domingo, 2 de noviembre de 2025

NEKOMATA

 


Al pasar por debajo del arco que daba entrada al cementerio, me lo encontré de frente. La mirada fija en mí y su pose mayestática con las patas delanteras juntas y el pecho bien erguido, escrutando a todos los que venían a depositar flores en las tumbas de sus seres queridos por Todos los Santos.

Enorme, grande, gordo.

Era un gato de los que los japoneses llaman calicó, con manchas de tres colores, blanco, marrón y negro, y la verdad es que imponía mucho a pesar de que no era completamente negro. Quizá fuera la curiosa distribución de los colores sobre el pelaje del animal con el color negro dibujando una especie de antifaz que rodeaba sus ojos, lo que le confería una siniestra actitud de total autoridad como dueño y señor del cementerio.

¡Oh Dios! Qué tenía ese felino en su mirada que me mantenía como hipnotizado, subyugado y sin voluntad propia. Y mientras me debatía por zafarme de sus afiladas garras oculares, sentí un chasquido y experimenté una terrible tristeza de añoranza, de alejamiento de la realidad para adentrarme en un lugar terriblemente desconocido en el que mi ser se diluía perdiendo casi por completo toda la entidad que me definía como persona.

¿Qué era aquel espacio rodeado de seres que vagaban sin rumbo? Parecían de otro tiempo, más antiguo. Parecían no entender nada, parecían ¡muertos vivientes!

La cara del maldito gato se manifestaba allá donde mirara y en ese momento, imaginé algo que me negaba aceptar, pero que explicaba lo que me estaba sucediendo. Efectivamente, allí se encontraban todas las almas de los finados enterrados en ese cementerio, era una especie de inframundo y todas esas pobres almas estaban atrapadas en el interior del orondo gato.

La desesperación invadió todo mi ser cuando comprendí que ese maldito gato me había atrapado en su interior, y que el felino se alimentaba con las almas de aquel cementerio rebosante de cadáveres. El gato engordaba cada día un poco más a medida que los finados iban ocupando nichos y columbarios.

Quise interaccionar con las almas errantes que vagaban de aquí para allá y de repente me dio un vuelco al corazón al reconocer a mi abuelo, al que yo venía a ponerle flores ese aciago día.

¡Yayo! exclamé con una mezcla de pavor y confianza, y él se giró con su rostro marcado por las cicatrices que el duro trabajo en el campo había labrado en su rostro a lo largo de la vida. Pareció sorprendido, como si despertara de un sueño de muchos años ya, pero finalmente pareció reconocerme. Esto me extrañó al pensarlo dos veces, ya que mi abuelo había muerto cuando yo era pequeño y, por tanto, mi aspecto había cambiado mucho desde entonces. Salvé esta incongruencia con el artificio de pensar que la sangre reconoce a su sangre en cualquier lugar o circunstancia.

Inmediatamente quise pedirle ayuda, ¿qué hago aquí?, ¿qué es este lugar?, ¿por qué estás aquí?

Él me sonrió dando así una respuesta velada y tranquilizadora y me dijo que no me preocupara, que él me enseñaría el camino de salida ya que todavía no había llegado el momento de habitar el reino de los muertos.

Me di cuenta entonces de la extraordinaria oportunidad que me había brindado el destino dándome a conocer de primera mano el gran misterio que atormenta a la humanidad desde que el ser humano fue consciente de su efímera vida en la Tierra. ¿Existe vida después de la muerte?

Aparentemente sí, aquellas almas seguían habitando algún lugar, que a mí se me antojaba ser el interior del gato centinela, pero había algo que no cuadraba. No parecían felices, no parecían estar realmente vivas ni tener voluntad propia. ¿Podía ser aquel gato una especie de limbo, la antesala donde las almas se purifican antes de poder acceder al océano anónimo del eterno descanso?

Mi abuelo Eduardo me acompañó hacia una especie de portal a través del cual se veía el exterior del cementerio, por el que transitaban los inadvertidos visitantes portadores de flores. Podía ver esa realidad exterior a través de dos aberturas en forma de huso que coincidían exactamente con los ojos del Nekomata. Podía verme a mí mismo, plantado a la puerta del cementerio, inanimado, la mirada perdida como si fuera una carcasa completamente vacía. Los transeúntes rodeaban mi cuerpo a derecha e izquierda para poder acceder al cementerio, pero ninguno de ellos reparó en mí, en si me sucedía algo o porque narices me había quedado allí plantado como un pasmarote.

—Mira, ahí está tu cuerpo, debes volver en ti —dijo mi abuelo Eduardo—. Todavía no perteneces a este mundo; tu cuerpo te está esperando y tienes la salida ante de ti. Venga, no lo pienses más.

Entonces, sentí un profundo agradecimiento hacía mi abuelo que me había orientado en ese espacio vetado a los vivos y deseé con todas mis fuerzas salir de nuevo al mundo y recuperar mi cuerpo orgánico para vivir el resto de mi vida acompañado por el sentimiento gozoso de saber que hay más allá de la vida.

Giré mi rostro hacía atrás para dirigir una última mirada de despedida hacia mi abuelo, cuando súbitamente una de aquellas almas errantes, morador desde hacía años del interior del maldito gato, y que en su día había sido un avispado anciano, saltó a través de las felinas aberturas oculares y ocupó de lleno mi cuerpo recipiente.

Una mirada de preocupación ensombreció el rostro de mi abuelo que a continuación agachó la cabeza como evitando mirarme a la cara. Yo percibí inmediatamente que algo no iba bien. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido eso?

Mi abuelo dio media vuelta y se marchó cabizbajo mientras yo contemplaba horrorizado como mi cuerpo comenzaba a moverse y me miraba con actitud burlona a través de los ojos del gato.

¿Qué significa esto? ¿Cómo es esto posible? ─me preguntaba yo completamente aterrorizado al tiempo que mi cuerpo desapareció del campo de visión del gato.

Y entonces, comprendí que había quedado atrapado para siempre en el interior del gato, en un limbo donde las almas son purificadas antes de incorporarse al gran Ser cósmico.

Para el mundo de los humanos, aquel 1 de noviembre fue el día de mi muerte.

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