viernes, 6 de marzo de 2015

El hombre antinatural


¿Habéis oído alguna vez los sonidos que emite un cerdo al ser sacrificado?
Si nos preguntamos acerca del origen del hombre civilizado, casi todos lo situaríamos hace aproximadamente unos 10.000 años, allá por el periodo neolítico. Justo en ese ya lejano tiempo, y a la vez corto en términos de historia natural, se produjo un punto de inflexión en el desarrollo de la humanidad. El hombre pasó de ser cazador, pescador y recolector a productor. Pasó de ser nómada, siempre en busca de nuevos territorios y nuevos recursos, a ser sedentario estableciéndose en un lugar fijo. Esta voltereta evolutiva fue acompañada del descubrimiento de la agricultura y la ganadería que permitieron alejar un poco más allá la premura por cubrir las necesidades básicas desde las próximas horas hasta los próximos meses.
Hasta aquí todo parece tener un sentido bondadoso, somos la especie más inteligente del planeta, tenemos unas necesidades para asegurar nuestra propia supervivencia y por tanto, parece normal que aprovechemos todos los recursos a nuestro alcance con ese fin.
Sin embargo, si cambiamos nuestro punto de vista, y empatizamos un poco con nuestro entorno y con los otros seres vivos que habitan el planeta, nos encontramos rasgos en nuestro comportamiento que no son precisamente bondadosos.
Cómo podríamos explicar lo que pasó en el neolítico con otras palabras que desvelen más claramente nuestras intenciones y la cualidad de nuestros actos. Haré un intento en pos de desenmascarar a un villano.
Lo que hicimos en el neolítico fue transformar la Naturaleza en un bien de consumo, es decir, pasó de ser nuestra madre a ser nuestra sirvienta. Con el advenimiento de la agricultura y la ganadería dejamos de considerar a los demás seres vivos como iguales a nosotros y pasamos a sentirnos superiores, dioses propietarios de la madre Tierra que nos había dado la vida. Hay un agravio muy hondo en esta forma de actuar del hombre que lo reduce todo al sentido de propiedad material. La Naturaleza es desde entonces un bien material que se puede poseer y con el que se puede comerciar. A ningún nómada se le hubiera ocurrido vender un trozo de desierto a otra persona pero nuestra civilización, y nuestra economía, está basada precisamente en eso, en la propiedad material de los recursos naturales.
De esta manera, hemos convertido la vida y la muerte en algo industrial ya ni siquiera regido por las necesidades reales de alimentarse sino más bien gobernadas por las banalidades de la economía de mercado. El planeta Tierra, con todo incluido, es decir, mares, bosques, montañas, animales, plantas, cielos, etc… es un gran mercado, todo se puede vender o comprar.
La sensación de culpabilidad fue tan grande que en aquel mismo punto del tiempo neolítico fue necesario inventar la religión para poder expiar nuestros pecados y administrarnos la penitencia en pequeñas dosis. La religión también intentó, con mayor o menor acierto, poner cierto freno al ramalazo depredador que surgió en el neolítico porque desde la nueva posición del hombre, se podía vislumbrar cual sería el siguiente paso en aquella osadía, “por qué no considerar al propio hombre como un bien de consumo con el que se puede comerciar”. Es decir, por qué no diferenciar varias categorías de hombres, unos serían amos y señores y otros serían hombres-objeto, es decir, esclavos.
Así que desde entonces, jugamos a ser dios y nos hemos empecinado soberanamente en automarginarnos y autoexcluirnos de la Naturaleza que nos creó y que nos sigue rodeando. La concepción del hombre moderno se basa en considerarse a sí mismo como un ser externo al medio natural, por un  lado está el hombre y por el otro la Naturaleza que intentamos dominar, y así nos va.

Terminaré diciendo que a pesar de tanto vilipendio, aún hoy día, la Naturaleza nos recuerda de vez en cuando que no somos más que un animalillo asustado, exactamente igual que un corderito antes de ser sacrificado.

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