sábado, 18 de julio de 2020

Perdiendo la inocencia



Mi hija Helena de 11 años, nos confesó que hacía 2 que ya sabía que los Reyes eran los padres. Todos nos quedamos muy entristecidos al constatar que ella había salido de ese mundo fantástico en el que todo es posible, como por ejemplo que te toque la lotería todos los años por Navidad.
Por supuesto el castillo de naipes se derrumbó por completo y de un plumazo desaparecieron el ratoncito Pérez, Papá Noel, el Tió y todas las demás fantasías folclóricas con las que decoramos la infancia de los niños.
No tengo ninguna formación psicológica, pero si tengo ojos, y he observado que en esta edad los niños suelen presentar una especie de pre-adolescencia, de rebeldía contra las leyes del mundo.
Y no es porque se enteren de que los Reyes son los papás sino porque se enteran, ya un poquito en serio, de que es eso de la muerte. Por vez primera perciben a esta edad la verdadera amenaza que van a tener que sobrellevar el resto de su vida, la espada de Damocles que pende sobre sus cabezas, la posibilidad de morir, de dejar de existir. Es decir, que la existencia se entera de que no es infinita, de que sólo ha sido prestada por un tiempo no desvelado.
De eso va la vida, esas son las reglas del juego, o lo tomas o lo dejas. Los niños pierden en ese momento la inocencia, pero al mismo tiempo, la vida les exige una inocencia incluso superior rayando la inconsciencia: si quieres vivir en plenitud, debes olvidar la amenaza que te ha sido revelada, es decir, debes vivir como si la muerte no existiera. Porque al igual que no tenemos ni voz ni voto cuando nacemos, tampoco tenemos ni voz ni voto ante la muerte. Es algo que no nos incumbe y que no debería alterar nuestra forma de ver la vida.
Lo vemos en los animales, que fácil parece en ellos. Simplemente viven, sin más razón que esa, explotar el don que la Naturaleza les ha concedido, sin objetivos, sin metas, sin planes de futuro, sin remordimientos pasados. Todos los seres vivos del planeta Tierra excepto los humanos aceptan la vida tal como viene, y por tanto, la viven en plenitud.
Sin embargo, en el ser humano aparece la angustia existencial, el ser humano necesita encontrar un motivo, una razón de su existencia y a partir de ese momento es cuando todo se va al garete. Esa es la gran cara y la gran cruz del ser humano, el preguntarnos para qué sirve vivir y hacerlo con la mente pequeña, la misma que se pregunta para que sirve un lápiz o una silla.
En ese momento, nos transformamos en seres temerosos que no sólo temen las amenazas reales del entorno. Lo que más tememos es el sinsentido, la inutilidad, la insignificancia de nuestras vidas. No lo podemos soportar e inventamos mil y un vericuetos para apaciguar nuestra angustia existencial: que si vamos al cielo, que si existe la vida después de la muerte, que si el destino se rige por un plan maestro pergeñado por una mente superior, que si lo destinos del Señor son inescrutables. Todo menos aceptar la NADA. El olvido, la sinrazón, el sinsentido son insoportables. Cuando te metes en ese laberinto es difícil salir.
Hay otros que prefieren no pensar demasiado como vacuna contra la melancolía, pero suelen caer en el hedonismo, “mientras sienta placer, lo más inmediato posible, ya me vale la pena vivir” Esta solución puede funcionar durante un tiempo, pero irremediablemente la Parca irá extendiendo su mano y apretando sin clemencia nuestro cuello al tiempo que el placer simplemente se esfuma.
Así que, ya tenemos planteado el problema: alcanzar la plenitud, explotar todas las experiencias que nos ofrece la vida en cada instante, sentir que estamos completamente vivos, dejarnos llevar, desgastarnos viviendo, celebrar íntimamente el gozo de sentir y hacerlo sin tomar precauciones “mentales”, obviando un fin incierto que nos acecha detrás de cada esquina.
Si supiéramos la fecha de nuestra muerte, quizá muchos viviríamos de otra manera, quizá no nos esforzaríamos demasiado si sabemos que vamos a vivir poco, quizá buscaríamos actividades más edificantes e intensas ante la perspectiva de una vida corta. Pero si vives intensamente, con ganas, ¿no os parece que la vida es siempre demasiado corta, aunque vivas 100 años?
El ser humano no quiere morirse, si tiene una calidad de vida razonable. Yo he visto a mis familiares envejecer y notar cómo buscaban consuelo, cómo pensaban más en el fin, algunos se hacían más creyentes, otros con 80 años mostraban gran preocupación por un dolor aquí o allá, pero todos incluían la variable muerte en la ecuación de sus vidas. El miedo a la muerte estaba cada vez más presente en su devenir diario.
Y, sin embargo, en mi caso, a medida que voy sumando años parece que me descargo de ese miedo a morir. Cómo si al aproximarme poco a poco a ese evento natural, fuera eso, más natural, menos traumático. ¡Pero que nadie se asuste! Que todavía tengo muchísimas cosas por hacer y espero que el destino me dé la oportunidad de completarlas.
Para mí, lo importante es conseguir vivir en plenitud, saborear cada instante y dejarse de grandes líneas maestras y grandes metas imaginarias. Si consigues situar el placer en el vivir cada instante y no dejas entrar en tu mente al maldito Pepito Grillo psicopompo, has llegado a la aceptación natural de la vida y la gozosa integración con ella. Para mí, ¡ese es el objetivo!
Perdonad porque esto ha sido un borbotón, el reflejo de un estado de ánimo que ha sido plasmado sin mucha reflexión. Simplemente, necesitaba escribirlo.

domingo, 5 de julio de 2020

NOCHE DE JULIO


Fresca estaba la noche
gracias a las lluvias de la mañana.
Fresca estaba la noche
como un oasis en el calendario.
Fresca estaba la noche
y de mi piel, la brisa robó las perlas.
Fresca estaba la noche
y Morfeo borracho de alegría.
Fresca estaba la noche
y el colchón recibió caricias, no codazos.
Fresca estaba la noche
y bajé al sótano de mi mente.
Fresca estaba la noche
y no quise despertar...
Pero aunque fresca estaba la noche,
huyó con el sol de la mañana.