Yo
nací un viernes de vacaciones. No era pronto, en vacaciones nada se hace
pronto, y la verdad es que no le di mucha guerra a mi madre para venir a este
mundo, el panorama que me esperaba era halagador, por qué resistirse.
El
hecho de mi nacimiento se celebró con gran algarabía, todos bebieron cerveza
bien fresquita y algún que otro mojito, era un viernes de vacaciones.
Mi
madre siempre iba en bikini, así que me daba de mamar con mucha frecuencia y
mucha facilidad y más aún cuando me llevaban a la playa y mi madre disfrutaba
de la libertad del topless.
Prácticamente
no usé pañales y crecí con un bañador como única prenda, siempre iba descalzo y
mi piel lucía un moreno permanente causado por las largas tardes de los viernes
veraniegos. Asimismo, el salitre del mar me colmaba de salud, así que nunca
tuve que ir al médico, uno no va al médico los viernes de vacaciones.
El
ambiente libertino y relajado que se vivía en mi casa tuvo un fuerte impacto en
mi carácter, es lo que tiene nacer un viernes de verano. Lo que más me gustaba
era hacer castillos de arena en la playa, íbamos casi todas las tardes y nos
encontrábamos con las mismas familias, que estaban veraneando y que eran ya
casi de nuestra familia.
Nunca
fui al colegio, porque el calendario se encontraba detenido en un viernes de
vacaciones. La verdad es que nunca me hizo falta aprender demasiadas cosas,
siempre nos levantábamos tarde, desayunábamos y bajábamos a la playa o bien por
la mañana o bien por la tarde. De política sí que aprendí porque en la playa se
formaban grandes tertulias que intentaban arreglar el país. También de fútbol,
se hablaba y se elucubraba bastante con el cambio de entrenadores y con el
fichaje de nuevos cracks. Yo de hecho alcancé un gran nivel de fútbol playa y
también de voleibol, eran mis deportes favoritos.
La
arena formaba parte de mi vida, la tenía incrustada en mi cuerpo, entre los
dedos de los pies, y mi cuero cabelludo nunca quedó totalmente libre de granos.
Yo
fui un hijo de mi tiempo, de mi presente, no sabía cómo había ido a parar a
aquel viernes de vacaciones, ni tampoco cuál era mi porvenir más allá del
estado de la mar señalizado puntualmente por una bandera. Eso generó un estado
de felicidad inmenso durante los primeros años de mi vida cuando no sabía lo
que era la perspectiva vital y mis anhelos estaban reducidos a jugar, con otros
niños, con el mar, con la arena y a probar nuevos sabores de helado cuando
merendábamos por la tarde.
También
aprendí a montar en bicicleta, me enseñó mi padre que estaba de vacaciones
hasta el domingo. Un domingo que nunca llegó porque siempre era viernes de
vacaciones.
Si mi
padre me enseñó a subir en bicicleta, mi madre me enseñó a leer y a escribir.
Tenía rellenos cientos de cuadernos Rubio de vacaciones y la verdad es que yo
tenía una caligrafía muy bonita. Mi madre también se preocupó porque yo tuviera
siempre buenas lecturas estivales, buenas novelas, y fuera conociendo, a medida
que mi edad lo permitiera, a los grandes clásicos. Esto me causaba cada vez más
desazón, no entendía como todas aquellas gentes tenían siempre tantos problemas
existenciales, debían luchar tanto por la vida y parecía que nunca estaban
contentos con lo que tenían. Yo, por el contrario, no tenía demasiadas
aspiraciones y una especie de sentimiento de felicidad existencial me había
acompañado durante toda mi vida. Estaba en paz conmigo mismo.
Los
años fueron pasando, siendo siempre viernes de vacaciones, y llegó mi
adolescencia. Yo estaba acostumbrado a llevar poca ropa y a ver gente con poca
ropa. Mi sexualidad se despertó y cada viernes de verano, quero decir cada día,
me fui acercando más a una chica que veraneaba en aquel pedacito de mar que me
había tocado en suerte a mí. Entre juegos, nos enamoramos, un amor adolescente,
y desde entonces, ya no me interesarían los castillos de arena, ni los
chapuzones en el mar a la carrera, sólo me interesaba ella. Curiosamente, ella
parecía no disfrutar de esa conciencia intemporal y despreocupada que me
embargaba a mí. Ella tenía anhelos, miedos y retos futuros para cuando
terminaran las vacaciones. A ella le
costaba centrarse en el lugar y en el momento presente, como si se le escapara
entre los dedos de las manos. Yo, por el contrario no sufría, confiado en que
ese momento y ese lugar estarían allí para mí durante toda la eternidad. Era
como estar en una isla espacio-temporal a la cual arribaban de vez en cuando
nuevas cosas traídas por el mar, amores, amigos, objetos, lecturas…
Yo
tenía una serenidad providencial pero todo aquello que llegaba a mi parecía
destinado a sacarme de mi urna de calma, a desestabilizarme con la tentación
del cambio, decían que me estaba perdiendo la vida, que sólo veía una parte de
ella, ciertamente agradable pero que perdía intensidad a fuerza de desgaste. Yo
no lo entendía, ¿dónde y cómo se puede estar mejor que en un viernes de
vacaciones?
Fui
creciendo, mi novia se marchó porque tenía que reanudar su vida rutinaria, no
vacacional, fue un golpe muy duro, ¿cómo podía abandonar aquel paraíso y a mí,
que tanto la quería? Fue entonces cuando empecé a pensar que si quería algo,
tenía que salir de mi jaula de oro, que no podía esperar a que las cosas
arribaran a mis costas libremente. Si quería algo, tenía que salir a
conseguirlo. Y yo ciertamente, quería muchas cosas, quería aprender, ir a la
universidad, tener un coche y mi propia casa, conocer a una chica y hasta tener
hijos.
¿Pero
cómo podía escapar de aquel viernes de vacaciones si tenía un miedo atroz? No
me atrevía a dejar la seguridad de mi playa, de los largos atardeceres de verano,
del olor de la brisa marina, de las siestas a la sombra de las palmeras. Dejar
todo aquello por un futuro incierto era algo superior a mí.
Estaba
ya resignado, nunca saldría de allí. La alegría se había tornado hastío y el
mar ahora parecía haber perdido su color azul tornándose en un gris que
anunciaba tormenta.
Pero
al amor me salvó. Mi antigua novia volvió de vacaciones para verme y me dijo
que no se volvería a ir si no la acompañaba. Me quería. Yo titubeé un poco pero
el amor que sentía por ella me hizo decir ¡vamos! Es evidente que tuve miedo,
pero la fuerza imparable del amor tiraba de mí. Ella me sacó de allí, ella me
enseñó un nuevo mundo, con sus claroscuros, con sus alegrías y sus tristezas,
con todo un abanico de sensaciones que ni siquiera sabía que se podían
experimentar.
Me di
cuenta de que la vida es rica en sensaciones y en emociones, y que la felicidad
está mucho más allá que un viernes de vacaciones. Hay que
aceptar el reto, el desafío, si se quiere vivir una vida en plenitud.
Los
días pasaron, llegaron los lunes, los martes y todos los demás días de la
semana, y todos los disfruté en mayor o menor medida. Valió la pena y sabéis
qué, años más tarde, con mi mujer y mis hijos, volví a aquella playa que me
había visto nacer un viernes de vacaciones y a todos nos encantó.
1 comentario:
Joan,
el filósofo chino Lao-Tsé dijo: "ser amado profundamente por alguien te da fuerza, amar profundamente a alguien te da coraje". Exactamente lo que le ocurre a tu protagonista, y por este orden. Una entretenida y curiosa historia que me despierta la siguiente pregunta: ¿qué hay de autobiográfico en ella?
Saludos,
Lluís
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