobre el lienzo añil del cielo alicantino a mediodía.
El niño que fui, y que todavía se esconde agazapado en alguna parte dentro de mí, ha vuelto a sentir la felicidad en estado puro, el gozo de una piscina en verano, y la despreocupación de las vacaciones. Hemos hecho olas con mis hijas, que se sentían zozobrar en medio de la fuerte marejada y hemos dejado que el candor infantil lo envolviese todo en la piscina-balsa que ya ha prestado servicio a tres generaciones.

La rueda ya no gira



Acudo al consuelo que da el poner las cosas negro sobre blanco para referir el hecho luctuoso que hemos sufrido en los últimos días. La hembra de la pareja de hámsteres que teníamos ha muerto. Y no ha muerto tempranamente por enfermedad, ni por ninguna otra causa inesperada que asaltase su tranquila existencia, sino porque la vejez la había puesto en el trance de traspasar.
La contemplación de su breve agonía y muerte me ha hecho reflexionar sobre lo que debería ser cotidiano pensar, la gracia de la vida, la maravilla que nos ha sido concedida a todos los seres vivientes.
Por muy pequeño que sea el ser vivo, como un hámster en este caso, te das cuenta de que la vida es como un milagro, en el sentido de que no tenemos una verdadera explicación de cómo surge, al ver como todas las células de un organismo vivo, miles de millones, son capaces de tocar una especie de sintonía en perfecta armonía coral siguiendo una partitura interconectadas unas con otras. Un ser vivo es como una especie de colonia simbiótica en la que distintos tipos celulares, con sus ciclos vitales diferenciados, son capaces de coordinarse y funcionar al unísono colaborando en el sostenimiento de una entidad superior capaz de generar el reflejo de una inteligencia. Aunque esta inteligencia sea meramente instintiva, no racional, es una inteligencia con capacidad de adaptación al entorno, es decir, con capacidad de reaccionar a los estímulos externos y dar una respuesta coordinada de toda la organización celular que compone ese cuerpo.
Todas las células están vivas, un ser vivo no puede tener partes muertas, aunque estas sean supletorias, o está vivo o está muerto. Se requiere el consenso celular para que toda la colonia eche a andar y el ser vivo viva.
A ser testigo de la muerte sobrevenida a Bolita, me he dado cuenta de que es como si el latigazo de la Parca sacudiera todo el cuerpo de un extremo a otro cortando la comunicación entre las células, o más bien, rompiendo el compás, la sintonía al que todas estaban adheridas, más que matar las células propiamente, proceso que es posterior.
Lo que sí me ha quedado claro es que el funcionamiento de la muerte es el mismo, tanto en un hámster como en un ser humano. Lo que me interesa es la muerte natural, por vejez, por agotamiento natural de ese hálito que correlaciona la colonia de células que componen un ser vivo. Las fuerzas abandonan progresivamente el cuerpo pero no sé qué diantres pasa para que en un momento determinado la biología diga basta y se desplome como un castillo de naipes. Por eso no entendemos bien que es la muerte y no somos capaces de resucitar a los muertos aunque solo unos minutos antes estuvieran vivos. Esa onda que servía para que todas las células trabajaran por un fin conjunto y organizado, se esfuma y no somos capaces de capturarla de nuevo. Es el misterio de la vida, que de momento se mantiene velado a nuestros ojos. Sin embargo, estoy convencido de que en el futuro, la humanidad llegará a entender ese mecanismo y será capaz de insuflar vida a un organismo pluricelular mediante un chispazo vital. Mientras tanto, a mis hijas y a mí sólo nos queda una alternativa, que es comprarnos otro hámster.

BOLITA Y WAFFLES IN MEMORIAM

domingo, 25 de agosto de 2019

Libre albedrío



Continúo estos días enfrascado en el campo de la ontología y de cómo veo yo la esencia de las cosas. Como ya he comentado en ocasiones anteriores, para mí, la realidad es la expresión de la infinita riqueza de matices que pueden ser informados por el SER. Dicho en otras palabras, el magma esencial cristaliza en infinitos detalles que pueden ser observados en la realidad física y que, como si fueran vasos comunicantes, conectan al SER esencial indiferenciado con la variopinta realidad.
Me interesa ahora el devenir de las cosas, el transcurso y la evolución de la realidad. ¿Existe el libre albedrío o el futuro consiste simplemente en la lectura al pie de la letra de una partitura determinista de la que no nos podemos desviar?
Intentaré responder a esta pregunta, obviando lo mucho que ya se ha pensado y dicho sobre este tema, es decir, siguiendo un razonamiento personal.
Desde mi punto de vista, sí existe el libre albedrío pero solo en el plano de la realidad física. Con esto quiero decir que si transcendemos mentalmente hacia el SER esencial, veremos que este no tiene libre albedrío, ni tampoco está sujeto al determinismo. El SER único, indiferenciado y esencial es todo potencialidad, todas las posibilidades están contempladas en él, todas las decisiones pueden ser, todos los planes previamente prefijados también quedan incluidos. Es la variedad de matices que nos ofrece la realidad física, la que nos permite elegir que camino queremos tomar (libre albedrío). Sin embargo, cuando esos matices diferenciales son transcendidos por una esencia superior que los supera y los engloba, la posibilidad de elegir se desdibuja, ya no existen opciones diferentes, ni caminos diferentes entre los que podamos decantarnos, desaparece el libre albedrío y también desaparece la posibilidad de un plan maestro (determinismo) porque todos los planes están englobados y son igualmente posibles.
Por eso yo no creo en entidades espirituales con conciencias diferenciadas, pienso que si abandonamos el plano físico, desaparece la individualidad para fusionarnos con el magma esencial del SER. Por eso no creo en la existencia de fantasmas, ni espíritus, ni ángeles, ni ángeles díscolos que se rebelan contra Dios (o sea, demonios), ni seres de luz, ni apariciones marianas. La individualidad y la conciencia de uno mismo sólo se dan en el plano físico, no la contemplo en el plano espiritual.
En el plano espiritual, no hay libre albedrío para que un ángel tome el camino de rebelarse contra Dios y otros por el contrario permanezcan a su diestra ensalzando su gloria. No hay libre albedrío para que existan espíritus malignos en contraposición a otros que son bondadosos, ya que esas son cualidades que se dan meramente en el plano físico y están fuertemente condicionadas por el juicio del observador.
Asimismo, como corolario de lo anterior, estoy diciendo que, desde mi punto de vista, no existe la vida después de la muerte, entendida como que yo sigo siendo consciente de mí mismo y pululo por ahí como una entidad inmaterial, con alguna capacidad de decidir mínimamente sobre algo que me afecte.
No sé, quizá estoy tentando demasiado a mi suerte y, solo para quitarme la razón, esta misma noche se me aparezca un espíritu visitante de mi alcoba que no me deje dormir. Si sucede, prometo volver cabizbajo a mi blog para anunciaros qué no entiendo nada.