Me
encontraba cansado y decidí irme a la cama. El día había sido agotador, eran
más de las doce y toda la familia descansaba ya plácidamente. Me encanta
trasnochar y, como siempre, me había quedado un rato más delante del ordenador,
disfrutando de la soledad de la noche. Me encanta esa dulce sensación que me
arropa por las noches cuando me encuentro solo en el salón de casa y sueño
despierto protegido por la gran barrera del sueño que está por venir y que
separa un día del siguiente. Sobre ese filo entre el día y la noche he leído
mucho y he creado mucho siempre protegido por la gran barrera del sueño
nocturno. Mi imaginación ha volado mucho explorando los más recónditos
vericuetos de la condición humana a estas horas de la noche pero siempre con la
seguridad de volver al nido, de meterme en la reparadora cama que todo lo
arregla y todo lo cura durante el pase mágico que nos lleva hasta el siguiente
amanecer. Podríamos decir que soy un noctámbulo empedernido, una criatura de la
noche que sintonizo mucho mejor con el ocaso, con el acabar, con el apagar que
por el contrario, con el empezar o el amanecer.
La
casa estaba a oscuras, a excepción de un pequeño flexo que tengo para iluminar
la pantalla del ordenador. Me hice el ánimo y me levanté en busca de la piltra
pertrechado, como cada noche, del leve resplandor de la pantalla del teléfono
móvil que guía mis pasos por el pasillo y las escaleras que ascienden al primer
piso. El camino que tuve que andar fue largo pues en primer lugar me dirigí a
la puerta de casa para comprobar que estaba bien cerrada. En cuanto dejé la
puerta principal empezó todo, decenas de criaturas acompañaron mis temerosos
pasos por el pasillo en dirección a las habitaciones superiores. Salían de
todas partes, se filtraban por las paredes y por debajo de las puertas como
sombras que rápidamente tomaban consistencia y me echaban el aliento en el
cogote. A cada paso que daba, mayor era la presión que sentía a mis espaldas,
yo sin girarme en ningún momento, completamente aterrorizado. Escuchaba el
rumor de sus pasos fantasmagóricos, atropellados detrás de mí como pugnando por
alcanzarme. Algunos se descolgaban desde el techo, otros corrían a lo largo del
pasillo utilizando sus cuatro extremidades que apoyaban en suelo, paredes y
techo, desaforados, con las bocas abiertas y los ojos desorbitados. Parecían
tener la capacidad de traspasarme, de introducirse en mi cabeza desde atrás. En
eso, pasé por delante de la puerta del baño entreabierta y pude ver mi sombra
reflejada en el espejo del baño, pero no estaba sola, compartía espejo con una
niña en camisón, de sonrisa burlona, ojos y dientes amarillos y piel llagada
que rápidamente y con ayuda de sus brazos intentó zafarse de la dictadura
bidimensional del espejo, para salir de él e incorporarse al séquito de entes
que ya perseguían mi maltrecho ánimo. Así, al llegar al recodo del pasillo que
daba a la escalera, el tenue resplandor del móvil iluminó los primeros peldaños
y yo comencé a ascender escaleras arriba con el vello totalmente erizado.
Aquella jauría de seres perseguidores pareció darme una ligera tregua para
permitirme abordar los primeros peldaños sin tropezar, la presión a la que me
tenían sometido se alivió ligeramente pero solo para permitirme ascender los 4
o 5 primeros escalones. Sin embargo, entonces tuve la ocurrencia de dirigir el
resplandor de la pantalla del móvil hacia abajo y ¡maldita sea!, allí estaban
asomando sus cabezas burlonas por el filo de la esquina del pasillo que daba a
la escalera, ¡cómo reían! y ¡cómo saltaron ágiles tras de mí! Algunos caminaban
a cuatro patas por el techo mientras otros recorrían las paredes de la escalera
como sombras que se ponían a mi altura. Los que por el techo andaban
descolgaban sus cabezas, como desnucados, las lenguas colgando y siempre riendo
por encima de mí. El ascenso al primer piso se me hizo eterno, sentía mi vello
erizado y el culo prieto, soportando cada vez una mayor presión de estas
goyescas criaturas. Por fin alcancé el rellano y me dirigí hacia mi dormitorio.
Entonces sentí que se metían debajo de la cama y alargaban sus brazos
descarnados para intentar atraparme por los tobillos. Intenté reunir la mayor
entereza de la que fui capaz en el momento de sentarme en la cama y descalzarme
aunque sentía su fuerte presencia acechándome. Por fin logré introducirme en la
cama con un rápido movimiento de piernas acompañado por el rebote de mi cuerpo
sobre el colchón y un fuerte tirón del edredón que tapó mi cuerpo hasta el
cuello.
Sólo
entonces sentí un cierto alivio, bajó mi desazón y empecé a sonreír como un tonto,
al comprobar que aún con 45 años seguía teniendo el mismo miedo infantil a la
oscuridad que me había acompañado desde la infancia y que acompaña a todos los
seres humanos por muy valientes y ajenos a la fantasía que sean.
1 comentario:
Joan,
cuando mi cerebro a puesto imagen a la niña en camisón, me he acordado del vídeo que te adjunto: http://buzz.viddsee.com/shes-alone-but-her-selfie-captured-a-man-behind-her-she-laughs-it-off/
Yo también sufrí miedo a la oscuridad de pequeño. Y por esto me he identificado con lo que describes; te felicito por tu acertada técnica a escoger el adjetivo adecuado a cada momento de angustia.
Para tu próxima entrega, ¿por qué no pruebas con algo de vis cómica? Seguro que hay anécdotas para partirte el pecho de risa, prueba a escribirlas también.
Un abrazo,
Lluís
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