martes, 26 de julio de 2016

LOS MITOS DEL GOLDFISH

Sería un inconsciente si esperara credulidad por parte del lector pero cierto es que la historia que os voy a relatar cambió mi destino y el de mi familia. Todo comenzó de la manera más inocente que podáis llegar a imaginar, y sin embargo, ahora os contaré como la realidad llegó a torcerse de una forma tan demoniaca.
Era el día en el que mi hijo Miguel cumplía siete años y decidí premiarle con un pequeño acuario.
-Papá, papá yo quiero ese que tiene una cola tan bonita.
-A ver, aquí pone “Goldfish de cola de velo” y este pez vale 10 euros. ¿Estás seguro de que quieres este? Es bastante caro y a lo mejor se nos muere enseguida, que estos peces son muy delicados. Además tendremos que comprar alguno más para que no esté solito en la pecera.
-¿Qué tal un neón papá?
-De acuerdo, y también uno de esos limpiadores que siempre están pegados a las paredes del acuario.
Una vez en casa, montamos el pequeño acuario con algunas plantas de plástico y sin demasiadas esperanzas de que la vida de aquellos peces prosperara más allá de una semana. Pero bueno, la ilusión de Miguel era tan grande que toda la familia nos vimos contagiados de la alegría de tener tres nuevos habitantes en nuestro comedor y una vez montada la pecera, nos quedamos como tontos viendo las evoluciones de aquellas pequeñas ictiocriaturas en el interior del acuario.
El goldfish tomo enseguida su papel de rey del acuario moviéndose de forma majestuosa como esperando pleitesía por parte de los otros dos peces. Movía su cola con forma de velo con una gracia digna de toda admiración.
Los días fueron pasando y el acuario seguía repleto de vida, aparentemente todo iba bien y hasta parecía que los peces iban creciendo poco a poco. Al ver qué pasaba el tiempo y los peces continuaban vivos, nos animamos a comprar más elementos decorativos para el acuario. Tres semanas más tarde el acuario lucía estupendo y yo no salía de mi asombro al ver la resistencia de aquellos peces tan delicados en unas manos inexpertas como las nuestras. El acuario tenía un filtro que mantenía el agua perfectamente limpia y oxigenada y toda la gente que venía a visitarnos siempre tenía palabras de admiración para nuestro pequeño reducto acuático.
Sin embargo, al cabo de dos meses algo cambió. El agua empezó a ensuciarse con más frecuencia y había que limpiar el filtro muy a menudo. Los peces habían crecido bastante respecto a su tamaño inicial pero su aspecto no lucia bonito como al principio, especialmente el goldfish. El agua olía mal y los peces parecían afectados por alguna enfermedad, o por hongos, que presagiaba un pronto final.
Yo me quedaba mirando fijamente al goldfish y veía que el espacio entre las escamas se iba agrandando y dejaba ver una tonalidad negruzca con tintes verdosos que contrastaban fuertemente con el naranja que aún se mantenía sobre la superficie del pez.
Pasaron unos cuantos días más y Miguel ya casi no se atrevía a acercarse a la pecera, tal era el aspecto de descomposición cenagosa que emitía. Yo no sabía como deshacerme de aquello mientras esperaba a que los peces se murieran por fin para dar por terminado el dichoso episodio acuático.
Un día me pareció que el acuario se había ennegrecido un poco más y me acerqué para observar con atención. Lo que vi elevó mi nivel de preocupación hasta niveles que sobrepasaban la gestión casera de un simple acuario. Ahora el animal parecía mucho mayor y los espacios interescamosos del goldfish se habían agrandado y parecían palpitar al ritmo de la respiración del ajado animal. Por mi mente pasó la idea de terminar con aquello de inmediato tirando los peces por el váter pero hubo algo que me detuvo, algo que me acobardó y dominó mi voluntad a su antojo. Así que, resolví dejarlo todo como estaba y esperar nuevos acontecimientos.
Una semana más tarde, el horror nos esperaba en casa al volver del trabajo junto con el resto de la familia, Miguel y su madre. Nada más abrir la puerta de la calle, un penetrante olor fétido violó nuestro sentido del olfato y nos puso en gran alerta. Dejamos bolsa y carteras en el suelo y nos encaminamos por el pasillo hacia el comedor buscando el origen de aquel hedor. Caminábamos hacia una situación desagradable pero lo que allí nos encontramos superó con creces cualquier cosa que pueda ser imaginada por ser humano cabal.
Allí, en el centro del comedor había una gran masa palpitante cuyos contornos se encontraban presionados por las pareces y el techo de la habitación. Los muebles habían sido como fagocitados por las enormes dimensiones de aquella criatura que boqueaba rítmicamente y nos miraba con grandes y oscuros globos oculares que parecían a punto de estallar debido a la presión a la que se encontraban sometidos. Era el goldfish, o mejor dicho, algo en lo que se había convertido el goldfish. Las branquias abiertas como alerones dejaban ver un intenso color rojo escarlata entre movimientos rítmicos como si fueran un enorme fuelle alimentando el fuego del infierno.  Nuestro espanto fue aún mayor al comprobar que los otros dos peces, el neón y el limpiafondos, se había incorporado a aquel engendro y constituían una especie de extremidades amorfas que también boqueaban como intentando succionar el poco aire que quedaba en la estancia. Las aletas en forma de velo del goldfish eran ahora una especie de membranas negras y gelatinosas que parecían el velo de la muerte y que intentaban aletear ante nuestra atónita, que digo, inhumana, mirada. Todo estaba impregnado de una especie de negra melaza que amenazaba con escurrirse lentamente hasta nuestros pies y las aletas pectorales del goldfish se habían convertido en un género de tentáculos puntiagudos que realizaban aspavientos ante nuestras narices como intentando capturarnos o, peor aún, inyectarnos el veneno de aquella putrefacción infernal.
De repente, uno de esos tentáculos se lanzó como un arpón alcanzando a Miguelin en una pierna, al tiempo que oíamos unas sirenas en la lejanía. El niño cayó en mis brazos como fulminado por toda la putrefacción del infierno y fue en ese preciso instante cuando nos dimos cuenta del terrible peligro que corríamos ante la contemplación de aquel engendro del demonio.
Huimos despavoridos con el niño en brazos mientras nos cruzábamos con una dotación de bomberos que había sido alertada por el vecindario ante los extraños acontecimientos que estaban sucediendo en nuestra casa.
Me niego a seguir relatando lo que allí sucedió a continuación y de cómo los cuerpos y fuerzas de seguridad tuvieron que enfrentarse y reducir aquel engendro salido de las mismísimas entrañas del infierno a una masa gelatinosa. Nuestra casa quedó infestada para siempre y Miguelin, bueno, a mi hijo tuvimos que amputarle la pierna para poder salvarlo ante la especie de gangrena que en pocos minutos se apoderó de su carne.
Sé que la Naturaleza es magnificente y maravillosa pero en ocasiones, por obra del demonio, es capaz de engendrar criaturas que jamás deberían de haber salido del averno. Por desgracia, con una de ellas se las tuvo que ver mi familia.

domingo, 17 de julio de 2016

El décimo de lotería

Aquel año, Juan había depositado una especial ilusión en la lotería de Navidad. Cuatro meses antes del sorteo acudió a la administración de lotería “El gato negro” para comprar su décimo. No sabía explicarlo, pero tenía un presentimiento extraño y pensaba que a lo mejor este era el año de la suerte que tan esquiva se había manifestado siempre.
¾Dame un décimo para Navidad ¾le espetó chispeante al lotero.
¾¿Te gusta la muerte? Aquí tengo precisamente el último décimo de la tira
¾Sí, sí, todos los números están en el bombo y nunca se sabe cuál será el agraciado. Me pongo en tus manos pero que me toque algo por favor ¾bromeó Juan con el lotero.
46.300, ese era el número de Juan que rápidamente estuvo entre los brazos del San Pancracio de la cocina con su ramita de perejil como remate del conjuro para ser millonario.
¾¡Ay! el décimo, el décimo. Este año estoy obsesionado con la lotería y eso que durante todo el año apenas juego ¾Juan se dio cuenta de su enorme deseo de ser agraciado aquel año¾ Bueno ya veremos qué pasa, yo ya he hecho mi parte.
A medida que pasaron los días, el décimo se impregnaba de los aromas de la cocina e iba cogiendo cierta pátina aceitosa en manos de su valedor, el santo del trabajo y el dinero. Juan ya casi ni se acordaba de su fijación en la lotería hasta que llegó el día del sorteo.
Los niños de San Idelfonso tan pulcros y comedidos como siempre repitiendo su consabida cantinela de forma casi interminable. Poco a poco fueron saliendo los premios a lo largo de la mañana de aquel 22 de diciembre.
Juan no olvidó coger su pequeña radio de bolsillo por la mañana al salir de casa e iba siguiendo embelesado el sorteo. Con la radio pegada al oído y pensando en su décimo bajó en la parada del Metro de España donde podría hacer un trasbordo hacia el cercanías que le llevaría a casa de un cliente. Caminaba entre el bullicioso rio de gente que normalmente abarrota los pasillos del Metro cuando de repente y sin previo aviso, el Gordo.
¾El Gordo, el Gordo, ¿pero qué número ha sido el agraciado? ¾apretó la oreja contra el minialtavoz de la radio¾ ¡Ostras pero si es el mío! Yo llevo ese número.
Una oleada de flojera recorrió todo su cuerpo de arriba abajo, ¿sería posible que le hubiera tocado la lotería? De repente, sintió un irrefrenable impulso por tener su décimo entre las manos, controlado. Sitió como si todo su yo estuviera perdido en la calle a expensas del primer embaucador que pasara por allí. La situación era muy incómoda, como si hubiera miles de kilómetros entre uno mismo y su cosa más querida, que en ese preciso instante no era otra que el décimo de lotería. Así que voló de vuelta a casa a reunirse con su amado décimo y ponerlo a buen recaudo dejando el cercanías y el cliente para otra ocasión. ¡Qué caray! Si ya no necesitaba clientes.
Llegó a casa apresurado, sudando, en busca del décimo que aparecía en su mente de forma fija en brazos del San Pancracio de la cocina. Al entrar en el edificio, el portero de la finca se apresuró a decirle que había salido ya el gordo y que le parecía que había tocado en Barcelona. Juan tuvo que morderse la lengua mientras las llaves de casa se le caían al suelo. Entró apresuradamente en casa y allí estaba el décimo. Se abalanzó sobre él mientras intentaba apaciguar las cifras del número que bailaban delante de él. Le asaltaron las dudas. Puso la televisión sin salir de su azoramiento para corroborar el número premiado y rápidamente recibió el jarro de agua fría, los nervios le habían traicionado, el número del Gordo de la lotería de ese año había correspondido al 56.300.
¾Está claro que la suerte no es para mí, ¡maldita sea mi estampa! ¾decía mientras leía los titulares que corrían por la parte baja de la pantalla. “Acaba de estrellarse el cercanías que circulaba entre Plaza de España y Martorell, los servicios de emergencias informan sobre la existencia de víctimas mortales entre el pasaje.”
Juan quedó petrificado, ¾ese era el tren que yo me disponía a coger y que por suerte o por desgracia no he cogido. ¡Bendito décimo! quizá este año sí me ha tocado la lotería…