domingo, 31 de octubre de 2010

ESTÉTICA NACIONAL


El folklore catalán atribuye un origen enormemente romántico a la Senyera o bandera catalana, inspirado en el más puro estilo caballeresco medieval. Es un símbolo parido a fuego, el de una batalla, representado por un escudo de oro, y sangre, la del conde Guifré el Pilós, herido de muerte en una batalla franco-normanda. El conde de Barcelona luchaba junto al rey franco, origen de su linaje, y fue el mismo rey (Carlos II el Calvo o Luís I el Piadoso, que en esto hay cierta controversia) quien creo el heraldo con sus dedos empapados en la sangre de su abnegado conde.

Alrededor de la Diada de Catalunya, que es el 11 de Septiembre, descubrí en Rubí el mayor ejemplo de asimilación folklórica nacional de entre todas las muestras de ensalzamiento nacional que se dieron ese día.

Se me antojó que el sentimiento catalán ha sido ya tan interiorizado, tan asimilado que la bandera de las 4 barras forma parte ya del paisaje, del mobiliario, del aire que respiramos, del arco iris, de las carpas de los circos, de las pajitas de plástico, de las velas de cumpleaños, de las zebras del zoo, de la pasta de dientes, de la estética dominante…

Aquella muestra de popularización institucional me pareció digna del mismísimo Andy Warhol, una obra maestra del “Pop Art” con la capacidad de extender un símbolo hasta el infinito mediante su repetición funcional.

Delante de aquellos edificios, me sentí como si viviéramos protegidos por el escudo del mismísimo Guifré, a salvo de las ingerentes flechas extranjeras procedentes de las fuerzas de la globalización que acechan el castillo con el propósito de aniquilar la diferencia.

Enzarzado en estas reflexiones, me encaminé hacia la estación de los FF.CC. y pedí a Dios que a los fabricantes de toldos no se les ocurra combinar el amarillo y el rojo, so pena de excesiva vanalización del más alto símbolo catalán.

Foto tomada en el barrio de Les Torres cerca de la estación de los Ferrocarriles de la Generalitat de Rubí.

viernes, 29 de octubre de 2010

Emociones underground: Viaje emocional hacia Barcelona.


Hoy no trabajo. Es el día de la Mercè, día exótico que serpentea por la orilla de la rutina entre el mar de la libertad y la tierra de la responsabilidad. Es fiesta local en Barcelona, “la fiesta mayor del pueblo”, pero el pueblo es tan grande que es más fácil definir lo que no es pueblo, ese pueblo. Por ejemplo, Rubí, el otro pueblo, en el que yo vivo y para él que la Mercè es una chica más del barrio y además muy trabajadora.

Ante una composición así, no pude resistirme a cruzar la orilla haciendo un nudo marinero a mi desorientado quehacer de aquel 24 de Septiembre. De esta manera, me sumergí en las entrañas de la tierra, en el vientre de la madre Collserola, dejando que una suerte de sensaciones y emociones fetales ampararan mi espíritu para nacer de nuevo cara al mar, con el sol velando mi retina y la curiosidad del recién nacido que lo tiene todo por descubrir.

Mi propósito oficial, cambiar un billete de tren en la estación de Sants; así que cogí los ferrocarriles de la Generalitat que me llevarían entre claroscuros hasta el nudo gordiano ferroviario que es Sants. Los ferrocarriles que conectan el Vallés con la Plaza de Catalunya son un maravilloso instrumento para hacer un sondeo radial del cinturón metropolitano de Barcelona.

Subí al tren con el alma recién lavada y los canales sensoriales abiertos; fuera los escudos defensivos hechos de diario gratuito, fuera la ipodialización auricular, fuera las gafas de sol. Se trataba de ver, oír, oler, tocar … y hasta saborear.

Nada más pisar la estación de Rubí, me encuentro con una muestra del folklore hispano más castizo, el piropo, que un sudamericano le brindaba a una compatriota que respondía arrugando el labio como si el piropeador fuera un viejo conocido intentando expiar sus pecados.

Subo al tren que viene de Terrassa y voy a dar con el vagón que hace de carruaje núbil de una pareja de recién casados en pleno viaje de novios hacia la consumación (y la consumición). Tal y conforme están los tiempos, puedo entender que un billete de 2 zonas de TMB resulte casi tan atractivo como un pasaje al Caribe. Al principio pensé que se trataba de una despedida de solteros pero la efusividad parlanchina de la novia rápido me puso al corriente de la sentencia judicial con la que habían formalizado el matrimonio. Ella con un gran moño, llevaba una falda corta de tul beige con medias blancas y un corpiño negro como si fuera una bailarina de ballet, lo que acentuaba más su escandalosa juventud. Todavía portaba el ramo, escueto, con alguna que otra orquídea blanca. Él con traje, camisa lila y bambas a juego. No conozco bien el protocolo de las bodas civiles pero el anillo más aparente de los que llevaba el novio era el que pendía de la parte inferior de su tabique nasal que bien merecía el cambio de género gramatical por anilla. No quiero ser pájaro de mal agüero, y menos en un día tan especial como este, pero me da la impresión de que el juez los volverá a ver pronto.

Cuesta retirar el foco de mi atención de este viaje de novios metropolitano pero haciendo un gran esfuerzo hago un barrido general de vagón, es decir, muevo la caña a ver si pica alguna otra historia humana.

Cardumen de asiáticos, tecleo nervioso del móvil, alguien lee una guía turística de Turquía, de esas que se llaman Trotamundos. Qué bonito, su mente debe estar cruzando la península de Anatolia, recorriendo la ruta de la seda hacia la Capadocia, o quizá se encuentra ahora mismo regateando en el Gran Bazar de Estambul. No sé si habrá prestado la atención que se merece a la parte de la guía que indica la conveniencia de llevar unas pastillas para la diarrea, efecto colateral de la gran hospitalidad turca alrededor de una taza de te.

Retuerzo un poco el pescuezo y descubro que una de las mujeres asiáticas se entretiene con un artilugio de 7 pulgadas viendo películas de Kung fu. Ha subido en Mirasol, creo que forma parte del servicio de una de las estupendas casas que salpican el interior del parque de Collserola. Busco a Jackie Chan en la pequeña pantalla y no lo encuentro. La mujer se aísla acústicamente del entorno con unos auriculares ciertamente aparatosos, en el sentido sumatorio de aparato+generoso.

Sigo dedicado al paisaje interior. Ahora mi vista tropieza con una colegiala de falda a cuadros y polo blanco, con calcetines azules altos que había subido en Sant Cugat. Tiene la boca ancha y lleva gafas blancas de Vogue que la hacen más mayor.

Dos filas más atrás hay sentado un ciego con la vista perdida en la oscuridad del túnel. Quizá sea él, quien tenga una mejor percepción de la realidad mientras atravesamos la montaña del Tibidabo.

En Valdoreix sube de nuevo el servicio. Un par de filipinas (clasificación no autorizada) con el labio superior levantado.

Un vaso de papel rueda en círculos sobre el suelo del vagón. Miradas furtivas a través de los vidrios. Bombas de chicle que explotan en la boca de la chica del fondo.

Morfeo azota el vagón provocando bostezos y luxaciones cervicales. Los ronquidos del ciego de 2 filas más atrás alcanzan mis oídos. Supongo que debe ser muy aburrida la oscuridad perpetua. Parece que el armazón interno que lo sostiene se viene abajo por momentos y su forma corpórea se va achatando, como si se fundiera hundiéndose en el asiento. La persona que se sienta a su lado empieza a ver invadido su espacio vital. Aquí hay que luchar hasta por unos centímetros.

Me bajo en Provença y trasbordo al Metro. A pesar de que es un día tranquilo, el ambiente se densifica y sube la temperatura.

Aumenta la riqueza paisajística antropomórfica. Me fijo en una mujer negra con el pelo rizado como virutas metálicas y a la vez, veo una mujer blanca, que se me antoja menopáusica, con grandes bolsas bajo los ojos y galopante alopecia.

Otra mujer oriental se entretiene haciendo una sopa de letras “jumbo” y va agrupando palabras como “filetear”, “gamba”, “domadora”. Repaso con avidez todo el cuadro de letras porque francamente esperaba encontrar un mensaje iluminador emergiendo de la sopa alfabética, algo así como una verdad revelada pero las palabras eran bastante cortas y más bien parecían relacionadas con el menú de un restaurante chino.

Desisto en el empeño sopero y ahora me fijo en un turista-mochilero anglosajón que porta una camiseta con la siguiente leyenda en la espalda: “My mum always says…”, qué pena, la mochila que lleva a la espalda no me deja ver la última palabra pero a juzgar por su exceso de peso, la frase podría terminar con un “eat everything”. Lleva botas sin calcetines emergentes, una vieja gorra azul y una barba desaliñada.

De repente, uno de eso guiños divinos que tanto me encantan. La chica que tengo bajo el sobaco (voy de pie) va leyendo un libro titulado “Antropología de la Convivencia”. De inmediato me asaltan algunas dudas, ¿es un manual de supervivencia urbana?, ¿lo han leído ya todos los demás viajeros?, ¿debería leerlo yo también antes de embarcarme en aventuras tan temerarias como bajar hasta Sants? Bueno, es un poco exagerado pero es que no se me ocurre cosa que ejemplifique mejor la pura necesidad de la convivencia en una gran ciudad que el manual que la desconocida lleva entre manos.

Empiezo a cansarme de tanta humanidad y doy un vistazo indolente a lo largo y ancho del vagón de Metro. Veo muchas partes del cuerpo anilladas, algunos con gafas de sol, ¿pero de qué sol se protegen a varias decenas de metros bajo tierra?

Ya estamos llegando a Sants pero en el último tramo todavía tengo tiempo de entretenerme con una mujer de unos 45 años y look alaskeño y una chica que lleva una carta estelar tatuada en la espalda.

LLEGAMOS A SANTS.