miércoles, 18 de julio de 2012

Juan Sin Tiempo


Aquella noche, Juan se encontraba como siempre atribulado con mil deseos, mil ilusiones y mil quehaceres, y con la creatividad desbocada campando a sus anchas. Desde hacía ya muchas jornadas, acumulaba un soberano cansancio a base de dormir más bien poco como consecuencia de esta servidumbre que lo encadenaba junto al ordenador.
Acababan de dar las 3 de la mañana en el pequeño reloj digital del ángulo inferior derecho de la pantalla plana y su insaciable déspota interior empezaba a mostrar signos de flaqueza y benevolencia hacia el castigado cuerpo que se bamboleaba frente al teclado.

JUAN: Sólo quiero acabar esta frase y me voy a dormir. Tendré que recuperar un poco de sueño porque no me aguanto en pié.

Sin embargo, los párpados le traicionaron por un momento y se cerraron como si no quisieran ver lo que estaba a punto de acontecer. El metacentro de su cuerpo salió de la posición de equilibrio y Juan dio un respingo para no caer de bruces al suelo. Justo en ese momento sus venas aceptaron la postrera inoculación de adrenalina y el corazón no pudo resistirlo, sufriendo un infarto fulminante que dejó a Juan suspendido en ese limbo que hay entre el sueño y la vigilia.
Juan no fue muy consciente de que su cuerpo había quedado tendido en el camino y siguió con el interés puesto es acabar las tareas adjudicadas a la noche. Sin embargo, y a pesar de todo, sentía una extraña sensación que no se atrevía a desenmascarar, por lo menos, hasta que no tuviera aquel párrafo terminado, que la musa de la imaginación es muy traidora y gusta de dejar párrafos inconclusos.
La sensación de extrañeza fue haciéndose cada vez más patente a medida que se oía con más claridad un lejano sonido de trompetas que acompañaba las voces de un coro angelical.

ÁNGELES: Juan, el Altísimo nos envía a comunicarte que has muerto y debes prepararte para abandonar este mundo. A comenzado tu cuenta atrás y debes dejar aquello que estabas haciendo.
JUAN: Pero, ¿de cuánto tiempo estamos hablando?
ÁNGELES: Algo más de 24 horas, dependiendo del tráfico.
JUAN: Bueno, entones todavía tengo tiempo para finalizar un par de quehaceres que sería una pena dejar inacabados. Prometo terminar a tiempo.
ÁNGELES: Por favor Juan, no te retrases en el día de tu entierro o de lo contrario el Todopoderoso no se hará cargo de tu alma.
JUAN: Bueno, ahora sí que he de darme prisa. Creo que voy a tener que priorizar mi lista de tareas pendientes. Subiré unas cuantas posiciones lo de pensar un epitafio. Acabaré esta entrada y lo del libro “Gestión eficaz del tiempo y control del estrés” tendré que dejarlo para otra vida por razones obvias. Lo único bueno de todo esto es que yo bajo presión rindo mucho mejor y seguro que ahora, que me esperan, se me ocurre como acabar este retorcido post de los demonios, con perdón. ¿Y aquella película de Woody Allen que dicen que está muy bien? Se llama Midnight in Paris o algo así, y me voy a quedar sin verla. Y el footing que tenía programado para mañana por la mañana, lo cancelo, ¿no? ¡Vaya fastidio! Tenía que pasarme esto justamente ahora que tengo la agenda a rebosar.
DIOS: ¡Juan, qué te están amortajando!
JUAN: Sí, y ya le dije a mi mujer que la chaqueta se me había quedado pequeña pero no hay manera de encontrar un ratito para acercarme al centro comercial a comprarme una chaqueta decente. Al final mira, hecho un adefesio.
DIOS: ¡Juan, que te están velando!
JUAN: ¡Tantas noches en vela que he pasado yo, que por una pasen ellos! Lo malo es al día siguiente, ¡qué no van a dar ni pico, ni pala con bola y ya veremos como acabo!
DIOS: ¡Juan, qué ya comienzan las exequias!
JUAN: Ya voy, ¡qué prisa! Como si no tuviera toda la eternidad. ¿Nos vamos a poner tacaños ahora por unos minutos de más?
DIOS: ¡Juan, qué el cura ya va por los Salmos!
JUAN: No, si no me quejo, me ha dejado bastante bien.
DIOS: ¡Juan, que el sacerdote se dirige hacia el ataúd hisopo en mano!
JUAN: Perdona Altísimo, ya he dado con el epitafio, ya voy acabando.
DIOS: ¡Juan, qué ya están dando el pésame!
JUAN: Permíteme saltarme este paso, siempre me ha parecido un poco falso y forzado. Es un acto de tedioso dolor.
DIOS: ¡Juan, qué vas camino del cementerio!
JUAN: Es que me acabo de acordar que dejé cuatro camisas en la lavandería, mi madre me había pedido una foto de cuerpo entero, me he dejado la lista de la compra en el bolsillo del pantalón que he puesto a lavar, no he contestado el correo que me envió mi amigo de la infancia hace más de un mes, he de pagar la cuota mensual del colegio de las niñas, para el fin de semana anuncian un alineamiento de Venus, la Tierra y Júpiter, cosa que no volverá a pasar en 250 años, y mañana tenemos reunión de la comunidad.
DIOS: ¡Juan, que te están dando tierra! Ya no llegas.
JUAN: La verdad es que no esperaba tanta gente. Así no hay quien pueda avanzar un par de pasos. Estos imprevistos son los que siempre me fastidian, pero no nos pongamos nerviosos.

El sepulturero dio la última palada y la apisonó cuidadosamente haciéndole un delicado lecho a la rosa que la viuda depositó como símbolo de su amor.
La apesadumbrada comitiva abandonó el lugar poco a poco, y justo cuando la viuda echaba la última mirada a modo de despedida, se presentó Juan, abrumado por la constatación de haber llegado tarde a su entierro. Quedó sentado junto a su lápida cuyo epitafio rezaba así: “Si no llego, no me esperéis”. Ahora, tenía toda la eternidad para reflexionar sobre como autodefinirse sin usar la palabra tiempo.

miércoles, 11 de julio de 2012

El escritor malogrado


Ciertamente, hacía bastante tiempo que le venía dando vueltas. Era como un runrún, como un malicioso gusano que iba royéndole el espíritu mientras él se dedicaba a buscar su daimón, su verdadera vocación.

Veía pasar la vida demasiado deprisa, y sentía como aquellos pequeños detalles, sólo perceptibles por un buen observador y que tanto le llenaban, se le escapaban entre los dedos de las manos a causa de su ajetreado modo de vida.
Qué feliz era observando las tribulaciones de los niños pequeños que se encontraban como en segundo plano. Él era un gran observador del segundo plano y con el tiempo había desarrollado una extraordinaria habilidad para observar la rica realidad que se encuentra más allá de la imagen principal que tenemos delante. Parapetado, precisamente, por esa imagen principal, podía observar tranquilamente sin denotar su indiscreción.
Tenía muy claro que el discurrir de la vida se componía de pequeñas acciones, a veces microscópicas, que ocurrían secuenciálmente y daban cuenta de los grandes hechos que todo el mundo percibe: aquel escarabajo que cruza la calle sin alterarse al ver pasar la rueda del autobús a 10 cm, una señora mayor que con una mirada le pide a un transeúnte anónimo que le ayude a salvar un obstáculo, el gorrión que se posa desprevenido en el alfeizar de la ventana mientras parece abandonarse a sus más íntimos diálogos, la sonrisa, inadvertida por la madre, del bebé que en sus brazos explora su primeras relaciones sociales, la gota de agua que se desprende de la cornisa para caer justo sobre la testa de algún afortunado,
Sí, lo tenía decidido. Quería dedicarse a escribir sobre todo aquello, quería plasmar sobre el blanco lienzo toda aquella tramoya sutil que sostenía la vida para hacerla visible al resto de los seres humanos. Abandonaría aquel estilo de vida insano para intentar sintonizar el ritmo de la Naturaleza. Y además, ya tenía pensado el lugar para su retiro vital. Las mismas tierras que habían cautivado a Machado y a Bécquer, que habían despertado el genio de estos dos grandes escritores servirían para dar rienda suelta a su pluma, se iría a Soria.
Después de un corto periodo de incertidumbre, en el que claramente percibía una sensación de no retorno, resolvió no pensarlo más, y dio el gran paso, no sin cierto vértigo existencial, hacia tierras castellanas. En realidad, era muy raro pues no tenía ascendentes en aquellas tierras pero el Duero, las alamedas, y el paisaje de leyenda que había creado en su mente rendida a la buena literatura le resultaban tan familiares que casi podía sentir la tibieza de la serena creatividad que allí le aguardaba.
Dudó entre Soria capital o algún otro pueblecillo bañado por las tranquilas aguas del Duero, pero eso sí, el Duero debía estar cerca, pues se había convertido en una suerte de arteria portadora de rico oxigeno para un cerebro hambriento como el suyo. Finalmente, escogió un barrio cerca del Parque del Castillo, en las afueras de la capital, que no perdía el contacto visual con el río, y consumó su acto migratorio.
Una vez convenientemente instalado, llegó el momento de sacar el oficio de escritor y para ello, escogió un bucólico paisaje de aguas de lento discurrir, y altas y frescas sombras arbóreas.  Se sentó sobre una gran piedra que hacía las veces de palco sobre el río y desembaló los trastos de escribir.
En aquella tarde otoñal, soplaba una leve brisa que movía las hojas de los altos chopos convirtiéndolos en una suerte de maracas cuyo sonido se entremezclaba con el incesante piar de las oropéndolas, el buitrón y otros pájaros de ribera. También se oía, como en un eco lejano, el sonido de alguna campana que punteaba las horas muertas de cautivadora observación. Allá a lo lejos paró a abrevar un rebaño de ovejas que venía ya de retirada mientras la luz crepuscular se hacía cada vez más tenue.
Aquella tarde, sintió varias veces el impulso de escribir para capturar ese sencillo transcurrir de la vida, pero el sentimiento de paz interior que empezaba a descubrir le hizo posponer sus deberes de escritor para otra tarde más ejecutiva.
A la siguiente tarde, acudió al mismo lugar y volvió a ser abducido por el espectáculo de la naturaleza fluente. Y lo mismo sucedió las tardes que siguieron a estas y las mañanas de invierno que vinieron luego. El papel quedó en blanco, la pluma se secó al no ser reclamada la tinta, y él cambió el oficio de escritor por el de sencillo observador en total sintonía con el ritmo natural.
Su espíritu quedó anegado de paz y serenidad, y con los años, tan solo una palabra apareció garabateada en su cuaderno de campo… “gracias”.