jueves, 10 de diciembre de 2015

GÓTICO


Con el ánimo helado recorro la superficie mohosa de las lápidas que contoneándose pueblan la tierra. La niebla es espesa y repta por el suelo creando la impresión de que todo se encuentra en una especie de suspensión espectral. Fantasmagorías creadas por los retorcidos árboles que parecen haber muerto en el intento de alcanzar la huidiza luz que se atreve a penetrar en aquel mundo de sombras. El ambiente brumoso embota los sentidos y cubre con su velo silencioso lo que algún remoto día fue vida, aquellas flores secas que algún día florecieron, aquella hiedra ocre que algún día trepó vigorosa, aquel metal herrumbroso que algún día mostró sus afilados perfiles y aquella gente bajo tierra que algún día mostraron su sonrisa.
Hasta el musgo se secó de tristeza moteando las cruces de piedra que ya han perdido su altivez y se muestran como tocones inclinados, aquí y allá, como arrastrados por el torbellino del eterno girar de la Tierra.
Una verja eternamente entreabierta nos invita a entrar y caminar por la húmeda calzada adoquinada que conduce a la ermita de las ánimas. Allí han buscado cobijo escapando lentamente por las grietas de las tumbas que ya se hacen polvo alisando sus cinceladas inscripciones.
La hojarasca seca y gris lo cubre todo, hojas que no son de este otoño, que no son de estos árboles alimentados apenas por un hilito de savia, hojas que pertenecen a la eternidad, al paso eterno del tiempo que en este lugar quedo congelado en el momento del eterno olvido.
¡Qué nadie se atreva a mirar en el interior de la ermita si el alma quiere conservar! Qué los vivos se cuiden de molestar, que estos son los dominios de la muerte y los gustos que ella tiene.
La Naturaleza muerta codifica toda la vida que fue, todos los matices, todos los caprichos vitales que dejan una huella indeleble por toda la eternidad. Así que, en realidad aquel lugar es rico en matices maduros, en experiencia, en sabiduría que va diluyéndose en el tiempo para volver a la madre tierra con el reino vegetal por anfitrión.
Un cuervo grazna en la lejanía del horizonte brumoso del cementerio como vigilante y valedor del lento envejecer de los panteones cuyas paredes de piedra húmeda hace años que no han sido tocadas por vivo, y en el interior descansa el último ramo de rosas blancas que ahora parecen de papel al pie de la fotografía del desdichado pudiente.
La bruma amarillea sobre las desnudas copas de los retorcidos árboles, algunas hojas prendidas a las ramas desafían las leyes del otoño en el cementerio y permiten vislumbrar al fondo el imponente pórtico neoclásico, una columna a cada lado sosteniendo el frontispicio triangular y la inscripción latina de un año perdido ya en el remoto pasado.

Más allá a lo lejos, la luz de un tenue candil, la casa del sepulturero que ya no tiene más trabajo que sostener su propio hilillo de vida que se escabulle por el umbral de la puerta en dirección al cementerio, el único cuasi vivo que ya tiene elegido el lugar de su eterno reposo, allí, al lado del rosal amarillo que nunca muere.