miércoles, 11 de abril de 2012

El Tarot


Siempre he sido bastante supersticioso, así que, ¡maldigo el día en que se me ocurrió coquetear con estos temas! Es cierto que el misterio, lo inexplicable, siempre ha ejercido sobre mi una singular atracción, atracción que mezclada con la superstición me produce un extraño sentimiento de desazón del que no logro escapar.

Cuando ayer pasé por delante de aquella maldita tienda de quiromancia y técnicas adivinatorias sentí el irresistible tirón de la curiosidad. Allí estaba aquella maldita baraja del Tarot de Marsella, tan bonita, con aquellas cartas que parecían ilustradas a mano.

Casi de forma inconsciente, como dominado por un extraño mandamiento, entré en la tienda y sin apenas darme cuenta, sin motivo ni razón algunos más allá de mi equivocada imprudencia, me encontré con aquella baraja entre las manos. Casi podía sentir el relieve dejado por los trazos de la tinta sobre aquellas cartas y un extraño olor que delataba que la baraja no era nueva. El dependiente me confirmó que ya había sido usada, que sus cartas ya habían marcado el destino de algún desdichado, pero que su dueño, por alguna razón no desvelada había decidido deshacerse de ella.

Todos los esfuerzos que he hecho para recordar por qué tuve que entrar y comprar aquella execrable baraja me han llevado al mismo punto, ¡el odioso sentimiento de subyugación de la conciencia que sentí como arrastrada por una cabalgata de Valkirias!

Sea como fuere, adquirí aquella baraja del Tarot de Marsella, o mejor dicho, ella me eligió a mi y desde entonces he vivido bajo el peso de su dictado pavoroso, que como una condena sin remisión me persigue allá donde voy.

En estas horas bajas en las que me encuentro, he querido dejar constancia escrita de un hecho que será pasto para los amantes del misterio, y a buen seguro aleccionará a más de un incauto, que como yo, se deje seducir por lo que no ha de ser revelado a los hombres. Espero que mis trémulas palabras sirvan para algo.

Como decía, fue ayer que compré estos réprobos naipes y parece que estaban ansiosos por convertirse en mi juez, pues nada más salir de la tienda, mientras caminaba por la calle con la conciencia todavía adormecida, un viandante me indicó que se me había caído algo. Volví sobre mis pasos, y allí estaba aquella maldita carta boca abajo. Extrañado, revisé rápidamente el paquete con el que había salido de la tienda, negándome a darle la razón al atento peatón. Sí, parecía que había una ranura entre los pliegues del papel con él que el dependiente había envuelto mi auto-regalo y aquellas cartas debían de estar muy trabajadas pues parecía que tenían vida propia de lo escurridizas que eran. Me agaché a recoger la carta con un gesto que inevitablemente me enseño su anverso, y allí estaba, no podía ser otra, la número 13, el Arcano sin nombre, “La Muerte”.

Mi conciencia despertó de golpe, como si me hubieran dado una bofetada. Inmediatamente, los resortes del mecanismo de la superstición se pusieron en marcha dentro de mi cabeza y tuve la extraña sensación de contemplarme a mi mismo, tembloroso, con aquello entre las manos. ¿Qué hacía yo en medio de la calle trajinando las cartas del Tarot delante de la atónita mirada de los casuales transeúntes?

Llegué a casa azorado y dejé la baraja de naipes en el repleto cajón de mi escritorio mientras decidía que hacer con ella. La verdad es que me quemaba tenerla dentro de casa y estuve a punto de deshacerme de ella por los métodos más rudimentarios y primitivos. Al final, deseché la idea de tirarla por la ventana o por el váter e intenté recobrar un atisbo de razón.

Al despertar al día siguiente, casi no recordaba mis aventuras como cartomante y me fui a desayunar despreocupado. Sin embargo, poco tardaron las cartas en recordarme su señorío.

Abrí lentamente el cajón del escritorio con el secreto deseo de no encontrarlas allí pero, por desgracia, la carta que remataba el mazo por arriba fue arrastrada hacia atrás por el borde superior del hueco rectangular del cajón y cayó por la parte posterior de la mesa al suelo. Allí estaba de nuevo, la carta del destino, la número 13.

Mi nivel de desasosiego repuntó inmediatamente pero se hacía tarde y no había tiempo para intentar serenar mi maltrecho aparato emocional. Por eso, me fui a la oficina con la mirada huidiza, lleno de remordimiento, con el insoportable peso de la losa del destino sobre mis espaldas y los sentidos enervados.

El día tuvo cierto efecto balsámico por el simple hecho de mantenerme alejado de aquel perverso mazo de cartas aunque el hilo de mi superstición me tensaba la nuez de vez en cuando.

Al llegar a casa, el Arcano sin nombre me estaba esperando. Sobre la mesa de la cocina, la mujer de la limpieza había dejado una nota con los productos que necesitaba; concluía la lista de la compra con un intranscendente comentario, ¾me he encontrado una carta debajo del sofá, la he dejado junto a esta lista¾. Y, por supuesto, allí estaba de nuevo la número 13.

Inmediatamente, interpreté aquello como una señal inequívoca. Ahora, ya era irremisible, se había producido el advenimiento del reino de la superstición, arrojando la razón a las aguas del rio Lete. Ante tantas y tan claras señales, no me ha quedado más remedio que sentarme aquí para dejar constancia escrita de este mecanismo arcano que me oprime. Si las cartas tienen razón, no me queda mucho tiempo.

Mientras se agranda el nudo de mi garganta, siento un terrible sentimiento de impotencia y rabia, un sudor frío perla las palmas de mis manos y tengo una rara sensación de hiperrealidad. Mis sentidos se encuentran alterados, me zumban los oídos y tengo un extraño sabor metálico en la boca. La atmósfera es oprimente, el aire parece enrarecido casi irrespirable. En un último arrobo de valor, me levanto para abrir las ventanas y descomprimir la opresión que me domina. El aire entra ajeno a mi calvario, regalándome un soplo de vitalidad gratuita, casi me pongo a gritar por la ventana.

¡Hay que ver por que extraños vericuetos se enrosca la mente humana atormentada! Ves, todo sigue igual, no pasa nada, ¡olvídate de ese juego de cartas!

Y justo en el momento en que mi mente tejía este hilo balsámico, una ráfaga un poco más fuerte de aire ha entrado por la ventana como un torbellino y todas las cartas del Tarot han caído al suelo. Parece que el viento está a mi favor. Recojo las cartas con cierto aire de triunfo, ya las tengo todas, ordeno la baraja. ¡Falta una! ¿Dónde está la maldita carta número 13?

No sé si sentirme aliviado o preocupado, parece que la Parca ha tenido que salir, alguien la reclamaba con más fuerza que yo. Esta historia del Tarot me está volviendo un poco neurótico, creo que necesito descansar…

Al día siguiente, los despreocupados transeúntes de aquella calle se sobresaltaron con un accidente mortal de circulación: un camión ha atropellado a un hombre que se había agachado en medio de la calzada a recoger lo que parecía una estampa muy colorida.

Lo que son las cosas, uno nunca sabe donde puede encontrar la Muerte.