De nuevo me acerco a esta ventana para recabar vuestra atención sobre un tema que siempre me ha parecido tremendamente pernicioso para el crecimiento personal. Sé que lo que aquí voy a señalar debe estar ultradescrito en los manuales de psicología pero como siempre os hablo en primera persona, depositando en esta reflexión, únicamente, el producto de mi experiencia personal. Se trata de la maldita, y aparentemente inevitable, tendencia del ser humano a etiquetar todo lo que nos rodea. Y esta tendencia es especialmente insalubre cuando lo que etiquetamos son personas.
Pero pongamos las cartas sobre la mesa –boca arriba- y veamos las mil formas que presenta este maligno vicio.
Ya en el mismo momento del parto, a veces incluso antes, empieza el ser humano a ser adjetivado. “Este niño es perezoso, no quiere salir al mundo”, “como puede ser tan rubio si los padres sois morenos”, “este niño es un tragón, o muy llorón, o muy movido”.
Conforme vamos creciendo, vamos recibiendo una avalancha de nuevos adjetivos que intentan clasificarnos, encasillarnos y por ende, predecir nuestro futuro, nuestras posibilidades de éxito. “Es muy precoz para su edad”, “a este niño le cuesta integrarse”, “es muy disperso”, “es gordo o flaco”, “es un cuatro ojos”, “este niño es un miedica”.
Vamos creciendo y nos convertimos en adolescentes y entonces nos llaman “ligones”, “empollones”, “pelotas”, “tímidos”, “deportistas”, “apocados”….
Cuando formamos una familia y conseguimos un trabajo pasamos a ser “intransigentes”, “permisivos”, “chistosos”, “plastas”, “más pelotas todavía”, “borrachos”, “vividores”, “acosadores”, “víctimas”, “déspotas”, “violentos”, “fracasados”…
Cuando nos encaminamos hacia la tercera edad ya somos “chochos”, “caducos”, “retrógrados”, “más intransigentes”, “o simplemente viejos o somos como niños”, “impacientes” o “locos”.
Y lo que ya es la depravación de esta actitud clasificadora se produce cuando etiquetamos en base a prejuicios, sin conocer bien a la persona y haciendo alarde de un comportamiento defensivo y cobarde de considerable magnitud.
No me quiero dejar en el tintero una forma de etiquetar muy ibérica, que venimos practicando por estos lares desde tiempos ancestrales. Se trata de los “motes”. Esta es una de las formas más perversas de encasillamiento pues la característica etiquetada se arrastra a lo largo de generaciones, se etiqueta toda una estirpe. Si el bisabuelo mató una mula por exceso de carga, los bisnietos siguen siendo “los matamulas” 100 años más tarde. Cosas de
Como veis el repertorio es prácticamente infinito.
¿Por qué estas expresiones son algo negativo, incluso aunque se trate de una alabanza? Pues la respuesta brilla con fuerza en todas ellas, se trata del verbo “es”. Yo creo que la malignidad de las etiquetas radica precisamente ahí, en esa connotación permanente que asignamos al sujeto adjetivado, condenándolo a arrastrar la pesada carga de su condición (etiqueta) el resto de su vida y dando por sentado la imposibilidad de cambio, tanto a mejor como a peor. Aquella persona ya queda encasillada y si por un casual hiciera algo discordante con su etiqueta grabada a fuego, nos sentiríamos muy desconcertados y hasta defraudados. Es entonces cuando decimos “perdona pero no te conozco”, “ya no eres tú”, ¿qué te ha pasado?”, “contigo no sé a que atenerme” y así recriminamos al clasificado su osadía de romper su cliché. ¿Cómo se atreve a desestabilizarnos de esa manera?, ¿este de que va?
Y por otro lado, es curiosa la docilidad con la que los seres humanos aceptamos nuestras etiquetas, cual letra escarlata. Cuando un niño es consciente de su etiqueta, su comportamiento tiende a alinearse totalmente con esta característica atribuida. Pero es que con los adultos pasa lo mismo, cuantas veces hacemos cosas para no desacreditar nuestra reputación. Al final, debido a la presión por mantener el status en el que fuimos clasificados y no bajar un escalón en la escala de consideración social, nos convertimos en esclavos de nosotros mismos e invertimos un tremendo esfuerzo en cosas que carecen ya de sentido para nosotros.
Volviendo a la raíz del problema, la palabra “es” representa la visión estática que tenemos de la vida, no somos capaces de aceptar un proceso dinámico porque nos da vértigo y nos causa inseguridad. El día en que cambiemos “ser” por “estar”, ya no necesitaremos etiquetas porque habremos entendido la transitoriedad de la vida, la transmutación de las personas y las cosas.
El ser humano debe aprender a respetarse a si mismo, contemplando y aceptando el derecho de crecimiento, de evolución, de adaptación constante. Por qué no hacemos el esfuerzo de respetar el producto de nuestra lucha diaria que no es otro que el cambio. ¡Empecemos por abandonar las etiquetas!
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