Domingo, ese día que Dios creó para no hacer nada. Ese día, que por tanto, se sale de la normalidad, en el que el alma comienza a divagar, colgándose de los rincones como alma en pena.
Comienza el día con la ingenua ilusión de un niño, ¡es qué queda la mitad del fin de semana!
La mañana transcurre medio en pijama, entre tostadas, olor a café y legañas. El espíritu indolente traza el falso espejismo de un largo día de asueto y felicidad, pero se olvida de concretar cómo y de qué manera.
Nos alcanza la hora de comer, casi sin darnos cuenta, y entonces seguimos anestesiando, edulcorando y narcotizando la percepción de la cruda realidad que se avecina, entre cervezas y comidas pantagruélicas. Ese monstruo despiadado que en pocas horas nos hará bajar de un manotazo del limbo dominical, acecha para devolvernos con toda la dureza de un parto, a la vida real del hombre que osó morder la manzana. El sopor digestivo entra sigiloso y de nuevo nos abandonamos, sin remedio, flotando en la sopa de los sentidos.
Al despertar ya es tarde para todo. Son las seis y ahora sí sentimos que el domingo se escapa entre los dedos. Con una energía que ya quisiéramos para un lunes por la mañana, repasamos mentalmente la lista de cosas que deberíamos haber hecho aquel domingo. Nos ponemos manos a la obra de forma desordenada, olvidando que el gozo y el disfrute entran con suavidad y receptividad. Nos vemos atrapados en un meandro temporal y por mucho que pataleamos y bregamos, no conseguimos salir de aquel remolino e incorporarnos al cauce principal que discurre veloz hacia nuestro destino.
Las manecillas del reloj galopan inexorables y nos preguntamos si no tendrá algo que ver Einstein y su teoría de
Un sentimiento de extemporánea melancolía nos invade, es la melancolía de todos los domingos de la historia del mundo. Y es ahora, cuando curiosamente, nuestra mente abre las puertas de la percepción y alcanzamos un estado que nos hubiera gustado experimentar por la mañana. Pero ahora, sin embargo, sólo percibimos la luz mortecina de la tarde noche que se va apagando, junto a esa extraña sensación de atravesar las puertas del Limbo, de regreso a la segura y aburrida rutina laboral.
¡Menos mal que mañana es lunes!
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