Por otro lado, si nos fijamos
en la clásica fenomenología con la que se suele manifestar el más allá en el
más acá, podremos constatar que los fenómenos se han ido popularizando con el
tiempo hasta alcanzar mayores cotas de democracia, repartiendo fantasmas y
apariciones entre todos los seres humanos con independencia de su clase o
estatus social. De esta manera, el abuelo muerto se puede aparecer tanto al
príncipe, como al marqués o al plebeyo, sea para ayudar a los vivos o porque tenga algún desasosiego
que no le permita el eterno descanso.
Por tanto, este comportamiento
constatado da validez a la sentencia que dice que todos somos iguales ante la
muerte, que la muerte es el gran rasero que nos quita los galones y nos hace
ingresar en nuestra nueva “vida” con una mano delante y la otra detrás. Así,
resulta que la Parca es la encargada de bajarles los humos a los ricos y
poderosos y entregarles una dosis de dignidad a los muertos pobres, al más puro
estilo Robin Hood. O sea que, la Parca se rebela contra la desigualdad y no
hace nunca ascos por tener más o menos dinero o poder.
De esta manera, a finales del
siglo XX se produjo el advenimiento de la parapsicología de clase media, en la
que ya no se movían vetustos muebles, ni caían cuadros del tatarabuelo con
pesados marcos de bronce, o se balanceaban lámparas de lágrimas sobre
espaciosos salones de baile. Lo de nuestros días es más liviano, básicamente
porque el mobiliario domestico se ha aligerado sobremanera, el plástico ha
invadido nuestros hogares y la limitación de espacio no hace aconsejable el uso
de objetos densos. Sin embargo, este adelgazamiento de la materia no ha sido
óbice para que deje de bailar al son de las fuerzas sobrenaturales. Ahora, son
los cuadros con marcos del chino y los muebles del Ikea los que se agitan al
compás de espíritus descontentos y entidades de diversa calaña y condición.
Ante esta situación, siempre me
ha resultado curioso el hecho de que toda la fenomenología poltergeist pudiera
ser contenida entre las cuatro paredes de papel de un humilde piso en un barrio
obrero, pongamos por ejemplo Vallecas. Queda ya muy lejos la eterna imagen de
la casa encantada, con su silueta recortada por el atardecer sobre la colina y
un pasado luctuoso a sus espaldas como garante del desasosiego que allí se
percibe. Incluso, el actual apiñamiento en el que gusta vivir al ser humano
moderno hace temer que los entes, poco acostumbrados a barreras físicas, puedan
errar su destino y darle la murga al vecino de al lado que se encontraba en paz
con los asuntos no terrenales. Así que, las comunidades de vecinos han de hacer
frente a ruidosos inquilinos de pisos hipotecados que, mayormente por las
noches, se dedican a redecorar con vehemencia el viejo papel floreado de las
paredes, a maltratar las ajadas puertas huecas de los 70, a quemar los retratos
que lucen en la alacena al lado de las figuritas del último roscón de Reyes y a
poner en movimiento todo tipo de objetos como la paletilla de jamón que cruza
el espacio aéreo de la cocina, el vaso de Duralex que se estampa contra la
pared o el jarrón con flores de papel que descansaba plácidamente sobre el
taquillón del recibidor.
Los investigadores recaban con ahínco
que pudo pasar en el número 27 de la calle Topete para justificar los fenómenos
observados en el 3º derecha pero el grado de masificación del terreno urbano es
tal, que se hace muy difícil delimitar los contornos físicos de la tragedia que
parece aflorar en el desafortunado piso. Así es la parapsicología popular,
revestida de cotidiana humildad y quizá por eso más temible. Las fuerzas del
más allá no hacen distingos y quizá su comunidad esté a punto de convertirse en
el siguiente poltergeist urbano.
1 comentario:
Joan,
Que los espíritus o duendes se hayan trasladado del noble castillo al vulgar apartamento se debe al tremendo aburrimiento que estos seres etéreos padecen en los aposentos de alta alcurnia. Con la crisis, las mansiones se han vaciado de habitantes nacionales, los cuales han sido substituidos por cualquier fortuna rusa o árabe que no entiende un carajo del crujir de puertas o del eco de gritos de dolor (en sus países de origen, estos efectos especiales en plena noche, de tanto repetirse, se han vuelto del todo inefectivos).
Los inquilinos que se dedican al dudoso deporte de hacer ruido durante las horas de sueño son tremendamente más letales que cualquier fantasma de medio pelo. Ya sea con altavoces al límite de su capacidad electrónica, o bien con cantos provocados per estados etílicos palpables, estos individuos de carne y hueso se aprovechan de la pasividad manifiesta de las fuerzas del orden para martirizar el cerebro del currante madrugador durante toda la noche. Ahí no valen ni exorcismos ni antídotos brujeriles, que siguen con el ruido machacón hasta que su cuerpo aguante. No sería ni el primero ni el segundo vecino que, ante tan desproporcionado ataque al delicado equilibrio de los biorritmos, decida arrojar la toalla y buscarse un nuevo hábitat donde la contaminación acústica sea soportable.
Sigue atento a cualquier nuevo informe de la aparición de sucesos extraños en barrios de baja extracción social. Quizás no hay respuesta evidente al fenómeno "poltergeist" de turno, pero quién sabe si estas almas de mal asiento no son antiguos inquilinos afectados de vecinos insoportables que han decidido vengarse volviendo al reino de los vivos para provocar a nuevos candidatos un infarto de miocardio que los mande al más allá con billete de vuelta.
Tuyo afectísimo,
Lluís
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