Sopla
muchos días el viento aquí, es de locos pero el viento sopla y sopla. Y la casa
se asoma en lo alto del recodo y contempla la cuenca reseca, arcillosa y
gravera, excavada por el rio seco desde siempre.
El
abuelo la construyó aquí, junto a la bocana del recodo, abandonada al albur de
la garganta profunda que exhala su abundante aliento contra las paredes de la
vieja casona, limpias y expurgadas de tanto aventarlas. Los cantos rodados que
conforman el ánima de estos muros han eclosionado como los dientes de un niño y
serán lo último que se lleve el viento cuando no quede argamasa que los una.
El
poniente no cesa, pueden ser días o semanas de cálida exhalación que se lleva
el alma de todos los seres vivos que habitan la finca. Se la lleva el viento
dejando un rastro, o más bien un rastrojo, reseco y enjuto, un recuerdo de lo
que allí intentó medrar. Ya me ha tumbado las matas de habas, ya me ha tirado
la flor de los olivos y de los cítricos, ya me ha secado la gota de agua que
ayer les puse. Esta tierra está maldita, nada crece en ella mientras este
maldito poniente siga soplando con fuerza.
Otros
días las palmeras altaneras saludan al levante, que aunque viene amerado, trae
malos modales y sacude la verdura con rachas insolentes. ¡Ay qué las tumba!
Cómo se balancean las palmeras, qué vaivenes marcan sus coronas y yo me deshago
en cálculos para saber si su copo alcanzará la vieja casa en caso de accidente.
La
casa del viento es también la casa de los olores, olores que trae el viento,
aromas lixiviados de la madre Naturaleza que tan solo el rocío humedece. Olor a
sol, a azul cielo y a tortilla de calabacín en las largas tardes de verano. La
tierra está tan seca que cruje al pasar y exhala pequeñas nubes de partículas
con las que se alimenta el viento que reparte esos efluvios por doquier.
El
mar a un lado, al otro el abismo, y al menos algún día, llega una brisa suave y
aromática con olor a salitre cuando viene del este u olor de hogares encendidos
cuando sopla del oeste. El mar y la tierra se reúnen a orillas de la casa, la
casa del viento, que siempre pasa, que va o viene, pero siempre pasa. En ella
no crece nada, tan solo una rosa, la rosa de los vientos.
Nota: Texto inspirado en la casa que construyó mi abuelo Eduardo en la riba del río Monnegre o río Seco en el término municipal de El Campello.
2 comentarios:
Joan,
No sé si conociste a tu abuelo Eduardo, pero, después de leer tu descripción tan fiel a un paisaje, me pica la curiosidad por saber si era un claro ejemplo de influencia del entorno en el carácter de las personas. Ya sabes, a los habitantes del arco mediterráneo se les atribuye una tendencia a la fiesta mucho más acentuada que a los de la estepa siberiana. Suena a topicazo, pero cuando el sol inunda tus campos, la lluvia los bendice y no hay que preocuparse por el sustento diario, pues tienes más tiempo para dedicarlo a otras tareas, entre las cuales el festejo hace acto de presencia de forma natural. En cambio, si uno tiene que partirse la espalda para romper el hielo de la tierra que quiere cultivar, retirar la nieve de la paja que alimenta tu ganado y soportar un cielo plomizo un día sí y el siguiente también, pues que dedicas más tiempo a reponer fuerzas que a bailar hasta la madrugada (bajo cero durante casi todo el año). Yo creo que hay algo de verdad en este tópico costumbrista.
Me ha gustado tu relato, te mete en el entorno que describes sin darte cuenta, y parece que puedas oler la brisa marina, tocar la arena que se levanta arremolinada por el viento, y reseguir con los dedos la piedra angular de la casa de tu abuelo. Una verdadera gozada.
Sigue así, Joan, que yo te seguiré leyendo.
Lluís
Hola Joan,
Para acompañar tu bello texto y tu bello cuadro adjunto una música que le va como anillo al dedo:
https://www.youtube.com/watch?v=moylgXuI9LQ
Un abrazo
Carles
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