sábado, 29 de marzo de 2014

Un viaje de 8330 km


Ella había nacido en un barrio castizo de la capital de España. Se había criado en la dureza del clima mesetario, despertando a la vida justo con los albores de la primavera.
Su cálido hogar la envolvía en una atmósfera densa, y a ella, le encantaba el perfume que emanaba la chacina enganchada a las paredes. Esa amalgama de aromas provenientes del jamón curado del país, el olor dulzón de los cortados con ese toque de leche agria, el humo del tabaco, y el aceite de aromas marineros de la fritanga ligándolo todo conformaban un perfecto coupage sobre aquellas paredes de azulejo que configuraban su hogar nacarado.
Tardes de tertulia impregnaban también las paredes, palabras enganchadas que la fritanga sabía reconciliar con ecuménica maestría, poniendo de acuerdo a la izquierda y a la derecha, a colchoneros y a merengues, a curritos, freelance y parados.
Por nada del mundo hubiera cambiado las ricas juntas del alicatado de aquel bar de Malasaña, pero aquel día, el aroma de un nuevo mundo la cautivó.
La silueta de aquel hombre rompió la estética del lugar. Él era un mocetón de carrillos colorados y andares desgarbados que nunca había visto antes. El bigote de estilo manillar, bien poblado, el cuello de la camisa remachado con puntas metálicas y ceñido por un pasador con forma de cabeza de res, las botas y el sombrero de cuero del bueno, de ese que desprende el fuerte aroma al curtido, todo pespunteado con bordados de estilo charro.
No pudo resistirlo, cayó en sus redes. Aquel olor a nuevo mundo le echo el lazo de manera irremisible bajo la promesa de nuevas y excitantes experiencias. Ella voló rápidamente a su lado como impulsada por el viento de un tornado y quedó embriagada por los efluvios que desprendía su sombrero al calor de la sudorosa testa. Se dejó llevar sin tomar precauciones, arrastrada por sus instintos animales y casi sin darse cuenta se encontró en medio de la calle, fuera del que había sido su hogar natal y sometida a la tiranía de la intemperie.
Sintió miedo, y por eso se agarró fuertemente a aquel ser humano causante de su perdición. El corazón le latía con fuerza mientras hacía grandes esfuerzos para refugiarse bajo el ala de aquel sombrero extraño a sus ojos.
Mientras maldecía su suerte, comprobó aterrada como el responsable de aquel paso en falso se metía en un taxi y se encaminaba hacia el aeropuerto.
El ambiente de la T4 era frío y aséptico. Nada que ver con el cálido, dulce y acogedor cubículo en el que había vivido toda la vida. Un sentimiento agorafóbico recorrió su pequeño cuerpo grabando en su mente la indeleble huella del vacío infinito.
A las 12:20 h de la mañana, embarcaba en un avión de American Airlines con destino a Dallas, Texas.
Había demasiada luz, el sol quemaba y era incapaz de reconocer un solo olor familiar. Olía a plástico, a desinfectante y a aire purificado. Colores vivos, brillantes, comida que parecía artificial, gente nerviosa o apalancada, conversaciones poco edificantes.
Inmediatamente, agradeció que la cabina del avión acotara un poco el espacio, ya se sentía mejor. Además había mucha gente y ella siempre había gustado de rodearse de buena compañía.
Allá en la fila 33, divisó un chico que le inspiró confianza, le era más familiar que el resto del pasaje. Así que, a 10.000 m de altura sobre el océano Atlántico, se acercó a él y le acarició dulcemente la mano agarrándose a las últimas reminiscencias ibéricas que quizá vería en su vida.
El nuevo mundo le esperaba. La tierra de las oportunidades, donde abandonaría la raza porcina para abrazar a los bóvidos.
¡Jamás alguien de su especie había llegado tan lejos!




Dedicat a Cristina, un altre esser ibèric (del nord-est) que va compartir amb mi aquesta aventura americana.