Ahora,
que alcanzo el fin de las vacaciones de verano y vuelvo a sentir esa sensación
agridulce de transición hacia un nuevo estado vital y mental, me doy cuenta que
la vida está llena de principios y fines.
Los
principios son en sí mismo, por definición, esperanzadores. Comenzamos a
caminar por un nuevo camino con la esperanza de alcanzar un futuro mejor, un
estado mejor. Por tanto, los principios son siempre motivadores y llenos de
ilusión. ¡Vamos!, a no ser que sea el principio de una estancia en la cárcel o
una misión de guerra.
Sin
embargo, todo principio lleva ineludiblemente asociado un final y a los humanos
no nos gustan los finales. No nos gusta que se terminen las cosas, en el
sentido de que algo que atesorábamos se ha acabado. Puede ser desde el bote de
Cola-Cao, el gel de baño, el dinero de nuestra cuenta bancaria o nuestro
tiempo. Quizá los “fines” materiales son más llevaderos, sobre todo en esta
sociedad de consumo basada en el “usar y tirar”. Siempre podemos reemplazar el
objeto terminado por otro, siempre podemos cambiar el frigorífico cuando llega
al final de su vida útil o el coche, es decir, la ilusión por estrenar algo
nuevo tapa rápidamente el disgusto que nos produce que algo se termine. Por supuesto,
esta apreciación está muy ligada al poder adquisitivo y aquellas personas que
viven en la pobreza no superan tan fácilmente las pérdidas materiales.
Pero, a
todo esto, hay una pérdida que no se puede reparar y que, por tanto, es la más
dolorosa. Es una pérdida que no se arregla con dinero, que nos afecta a todos
por igual y que aterroriza tremendamente a todos los seres humanos. Se trata
del consumo del tiempo. Cada vez que termina un periodo, una época, un ciclo,
nos damos cuenta de la finitud de nuestro bien más preciado, la vida. Cuando se
acaba la fiesta, las vacaciones o el curso que estábamos haciendo, nos ponemos
muy nerviosos y rápidamente repasamos si el tiempo consumido ha sido bien
aprovechado. Nos es imposible evitar echar la mirada atrás para ver si nuestro
bien más preciado, el tiempo, ha sido bien aprovechado, bien disfrutado, bien
exprimido. Y este comportamiento es totalmente normal ya que refleja nuestra
certeza de que nuestro tiempo en la vida es limitado, puede ser más o menos largo,
pero siempre insuficiente.
Yo creo
que la mayoría de nosotros queremos dejar nuestra huella en la Tierra, queremos
que el Universo se entere de que hemos estado aquí, aunque sean pequeñas cosas,
como ayudar a un anciano a cruzar la calle o grandes cosas, como descubrir una
vacuna que salve muchas vidas. Y cuando uno de nuestros ciclos vitales se
termina, siempre tenemos la duda, como una mosca tras la oreja, de haber
aprovechado bien el tiempo consumido, y sentimos la desagradable sensación de
que nuestra capacidad de impacto en el mundo se va reduciendo poco a poco. Entonces, hacemos de tripas corazón, y
aceptamos un nuevo principio como único consuelo para la irreparable pérdida
que acabamos de sufrir, ese tiempo que se acaba de escapar con más o menos fortuna.
Como si
fuera el castigo de Sísifo, estamos condenados a aceptar el fin una y otra vez,
en una especie de ensayo constante, repetitivo, que nos prepara para aceptar el
gran fin, “la muerte”. Ese es el ciclo vital más grande que puedo imaginar para
un ser humano, nacimiento-muerte. Curiosamente, nuestro más amplio ciclo vital
funciona como todos los otros pequeños ciclos que hemos vivido a lo largo de la
vida. Cuando nos acercamos a la senectud, también echamos la vista atrás y
repasamos si hemos aprovechado la vida que se nos dio, y con más o menos
satisfacción, vamos poco a poco aceptando que se aproxima algo más terminal que
el fin de las vacaciones.
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