viernes, 24 de septiembre de 2010

Puzzle de vidas


Decía Ortega y Gasset que la ciudad es aquello que no es campo, o sea, que se define por sus límites. Por tanto, el concepto de ciudad siempre ha ido íntimamente ligado a la limitación física del espacio.

Desde las ciudades-estado hasta nuestros días, esta definición ha ido evolucionando sin perder su esencia, es decir, la limitación del espacio. Así, las murallas construidas por el hombre a modo de membrana celular de ese organismo viviente llamado ciudad constituían la manifestación más simplista del concepto de ciudad. Con el tiempo, la delimitación de las grandes aglomeraciones humanas se ha ido difuminando y ahora los límites los ponen los accidentes naturales, como montañas o ríos, o sea el campo, que de alguna manera tenía que defenderse de esa peculiar costumbre que tienen los humanos de arremolinarse entorno a unos pocos kilómetros cuadrados que quedan tan devastados que pierden hasta la dignidad de llamarse Tierra.

Es evidente, que la vida urbana nos impone la cesión de algunos de nuestros intereses en pro de la colectividad, como por ejemplo no tirar la basura por la ventana del 4º piso o tener que esperar la cola del autobús, o frenar cuando un semáforo está en rojo.

Sin embargo, esto no es nada comparado con lo que es la vida en comunidad. Era evidente que tenía que pasar, si el campo no nos quiere dar más espacio, quitémoselo al cielo.

Según la RAE, una comunidad es, entre otras cosas, un conjunto de personas vinculadas por características o intereses comunes, y más en concreto, yo diría que en el caso que nos ocupa, la vinculación es más por características que por intereses. Eso ya lo sabían los rusos cuando después de escabechar a los zares abrazaron la colectivización de la vida familiar y proyectaron sus tremendamente depresivos edificios de apartamentos para alojar a la clase obrera.

Pero la cosa no acaba ahí, como nos han demostrado los japoneses. De esta manera, el tamaño de los apartamentos es inversamente proporcional a la presión demográfica que se ejerce sobre un determinado punto del planeta hasta alcanzar el tamaño de nicho, que se supone que es la última medida permitida, al menos, para seres humanos vivos. En el caso de los muertos, su condición biológica, su estatus legal y la pérdida definitiva de su dignidad, nos permite reducirlos a cenizas que ocupan el espacio de una pequeña urna, que a su vez se guarda en un columbario (de 1 metro cuadrado) junto con otras urnas, para no perder la costumbre de la comunidad. En fin, igual que se vive, se muere.

Así que cuando veo las enormes moles de pisos o pisitos o cuchitriles a las que nos tienen acostumbrados nuestras ciudades, se me representan como un organismo viviente integrado por entidades celulares que serian cada uno de los pisos. Este bicho come y defeca por la bajante, eructa las sardinas mal digeridas por los extractores y exhala sus efluvios por sus poros que serían los aires acondicionados. También se ilusiona con los tímidos acordes de violín del estudiante del 6º dcha. y mantiene su homeostasis a base de coladas que airea en sus vías aéreas o patio de luces. Dentro de sus células se producen procesos mitóticos entre jadeos, golpes de cabezal en la pared y demás algarabía sexual mientras los grafiteros lo someten a sesiones intensivas de tatuaje. La bricomanía noctámbula del vecino de 5º es la causa de su dolor de cabeza y padece las enfermedades propias de la vejez, como la arteriosclerosis de sus cañerías o la aluminosis galopante. Empero, lo importante es que todas esas piezas encajan como un puzzle, y uno, ante la visión de la atareada vida de sus habitantes, tiene la impresión de estar viendo una foto de familia.

Si no, fijaos en la foto de este edificio de los suburbios de una gran ciudad europea. Se trata de Lisboa aunque bien podría ser cualquier otra, puesto que la composición es omnipresente en el mundo desarrollado. Como veis, seguro que los vecinos del 4º que miran a la cámara han hecho muchas barbacoas en el balcón del 2º, eso sí, recogiendo la alfombra de su propio balcón para que no huela. También vemos al del 4º dcha. exhibiendo públicamente sus trapos “límpios”, así como los del 4º izq. evitando que se les peguen las sábanas. Asimismo, las plantas tratan de medrar en el microclima del 1º dcha.

El edificio presenta ya tal estado de descomposición que si la cosa sigue igual, la próxima foto tomada por un turista distraído y un poco excéntrico, será ya objeto de estudio al estilo de las caras de Velmez y a lo mejor hasta se convierte en centro de peregrinación ecuménica.

Gracias a este puzzle humano, he entendido el significado de aquel juego de apilar piezas que se llama “Tetris”, es el acrónimo de tétrico.

Foto: Tomada el 18 de Agosto de 2010 en los suburbios de Lisboa.

2 comentarios:

Lluís P. dijo...

Joan,

a pesar de la película de Álex de la Iglesia "La Comunidad" (con Carmen Maura), ¿no te sorprende que generalmente la convivencia en estos bloques-colmena sea pacífica? A pesar de las clases de violín del vecino del sexto, de olor a tabaco en el ascensor, del retraso en el pago de la derrama y de los pelos del perro del ático en la escalera, la gente se saluda al cruzarse en el rellano. ¿Instinto de supervivencia o signo inequívoco de civilización?
Seguiré leyendo (y comentando) tus siempre interesantes reflexiones,

Lluís P.

Juan Francisco Caturla Javaloyes dijo...

Me ha hecho mucha ilusión que hayas subido al tren de mi blog y si además tienes la paciencia de contestarme algunas de mis entradas, te lo agradeceré de corazón porque es mucho más agradable y provechoso conversar que monologar.
Respecto a tu comentario, ciertamente, yo creo que la gente que vive bajo está forma de organización social, tiene muy presente el frágil equilibrio que la sostiene de manera que una guerra intestina supondría casi seguro la destrucción de la colmena. De alguna manera, se siente que si se ataca al vecino, se pone el peligro el hogar propio.
Respecto a tu pregunta, yo diría que la civilización a puesto la colmena entendida como el producto de la limitación del espacio pero los seres humanos que allí viven, lo hacen con vocación individual, no hay una asignación de roles como en el caso de las abejas. Por tanto, para mi la fuerza que cohesiona estos aglomerados humanos es más el instinto de supervivencia en estas condiciones impuestas por la realidad.
Joan