domingo, 10 de julio de 2011

Greguerías de Cocina


Compro vajilla

que refleje el sol por la noche

y la luna por el día.

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Júpiter el plato llano,

Saturno el plato hondo,

Venus es el de postre

y la Tierra eres tú.

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Comer,

beber

y leer;

cagar,

mear

y escribir.

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Este mar circular

desemboca en mi boca

y se mezcla con la tierra

que viene de la redonda cantera

para formar la argamasa

que aguanta mis costillas.

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En el fondo de mi vaso de leche,

encuentro la luna llena cada noche.

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El tenedor es la mano del famélico.

El tenedor es el cactus del jardín de los cubiertos.

La cuchara es el espejo del hambre.

En casa del Palo, cuchillo de herrero.

En casa del carpintero, no usan cuchillo.

POST SCRIPTUM EXPLANATIO: Con el tiempo, vamos olvidando que nuestra vida se sostiene, como un castillo de naipes, sobre un soporte biológico muy concreto, el cuerpo. Y el cuerpo se enfada y, de vez en cuando, nos recuerda su existencia causándonos dolor. Entonces, nos acordamos de que hay que cuidarlo, intentamos reconciliarnos con él y hacerle algún mimito hasta que se le quita el enfado y deja de doler. Y de nuevo volvemos a olvidarnos de él.

Con la crianza de los hijos, volvemos a recordar la importancia del cuerpo ya que nos dedicamos a la construcción, al levantamiento de sus pequeños cuerpos. Ahora, no me come, ahora no duerme, hay que darle más verdura porque va estreñido, es decir, entramos de cabeza a resolver toda la aritmética alimenticia y vemos como para ellos el acto de comer o beber no es un acto rutinario, ni automático. Ellos le dedican el esfuerzo que se merece a acciones como comer, beber o ir al lavabo.

Como siempre que un ser humano dedica un esfuerzo para conseguir algo, aparece toda una trama mental, a veces, épica. Cuantas veces tenemos que darles miles de explicaciones, argumentos, promesas y recompensas para que se coman un plato de lentejas.

Producto de esa sustancia argumental pueden aparecer creaciones como mis greguerías de cocina (creacioncitas) que cuentan las aventuras de padres y niños en el campo de batalla al calor de fogones.

sábado, 2 de julio de 2011

Prosa basura


Se acercan las 6 de la madrugada y el último camión acaba de traspasar la báscula de la puerta de entrada. Deposita delicadamente su contenido en uno de los montones de basura al son del clásico pitido intermitente de la maquinaria pesada.

Comienzo la ronda entre la basura que se apila por doquier. Caminando entre las calles delimitadas por los montones de basura encuentro una muñeca desmembrada que tantas horas de juego simbólico proporcionó. Parece que me mira triste, como pidiendo que la acoja en adopción, y casi estoy tentado a hacerlo pero al acercarme, descubro que su mirada está perdida en el infinito, no me mira a mi.

Un poco más allá hay un televisor que perdió su encanto conforme la curvatura de su pantalla se agrandaba a los ojos de sus antiguos dueños. Cuantos partidos de fútbol transmitió entre la agitada algazara, cuantas historias de amor contó a la maruja del pelo ataviado de rulos.

Muebles viejos y sillas que aguantaron estoicamente el peso de las posaderas de sus poseedores.

En el sector sur, me tropiezo con una obra de arte que me muestra arrogante su perdido esplendor. Es un cuadro con escenas de caza típico de los hogares españoles de la segunda mitad del siglo XX. Por desgracia, no parece antiguo sino anticuado y desprende aquel aroma de clase media trabajadora.

El itinerario gira hacia la derecha, o sea hacia el oeste, cuando de repente un desvencijado moisés asalta mi campo visual. No es de estos modernos de hoy en día, parece de los años veinte. Me produce una terrible sensación de decadencia que curiosamente resulta atractiva. Me acerco y compruebo que en su interior hay un fajo de cartas que ha perdido el lazo que las unía. Parecen cartas de amor, no me atrevo a tocarlas, posiblemente esos amantes ya estarán muertos y enterrados, por lo que sus cartas se han convertido en zombies inanimados.

Ahora encuentro un espejo roto en medio de mi senda. Alguna madrastra se hartó de que no reflejara su belleza imaginada y lo hizo trizas. No hay problema, en el vertedero no rigen las reglas de la suerte.

Miro a derecha e izquierda, vajillas rotas de familias rotas y alguna olla desechada por no ser fregada, las lentejas del viernes se pegaron.

Piso un envase vacío de Prozac y casi por asimilación, mi vista detecta una botella de güisqui también vacía con restos de carmín en el cuello.

Me estoy deprimiendo. Mira, algo divertido, unas entradas para el musical Mamma Mia!, fila 14, asientos 5 y 7. Qué cotilla soy.

Giro de nuevo a la derecha para inventariar el sector este. Yogures caducados, frascos de imitación Chanel Nº 5. Increíblemente, soy capaz de percibir su característico olor sobre el fondo conformado por el assemblage aromático del vertedero.

Menos mal que ya me acerco a la garita de vigilancia. Indolente, paso haciéndome el sueco cerca de unos cuadernos Rubio de caligrafía a medio completar. Seguramente, alguien se cansó demasiado pronto de estudiar. Más documentación a olvidar, parecen letras impagadas, propaganda electoral de promesas incumplidas y la factura de un traje.

Por fin termino mi ronda, pero antes se me concede el premio Diógenes al basurero romántico. Encuentro una preciosa cajita de música con dibujos florales que forman irisaciones en su tapa. La abro y… sorpresa, la bailarina actúa para mi al son de “La bella durmiente” de Tchaikovsky. “Eres tú mi príncipe azul que yo soñé…”