martes, 10 de mayo de 2016

¡Quién me manda a mí!

Allí estaba Eloy aquel caluroso día de julio charlando animadamente con sus amigos. Hasta entonces, la visita a Port Aventura le estaba resultando bastante divertida y llevado por la euforia del momento se embarcó en una atracción de la que no era realmente consciente. A pesar de tener que esperar más de una hora de cola zigzagueante soportando un calor asfixiante no se paró en hacer un cálculo de riesgos adecuado y Eloy había preferido tomar la disposición de no pensar demasiado en lo que había al final de la cola. Sus amigos habían bromeado un poco a la entrada de la atracción haciéndose los valientes y preguntándose unos a otros quien iba a ser el caguica que no se atrevería a subir en el Dragon Khan. En aquel momento, Eloy había tenido serias dudas pero la inercia que llevaba el grupo le arrastró hacia la abultada cola sin saber muy bien porque. Bueno, como la cola era muy larga y todavía faltaba mucho para subirse en la atracción, Eloy disfrutó del crédito que le había dado aquella decisión para sentirse integrado en el grupo y no paró de charlar animadamente con sus amigos durante todo el tiempo de espera. De hecho, habló demasiado, seguramente como un mecanismo de defensa ante la amenaza que sentía en ciernes. Poco a poco, la cola fue avanzando acortando la distancia con el acceso a las vagonetas de la atracción estelar. Eloy comenzó a sentir alguna que otra oleada de adrenalina que disipó rápidamente buscando la complicidad de sus amigos y riendo con ellos.
Por fin llegó el momento de la verdad. El cordón que los separaba de las vagonetas fue retirado por un operario y los chicos pudieron acceder a los coches con gran alboroto y una creciente inquietud que se manifestaba en sus gestos. Eloy reunió toda la entereza de la que fue capaz y tomó una actitud transcendental, como si estuviera viviendo uno de los grandes momentos de su vida. Frases del estilo “la suerte está echada” aguijoneaban de forma idiota su ánimo ante la inminente sacudida de la atracción.
Pasaron a ocupar sus asientos y Eloy fue empujado involuntariamente a sentarse en la primera fila. Su corazón cabalgaba ya desbocado en aquel momento y las manos le sudaban abundantemente. Todos sus sentidos se sintonizaron con el raíl de la montaña rusa que se extendía delante de sus ojos, de manera que Eloy ya no era capaz de discernir o interpretar las bromas que gastaban sus amigos. Una vez que todos los asientos fueron ocupados, los soportes de sujeción bajaron aprisionando los cuerpos de los alegres viajeros en una especie de abrazo mortal.
¾¡Maldita sea, quien me manda a mí meterme en esto! ¾pensó Eloy¾ ¡qué mal rato estoy pasando!”
Un tirón dio paso a la acción. La rueda dentada enganchó la vagoneta que comenzó su ascenso hacia el cielo. Rápidamente, los cuerpos de los pasajeros se encontraron acostados en un ángulo de casi 70º con respecto a la vertical mirando las nubes como único posible horizonte.
¾¡Ah!, me quiero bajar. Y si me da un infarto. Con el vértigo que tengo yo, me va a dar un infarto, cómo he podido ser tan imprudente. Esto no para de subir, por Dios, mira como se ven las personas en el suelo, son diminutas.
Tac-tac-tac-tac... las vagonetas continuaban su ascenso imparable hacia la cima.
¾¡Por Dios que acabe ya! ¾Eloy sintió un arrebato de llanto sofocado rápidamente por la extrema tensión a la que estaba sometido mientras los vagones continuaban su ascenso imparable hasta el punto más alto.
A medida que el griterío de la gente iba in crescendo, aquellos instantes parecían no tener fin.
¾No voy a poder soportar la caída, voy a sufrir un colapso, lo sé. ¡Quiero desmayarme ya, por favor! ¡En algún momento ha de acabarrrr!
Tac-tac-tac-tac... ¾Ya llegamos, ya va, la caída es inminente, no por favor, no puedo más…

Un fundido en negro acabó con el sufrimiento de Eloy mientras realizaba un picado casi vertical hacia el mismísimo infierno.

jueves, 5 de mayo de 2016

Criaturas de la noche

Me encontraba cansado y decidí irme a la cama. El día había sido agotador, eran más de las doce y toda la familia descansaba ya plácidamente. Me encanta trasnochar y, como siempre, me había quedado un rato más delante del ordenador, disfrutando de la soledad de la noche. Me encanta esa dulce sensación que me arropa por las noches cuando me encuentro solo en el salón de casa y sueño despierto protegido por la gran barrera del sueño que está por venir y que separa un día del siguiente. Sobre ese filo entre el día y la noche he leído mucho y he creado mucho siempre protegido por la gran barrera del sueño nocturno. Mi imaginación ha volado mucho explorando los más recónditos vericuetos de la condición humana a estas horas de la noche pero siempre con la seguridad de volver al nido, de meterme en la reparadora cama que todo lo arregla y todo lo cura durante el pase mágico que nos lleva hasta el siguiente amanecer. Podríamos decir que soy un noctámbulo empedernido, una criatura de la noche que sintonizo mucho mejor con el ocaso, con el acabar, con el apagar que por el contrario, con el empezar o el amanecer.
La casa estaba a oscuras, a excepción de un pequeño flexo que tengo para iluminar la pantalla del ordenador. Me hice el ánimo y me levanté en busca de la piltra pertrechado, como cada noche, del leve resplandor de la pantalla del teléfono móvil que guía mis pasos por el pasillo y las escaleras que ascienden al primer piso. El camino que tuve que andar fue largo pues en primer lugar me dirigí a la puerta de casa para comprobar que estaba bien cerrada. En cuanto dejé la puerta principal empezó todo, decenas de criaturas acompañaron mis temerosos pasos por el pasillo en dirección a las habitaciones superiores. Salían de todas partes, se filtraban por las paredes y por debajo de las puertas como sombras que rápidamente tomaban consistencia y me echaban el aliento en el cogote. A cada paso que daba, mayor era la presión que sentía a mis espaldas, yo sin girarme en ningún momento, completamente aterrorizado. Escuchaba el rumor de sus pasos fantasmagóricos, atropellados detrás de mí como pugnando por alcanzarme. Algunos se descolgaban desde el techo, otros corrían a lo largo del pasillo utilizando sus cuatro extremidades que apoyaban en suelo, paredes y techo, desaforados, con las bocas abiertas y los ojos desorbitados. Parecían tener la capacidad de traspasarme, de introducirse en mi cabeza desde atrás. En eso, pasé por delante de la puerta del baño entreabierta y pude ver mi sombra reflejada en el espejo del baño, pero no estaba sola, compartía espejo con una niña en camisón, de sonrisa burlona, ojos y dientes amarillos y piel llagada que rápidamente y con ayuda de sus brazos intentó zafarse de la dictadura bidimensional del espejo, para salir de él e incorporarse al séquito de entes que ya perseguían mi maltrecho ánimo. Así, al llegar al recodo del pasillo que daba a la escalera, el tenue resplandor del móvil iluminó los primeros peldaños y yo comencé a ascender escaleras arriba con el vello totalmente erizado. Aquella jauría de seres perseguidores pareció darme una ligera tregua para permitirme abordar los primeros peldaños sin tropezar, la presión a la que me tenían sometido se alivió ligeramente pero solo para permitirme ascender los 4 o 5 primeros escalones. Sin embargo, entonces tuve la ocurrencia de dirigir el resplandor de la pantalla del móvil hacia abajo y ¡maldita sea!, allí estaban asomando sus cabezas burlonas por el filo de la esquina del pasillo que daba a la escalera, ¡cómo reían! y ¡cómo saltaron ágiles tras de mí! Algunos caminaban a cuatro patas por el techo mientras otros recorrían las paredes de la escalera como sombras que se ponían a mi altura. Los que por el techo andaban descolgaban sus cabezas, como desnucados, las lenguas colgando y siempre riendo por encima de mí. El ascenso al primer piso se me hizo eterno, sentía mi vello erizado y el culo prieto, soportando cada vez una mayor presión de estas goyescas criaturas. Por fin alcancé el rellano y me dirigí hacia mi dormitorio. Entonces sentí que se metían debajo de la cama y alargaban sus brazos descarnados para intentar atraparme por los tobillos. Intenté reunir la mayor entereza de la que fui capaz en el momento de sentarme en la cama y descalzarme aunque sentía su fuerte presencia acechándome. Por fin logré introducirme en la cama con un rápido movimiento de piernas acompañado por el rebote de mi cuerpo sobre el colchón y un fuerte tirón del edredón que tapó mi cuerpo hasta el cuello.
Sólo entonces sentí un cierto alivio, bajó mi desazón y empecé a sonreír como un tonto, al comprobar que aún con 45 años seguía teniendo el mismo miedo infantil a la oscuridad que me había acompañado desde la infancia y que acompaña a todos los seres humanos por muy valientes y ajenos a la fantasía que sean.