Un fluorescente parpadeaba
incómodamente a unos diez metros de la pareja de técnicos de la Corporación General
de Xenobióticos que avanzaba por el largo y níveo pasillo adyacente a la sala
de germinación. Carlos siempre había puesto en duda la viabilidad, y hasta la
moralidad, del regio sistema morbodominante que gobernaba la vida de las
personas desde hacía más de un siglo. Esta actitud le había dispensado más de
un disgusto pero no le había impedido ascender puestos en el escalafón
socio-sanitario hasta alcanzar el puesto de sanador regional 010.
Carlos y el orondo Samuel Pickwick caminaban
embutidos en su traje de neopreno aluminizado blanco que les protegía de
infecciones oportunistas, sin duda mortales para su débil sistema inmune.
¾Hemos
logrado erradicar el sufrimiento casi en su totalidad. Ahora tenemos un control
total sobre el cuerpo humano, ¿qué hay de malo en eso? ¾dijo Samuel.
¾Sí,
pero se trata de un bienestar artificial, nada es auténtico. Además, la
hipocondría a uniformizado a la sociedad y eliminando la creatividad individual
que al fin y al cabo es un acto de valentía. No sé, siento que ahora somos como
robots sin alma, vacíos por dentro.
¾Sabes
que el liberalismo del siglo XXI no nos condujo a nada bueno. Es mejor, ¡no!,
imprescindible, que la sociedad funcione como una gran máquina perfectamente
engrasada y a salvo de excentricidades individuales.
¾No
creo que a esto le podamos llamar vida. Tenemos una sociedad de enfermos
crónicos que sólo son capaces de sonreír bajo los efectos de los antidepresivos
¾argumentó contrariado Carlos.
¾No
digas eso, son personas cuyos cuerpos viven y respiran en perfecta armonía con
los fármacos que les suministramos desde la Corporación General.
El problema no es un problema si tiene solución y ya sabes que nuestro sumo
sanador está empeñado en romper el primer axioma de la Ley de Supervivencia
Universal, aquel que dice que toda vida inteligente tiende a su
autodestrucción. Por cierto, deberías pedirle a tu sanador que te aumente la
dosis de IMAO, últimamente tienes pensamientos muy raros.
La atribulada pareja fue llegando al
final del aséptico pasillo mientras lanzaban alguna que otra mirada indolente a
través de los vidrios que separaban el corredor de la sección de asmáticos no
natos que se extendía a su derecha.
¾¡Por
fin acaba otra pesada y tediosa jornada laboral! No sé ni cuantos óvulos he
fecundado hoy pero no te preocupes por mi, en cuanto llegue a casa me meteré un
chute de glucosa refinada, que ya sabes lo bien que me va para levantar el
ánimo ¾concluyó Carlos a modo de despedida mientras se
introducía en su cabina de esterilización individual.
Una vez en la calle, Carlos se
dirigió hacia la estación de transporte metropolitano de aire estéril. ¡Qué
mala suerte!, había olvidado su tarjeta de transporte en el laboratorio, así
que, decidió pagarse un tren sucio, que es como llamaban a los transportes convencionales,
y usar la máscara de papel que siempre llevaba consigo. Al subir al vagón pudo
comprobar que no había tenido demasiada suerte con el acompañamiento. Al fondo
del vagón moraba un viejo desaliñado que no paraba de toser y expulsar esputos
en un pañuelo que no daba para más. Un poco más cerca de él, había sentado un
trabajador de la construcción que no parecía muy preocupado por el aire que
respiraba y que, de hecho, emitía un fuerte hedor a sudor.
Fueron necesarios tan solo dos
minutos para que Carlos empezara a preocuparse. Su síndrome de
inmunodeficiencia genética no le permitía exponerse de esa manera a posibles
agentes infecciosos por lo que no esperó al final del trayecto. Un paseo por
las calles a la luz del ocaso seguro que le sentaría mejor, a pesar de que el
barrio por el que se encontraba transitando en ese momento no era especialmente
saludable.
Nada más alcanzar el nivel de la
calle, se fijó en un grupo de camellos que se encontraba dirimiendo la forma
más rentable de distribuir los analgésicos que habían conseguido robar de uno
de los almacenes de la
Corporación General. Principalmente, paracetamol y ácido
acetil salicílico que ahora se tomaban prácticamente a diario por una gran
parte de la población en dosis cercanas a su nivel tóxico. Desde que la ley
constitucional prohibiera la síntesis de cualquier producto químico fuera de
los cauces públicos autorizados, había mucho contrabando de xenobióticos,
especialmente en los barrios de alto poder adquisitivo.
Carlos continuó con ligero desazón
su accidentada vuelta a casa por aquellas calles grises, llenas de edificios
inteligentes construidos durante la revolución robótica de la segunda mitad del
siglo XXI. Las fachadas ennegrecidas y decadentes todavía mostraban los signos
de la última gran guerra, que fue el origen del orden social imperante en la
actualidad, la morbocrácia. Por otro
lado, si había una especie que empezaba a postularse como ganadora en la lucha
por la supervivencia en este planeta eran las ratas, ni siquiera huían por la
cercanía del ser humano, parecían darnos permiso para pasar por sus
territorios. En los barrios habitados por la población menos enferma habían
tenido que excavar un muro de contención que se hundía más de 15 metros en el
subsuelo para evitar que estas bestias
entraran en contacto con las personas.
A cuatro manzanas de su casa, se
encontró con la cola del suministro semanal de fármacos para los desempleados,
inválidos y gente de la tercera edad. Ya casi no recordaba que una de las
máximas del gobierno era que ningún enfermo se quedara sin sus medicinas. Lo
que le sorprendió un poco es que la cola fuera tan larga, ya que era necesaria
receta y eso no era fácil de conseguir para este tipo de gente improductiva que sólo contaba con un
sanador por cada 300 pacientes. Escondidos en el anonimato de la cola había
algún que otro miembro de la raza “U”, que se escapaban de los laboratorios de la Corporación pero que
resultaban fáciles de descubrir para un sanador 010. Esta raza de humanos
inferiores solía arrastrar un síndrome de adicción polifarmácologica durante
toda su corta vida debido a que era una etnia creada y diseñada para servir
como animales de laboratorio en el descubrimiento de nuevos fármacos.
El paisaje urbano comenzaba a
cambiar tímidamente intercalando, cada vez con mayor frecuencia, edificios más
modernos y bien conservados. Sin embargo, súbitamente sintió un hedor que le
abofeteó los cinco sentidos. Al superar la esquina, Carlos pudo descubrir la
fuente emisora de tan terrible olor. Tumbado en el suelo con la cabeza ladeada
contra las planchas metálicas que conformaban la fachada del edificio y el
cuello llevado a su máximo punto de tensión, se encontró con un anciano de
cabellos gris ceniza, más bien escasos y vestido con harapos. Los ojos abiertos
como platos mientras de la boca le colgaba un hilito de saliva amarillenta y en
la mano semicerrada tenía un frasco vacío de torazina. Al parecer, había
ingerido todo el bote de pastillas excepto algunas que cayeron al suelo después
de resbalar por las comisuras de su boca. Los casos de sobredosis eran
frecuentes en la sociedad actual, producto de la desesperación ocasionada por
las respectivas enfermedades. Carlos estaba obligado a informar a la unidad
móvil de esterilización urbana para que retiraran el cadáver y limpiaran un
poco todo aquello, y así lo hizo.
Por fin llegó a la entrada principal
de su edificio autosostenible que para un empleado 010 de la sanidad pública no
estaba nada mal. Introdujo su tarjeta inteligente y pronunció su nombre “Carlos
Chagas”. Las puertas del ascensor que le conduciría directamente a su piso se
abrieron y Carlos subió sólo, como siempre, este sistema no permitía
confraternizar con los vecinos del mismo bloque.
Al entrar en casa, Carlos percibió
un fuerte olor a café mezclado con desinfectante. Su esposa Gerty acababa de
hacerse un enema de café con fines purificativos. Esta técnica natural servía para
eliminar una gran cantidad de toxinas y por eso ella lo solía hacer una vez por
semana.
Alguna que otra vez, habían hablado
de que les gustaría tener un hijo, o más bien solicitar la fecundación
artificial y germinación de un hijo portador de sus genes. Sin embargo, el
hecho de saber que el código genético que daría lugar a su hijo iba a ser
alterado para introducir el gen subyugante por el cual la morbocrácia dominaría
completamente al individuo les hacía desistir de la idea a la espera de un
insospechado cambioA Carlos le apenaba el tipo de vida que llevaban, cargada
de miedos y prevenciones, y estaba empezando a sentir cierta desesperación. Se
derrumbó en el sofá mientras encendía el canal de noticias. El preocupado
locutor relataba la captura de algunos miembros del grupo marginal de humanos
que todavía podían llamarse mamíferos. Estos grupos vivían escondidos en los
bosques, donde encontraban casi todo lo necesario para alimentarse y se
reproducían mediante el tradicional embarazo y parto natural. A pesar de su
condición marginal, Carlos sintió mucha envidia y así se lo comentó a Gerty,
que en ese momento también se dejaba caer en el sofá.
¾Podríamos contactar con ellos e intentar tener un
hijo natural y libre ¾dijo Carlos.
¾Sí, sería un sueño pero eso es casi imposible. En
algún momento habremos de aceptar el sistema morbodominante.
Carlos prefirió no seguir con la conversación que
se le antojaba improductiva pero la semilla de la subversión había quedado
prendida en su interior.
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