¿Habéis oído alguna vez los
sonidos que emite un cerdo al ser sacrificado?
Si nos preguntamos acerca del
origen del hombre civilizado, casi todos lo situaríamos hace aproximadamente
unos 10.000 años, allá por el periodo neolítico. Justo en ese ya lejano tiempo,
y a la vez corto en términos de historia natural, se produjo un punto de
inflexión en el desarrollo de la humanidad. El hombre pasó de ser cazador,
pescador y recolector a productor. Pasó de ser nómada, siempre en busca de nuevos
territorios y nuevos recursos, a ser sedentario estableciéndose en un lugar
fijo. Esta voltereta evolutiva fue acompañada del descubrimiento de la
agricultura y la ganadería que permitieron alejar un poco más allá la premura
por cubrir las necesidades básicas desde las próximas horas hasta los próximos
meses.
Hasta aquí todo parece tener un
sentido bondadoso, somos la especie más inteligente del planeta, tenemos unas
necesidades para asegurar nuestra propia supervivencia y por tanto, parece
normal que aprovechemos todos los recursos a nuestro alcance con ese fin.
Sin embargo, si cambiamos
nuestro punto de vista, y empatizamos un poco con nuestro entorno y con los
otros seres vivos que habitan el planeta, nos encontramos rasgos en nuestro
comportamiento que no son precisamente bondadosos.
Cómo podríamos explicar lo que
pasó en el neolítico con otras palabras que desvelen más claramente nuestras
intenciones y la cualidad de nuestros actos. Haré un intento en pos de
desenmascarar a un villano.
Lo que hicimos en el neolítico
fue transformar la Naturaleza en un bien de consumo, es decir, pasó de ser
nuestra madre a ser nuestra sirvienta. Con el advenimiento de la agricultura y
la ganadería dejamos de considerar a los demás seres vivos como iguales a
nosotros y pasamos a sentirnos superiores, dioses propietarios de la madre
Tierra que nos había dado la vida. Hay un agravio muy hondo en esta forma de
actuar del hombre que lo reduce todo al sentido de propiedad material. La
Naturaleza es desde entonces un bien material que se puede poseer y con el que
se puede comerciar. A ningún nómada se le hubiera ocurrido vender un trozo de
desierto a otra persona pero nuestra civilización, y nuestra economía, está
basada precisamente en eso, en la propiedad material de los recursos naturales.
De esta manera, hemos
convertido la vida y la muerte en algo industrial ya ni siquiera regido por las
necesidades reales de alimentarse sino más bien gobernadas por las banalidades
de la economía de mercado. El planeta Tierra, con todo incluido, es decir,
mares, bosques, montañas, animales, plantas, cielos, etc… es un gran mercado,
todo se puede vender o comprar.
La sensación de culpabilidad
fue tan grande que en aquel mismo punto del tiempo neolítico fue necesario
inventar la religión para poder expiar nuestros pecados y administrarnos la
penitencia en pequeñas dosis. La religión también intentó, con mayor o menor
acierto, poner cierto freno al ramalazo depredador que surgió en el neolítico
porque desde la nueva posición del hombre, se podía vislumbrar cual sería el
siguiente paso en aquella osadía, “por qué no considerar al propio hombre como
un bien de consumo con el que se puede comerciar”. Es decir, por qué no
diferenciar varias categorías de hombres, unos serían amos y señores y otros
serían hombres-objeto, es decir, esclavos.
Así que desde entonces, jugamos
a ser dios y nos hemos empecinado soberanamente en automarginarnos y
autoexcluirnos de la Naturaleza que nos creó y que nos sigue rodeando. La
concepción del hombre moderno se basa en considerarse a sí mismo como un ser
externo al medio natural, por un lado
está el hombre y por el otro la Naturaleza que intentamos dominar, y así nos
va.
Terminaré diciendo que a pesar
de tanto vilipendio, aún hoy día, la Naturaleza nos recuerda de vez en cuando
que no somos más que un animalillo asustado, exactamente igual que un corderito
antes de ser sacrificado.