La noche es un inmenso paréntesis, un agujero en el tiempo que nos da paso a un limbo creativo y onírico.
La oscuridad lo envuelve todo, redondea los contornos, allana el terreno para que nuestra imaginación lo conquiste, nos abre una ventana hacia nuestro interior, magnifica los temores, anula la razón, nos devuelve al útero materno y nos traslada al nicho del descanso eterno, es una inmensa página negra para ser escrita con el fulgor de nuestra mente.
Hace más de un millón de años que el ser humano conquistó esta parcela del día. La misma Naturaleza que nos somete tirana al ritmo circadiano, escondía el secreto para poder escapar de esta tiranía, y ese secreto es el fuego. Nuestra capacidad de crear un pequeño sol en miniatura ha alumbrado durante millones de noches a insomnes creadores y otros tipos humanos de diversa calaña. Una vez dado el paso, hemos hecho cierta la frase que seguro algún profesor nos dijo en nuestra infancia-adolescencia, “entre la noche y el día no hay pared”. Pero sí que hay puerta y el portero Jano decide si nos deja pasar o nos envía directamente a los brazos de su amigo Morfeo, ¡cuánto odio a este amigo!
Aquellas veces que puedo atravesar el umbral, y superar la pájara de medianoche, entro con furia en el país de los sueños. Leo aquí y escribo allá, investigo esto y aquello y sobre todo hago planes, muchos planes. Imagino el día siguiente y pienso de que manera podría exprimir las horas del día para no derramar ni un solo segundo. Son noches en las que soy insaciable y construyo con furia mi vida personal. Salto de tema en tema, intento resolver los interrogantes del día y la cama siempre puede esperar.
A veces, es cuestión de pura necesidad, necesito reconstruir mi mundo cada noche.
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