Aunque para la mayoria de la gente las vacaciones estivales son ya un tenue recuerdo, superadas ya las depresiones postvacacionales, este año he aprendido que el fin de las vacaciones es cosa justa y necesaria.
Se trata, sin duda, en este caso de un escrito terapéutico. Los buenos escritores dicen que para ellos, el escribir es como respirar y en mi caso, salvando las enormes distancias, también percibo el efecto balsámico de la escritura.
Estos momentos, que son a priori agrios, no propician el estado mental requerido para escribir algo con pies y cabeza pero he querido bucear en estos lodos agridulces, sin miedo, para aprender como debo vivir, es decir, saborear, disfrutar y apurar este ciclo vital que se repite cada año cual castigo de Sísifo.
Me encomiendo al dios Jano para atravesar el umbral de la puerta que me introducirá de nuevo en la jaula de la rutina delimitada por lo gruesos barrotes de los horarios. En ese espacio reducido habitaré los próximos meses, aprovechando los primeros días, los escasos rayos de sol que se filtran por el emparrillado, y resignado más adelante, preso ya del síndrome de Estocolmo, entregando vehementemente parte de mi vida al sistema económico-productivo, a Dios gracias.
Sin embargo, este paso no es ya tan dramático. A ciertas alturas de las vacaciones, me doy cuenta de que mi cuerpo y mi mente y los de mi familia necesitan ser encauzados, canalizados, encarrilados para que nuestras vidas cobren todo su sentido, al divisar al frente su objetivo.
La debilidad física y mental del ser humano nos exige un descanso, una desconexión, un feliz deambular sin rumbo, un baño existencialista, una parada técnica, una vuelta a una ligera irracionalidad animal donde sólo se trata de cubrir nuestras necesidades biológicas sin mayores pretensiones. Es el sueño reparador de la conciencia, un reset de nuestros circuitos recalentados ya a estas alturas del año, el alejamiento necesario para tomar perspectiva, para ver que va mal en nuestra vida y que podemos mejorar.
No se trata en vacaciones de resolver nuestros problemas; si así se enfocan suelen ser un fracaso. Se trata de parar, levantar la cabeza, mirar hacia donde nos lleva nuestro camino vital y planificar serenamente los ajustes necesarios para cuando reemprendamos el camino.
En este sentido, me he dado cuenta de que nuestro cuerpo y nuestra mente nos avisan cuando han finalizado las labores de mantenimiento y debemos ponernos en marcha. Noto como los motores, ya engrasados, empiezan a girar, como piden combustible, experiencias vitales, están deseosos de recorrer la pista que se dibuja ante nosotros.
En ese momento sé que las vacaciones han terminado, que hay que poner pies en polvorosa y dirigirse a la parrilla de salida. Si no lo hacemos, nos arriesgamos a sufrir el mal de la galbana que nos enrabia y emponzoña.
Vamos pues a zambullirnos con alegría en el río de nuestra vida.
Estos momentos, que son a priori agrios, no propician el estado mental requerido para escribir algo con pies y cabeza pero he querido bucear en estos lodos agridulces, sin miedo, para aprender como debo vivir, es decir, saborear, disfrutar y apurar este ciclo vital que se repite cada año cual castigo de Sísifo.
Me encomiendo al dios Jano para atravesar el umbral de la puerta que me introducirá de nuevo en la jaula de la rutina delimitada por lo gruesos barrotes de los horarios. En ese espacio reducido habitaré los próximos meses, aprovechando los primeros días, los escasos rayos de sol que se filtran por el emparrillado, y resignado más adelante, preso ya del síndrome de Estocolmo, entregando vehementemente parte de mi vida al sistema económico-productivo, a Dios gracias.
Sin embargo, este paso no es ya tan dramático. A ciertas alturas de las vacaciones, me doy cuenta de que mi cuerpo y mi mente y los de mi familia necesitan ser encauzados, canalizados, encarrilados para que nuestras vidas cobren todo su sentido, al divisar al frente su objetivo.
La debilidad física y mental del ser humano nos exige un descanso, una desconexión, un feliz deambular sin rumbo, un baño existencialista, una parada técnica, una vuelta a una ligera irracionalidad animal donde sólo se trata de cubrir nuestras necesidades biológicas sin mayores pretensiones. Es el sueño reparador de la conciencia, un reset de nuestros circuitos recalentados ya a estas alturas del año, el alejamiento necesario para tomar perspectiva, para ver que va mal en nuestra vida y que podemos mejorar.
No se trata en vacaciones de resolver nuestros problemas; si así se enfocan suelen ser un fracaso. Se trata de parar, levantar la cabeza, mirar hacia donde nos lleva nuestro camino vital y planificar serenamente los ajustes necesarios para cuando reemprendamos el camino.
En este sentido, me he dado cuenta de que nuestro cuerpo y nuestra mente nos avisan cuando han finalizado las labores de mantenimiento y debemos ponernos en marcha. Noto como los motores, ya engrasados, empiezan a girar, como piden combustible, experiencias vitales, están deseosos de recorrer la pista que se dibuja ante nosotros.
En ese momento sé que las vacaciones han terminado, que hay que poner pies en polvorosa y dirigirse a la parrilla de salida. Si no lo hacemos, nos arriesgamos a sufrir el mal de la galbana que nos enrabia y emponzoña.
Vamos pues a zambullirnos con alegría en el río de nuestra vida.
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