lunes, 21 de diciembre de 2009

¿Dónde entierran a los ateos?


Quiero traer a colación en este post, un ejemplo más de la hipocresía que azota nuestro tiempo.

De nuevo, los modos y formas, socialmente establecidos y legalmente refrendados, van por detrás de una realidad cambiante entorno al tema de las creencias religiosas, lo cual provoca situaciones de auténtica hipocresía y teatralidad colectiva.

Una de las facetas del hecho religioso que mejor le ha venido al ser humano a lo largo de la historia ha sido y es, la administración y ejercicio del rito. Las personas, desde que el hombre empezó a llamarse homo sapiens, necesitamos rituales que marquen el tempo, y señalen, celebren, y acrediten el paso por las distintas etapas de la vida.

Muchas civilizaciones han hecho uso de todo tipo de ritos para refrendar distintos hitos vitales como el nacimiento, el paso a la edad adulta, la unión sexual, la fertilidad, la muerte… pero me centraré en el proveedor de rituales oficial de la sociedad occidental durante los últimos dos mil años, que no es otro que la religión judeo-cristiana.

En este contexto, la vida de una persona estaba jalonada de una serie de actos religiosos que iban marcando los distintos movimientos del opus vitae. Sin embargo, durante las últimas décadas, la sociedad española ha ido vaciando de contenido esos rituales religiosos que han quedado, en muchos casos, como confortables representaciones teatrales que nos evitan la incómoda espontaneidad y el verdadero sentir que deberían fluir en esos momentos de cambio –en el ser humano, léase cambio igual a ansiedad-. Cuantos casos de personas conocemos, quizá nosotros mismos, que sólo pisan la iglesia en bodas, bautizos, comuniones y entierros.

De los tres momentos rituales más importantes que me vienen ahora a la cabeza, sólo la unión conyugal ha encontrado en la vía laica un rito mínimamente aceptable actuando un juez como aburrido oficiante. Cuantas veces hemos oído que la verdadera y única razón del matrimonio por la iglesia de una pareja era que “son tan bonitos”.

Sin embargo, nacimiento y muerte sólo han encontrado en la vía laica un triste certificado al final de una cola en el juzgado. Por otro lado, esta necesidad ritual se hace más acuciante en el caso de defunción, donde el cuerpo convertido ya en objeto inanimado reclama por sus fueros que nos deshagamos de él de una manera más o menos digna.

A ver, qué podemos hacer con un muerto de cuerpo presente que en vida se ha declarado ateo convencido. Esta pregunta tiene difícil respuesta. O eres, Joan Brossa, Fernando Fernán Gómez o Terenci Moix y cientos de amigos te recitan versos mientras tocan el violonchelo o los familiares se mirarían unos a otros, oprimidos por la congoja suplicando la aparición de un cura.

Y luego está el tema del entierro propiamente dicho. De los 17.682 cementerios que hay en España, casi la mitad pertenecen a la Iglesia católica, lo cual significa que muchas localidades sólo disponen de un cementerio católico.

Tradicionalmente, estos cementerios tenían reservado un lugar muy especial conocido como patio de ahorcados, donde se daba tierra a suicidas, republicanos y masones, así como, infantes potenciales habitantes del limbo.

Qué distinta es ahora la realidad, donde se me antoja más apropiado delimitar una porción de camposanto bajo el rótulo de patio de creyentes.

Y los funerales de estado que se ofician ante grandes catástrofes; un ejemplo más de la discordancia social imperante. Alguien preguntó, si todas las víctimas eran católicas. Es esta la única manera en que el Estado puede homenajear a los damnificados, o se trata sólo, de un mecanismo de autoliberación de la carga civil subsidiaria.

Espero que los años venideros me permitan ver la interiorización de la realidad social existente hacia un rito sincero y emotivo, como nos merecemos todos.