Al pasar por debajo del arco que daba entrada al
cementerio, me lo encontré de frente. La mirada fija en mí y su pose
mayestática con las patas delanteras juntas y el pecho bien erguido, escrutando
a todos los que venían a depositar flores en las tumbas de sus seres queridos
por Todos los Santos.
Enorme, grande, gordo.
Era un gato de los que los japoneses llaman calicó,
con manchas de tres colores, blanco, marrón y negro, y la verdad es que imponía
mucho a pesar de que no era completamente negro. Quizá fuera la curiosa distribución de los
colores sobre el pelaje del animal con el color negro dibujando una especie de
antifaz que rodeaba sus ojos, lo que le confería una siniestra actitud de total
autoridad como dueño y señor del cementerio.
¡Oh Dios! Qué tenía ese felino en su mirada que me
mantenía como hipnotizado, subyugado y sin voluntad propia. Y mientras me
debatía por zafarme de sus afiladas garras oculares, sentí un chasquido y
experimenté una terrible tristeza de añoranza, de alejamiento de la realidad
para adentrarme en un lugar terriblemente desconocido en el que mi ser se
diluía perdiendo casi por completo toda la entidad que me definía como persona.
¿Qué era aquel espacio rodeado de seres que vagaban
sin rumbo? Parecían de otro tiempo, más antiguo. Parecían no entender nada,
parecían ¡muertos vivientes!
La cara del maldito gato se manifestaba allá donde mirara
y en ese momento, imaginé algo que me negaba aceptar, pero que explicaba lo que
me estaba sucediendo. Efectivamente, allí se encontraban todas las almas de los
finados enterrados en ese cementerio, era una especie de inframundo y todas
esas pobres almas estaban atrapadas en el interior del orondo gato.
La desesperación invadió todo mi ser cuando
comprendí que ese maldito gato me había atrapado en su interior, y que el
felino se alimentaba con las almas de aquel cementerio rebosante de cadáveres.
El gato engordaba cada día un poco más a medida que los finados iban ocupando
nichos y columbarios.
Quise interaccionar con las almas errantes que
vagaban de aquí para allá y de repente me dio un vuelco al corazón al reconocer
a mi abuelo, al que yo venía a ponerle flores ese aciago día.
¡Yayo! exclamé con una mezcla de pavor y confianza,
y él se giró con su rostro marcado por las cicatrices que el duro trabajo en el
campo había labrado en su rostro a lo largo de la vida. Pareció sorprendido,
como si despertara de un sueño de muchos años ya, pero finalmente pareció
reconocerme. Esto me extrañó al pensarlo dos veces, ya que mi abuelo había
muerto cuando yo era pequeño y, por tanto, mi aspecto había cambiado mucho
desde entonces. Salvé esta incongruencia con el artificio de pensar que la
sangre reconoce a su sangre en cualquier lugar o circunstancia.
Inmediatamente quise pedirle ayuda, ¿qué hago
aquí?, ¿qué es este lugar?, ¿por qué estás aquí?
Él me sonrió dando así una respuesta velada y
tranquilizadora y me dijo que no me preocupara, que él me enseñaría el camino
de salida ya que todavía no había llegado el momento de habitar el reino de los
muertos.
Me di cuenta entonces de la extraordinaria
oportunidad que me había brindado el destino dándome a conocer de primera mano
el gran misterio que atormenta a la humanidad desde que el ser humano fue
consciente de su efímera vida en la Tierra. ¿Existe vida después de la muerte?
Aparentemente sí, aquellas almas seguían habitando
algún lugar, que a mí se me antojaba ser el interior del gato centinela, pero
había algo que no cuadraba. No parecían felices, no parecían estar realmente
vivas ni tener voluntad propia. ¿Podía ser aquel gato una especie de limbo, la
antesala donde las almas se purifican antes de poder acceder al océano anónimo
del eterno descanso?
Mi abuelo Eduardo me acompañó hacia una especie de
portal a través del cual se veía el exterior del cementerio, por el que
transitaban los inadvertidos visitantes portadores de flores. Podía ver esa
realidad exterior a través de dos aberturas en forma de huso que coincidían
exactamente con los ojos del Nekomata. Podía verme a mí mismo, plantado a la
puerta del cementerio, inanimado, la mirada perdida como si fuera una carcasa
completamente vacía. Los transeúntes rodeaban mi cuerpo a derecha e izquierda
para poder acceder al cementerio, pero ninguno de ellos reparó en mí, en si me
sucedía algo o porque narices me había quedado allí plantado como un pasmarote.
—Mira, ahí está tu cuerpo, debes volver en ti —dijo
mi abuelo Eduardo—. Todavía no perteneces a este mundo; tu cuerpo te está
esperando y tienes la salida ante de ti. Venga, no lo pienses más.
Entonces, sentí un profundo agradecimiento hacía mi
abuelo que me había orientado en ese espacio vetado a los vivos y deseé con todas
mis fuerzas salir de nuevo al mundo y recuperar mi cuerpo orgánico para vivir
el resto de mi vida acompañado por el sentimiento gozoso de saber que hay más
allá de la vida.
Giré mi rostro hacía atrás para dirigir una última
mirada de despedida hacia mi abuelo, cuando súbitamente una de aquellas almas
errantes, morador desde hacía años del interior del maldito gato, y que en su día
había sido un avispado anciano, saltó a través de las felinas aberturas
oculares y ocupó de lleno mi cuerpo recipiente.
Una mirada de preocupación ensombreció el rostro de
mi abuelo que a continuación agachó la cabeza como evitando mirarme a la cara.
Yo percibí inmediatamente que algo no iba bien. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido
eso?
Mi abuelo dio media vuelta y se marchó cabizbajo
mientras yo contemplaba horrorizado como mi cuerpo comenzaba a moverse y me
miraba con actitud burlona a través de los ojos del gato.
¿Qué significa esto? ¿Cómo es esto posible? ─me
preguntaba yo completamente aterrorizado al tiempo que mi cuerpo desapareció
del campo de visión del gato.
Y entonces, comprendí que había quedado atrapado
para siempre en el interior del gato, en un limbo donde las almas son
purificadas antes de incorporarse al gran Ser cósmico.
Para el mundo de los humanos, aquel 1 de noviembre
fue el día de mi muerte.

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