Mi hija
Helena de 11 años, nos confesó que hacía 2 que ya sabía que los Reyes eran los
padres. Todos nos quedamos muy entristecidos al constatar que ella había salido
de ese mundo fantástico en el que todo es posible, como por ejemplo que te
toque la lotería todos los años por Navidad.
Por
supuesto el castillo de naipes se derrumbó por completo y de un plumazo
desaparecieron el ratoncito Pérez, Papá Noel, el Tió y todas las demás
fantasías folclóricas con las que decoramos la infancia de los niños.
No
tengo ninguna formación psicológica, pero si tengo ojos, y he observado que en
esta edad los niños suelen presentar una especie de pre-adolescencia, de
rebeldía contra las leyes del mundo.
Y no es
porque se enteren de que los Reyes son los papás sino porque se enteran, ya un
poquito en serio, de que es eso de la muerte. Por vez primera perciben a esta
edad la verdadera amenaza que van a tener que sobrellevar el resto de su vida,
la espada de Damocles que pende sobre sus cabezas, la posibilidad de morir, de
dejar de existir. Es decir, que la existencia se entera de que no es infinita,
de que sólo ha sido prestada por un tiempo no desvelado.
De eso
va la vida, esas son las reglas del juego, o lo tomas o lo dejas. Los niños
pierden en ese momento la inocencia, pero al mismo tiempo, la vida les exige
una inocencia incluso superior rayando la inconsciencia: si quieres vivir en
plenitud, debes olvidar la amenaza que te ha sido revelada, es decir, debes
vivir como si la muerte no existiera. Porque al igual que no tenemos ni voz ni
voto cuando nacemos, tampoco tenemos ni voz ni voto ante la muerte. Es algo que
no nos incumbe y que no debería alterar nuestra forma de ver la vida.
Lo
vemos en los animales, que fácil parece en ellos. Simplemente viven, sin más
razón que esa, explotar el don que la Naturaleza les ha concedido, sin
objetivos, sin metas, sin planes de futuro, sin remordimientos pasados. Todos
los seres vivos del planeta Tierra excepto los humanos aceptan la vida tal como
viene, y por tanto, la viven en plenitud.
Sin
embargo, en el ser humano aparece la angustia existencial, el ser humano
necesita encontrar un motivo, una razón de su existencia y a partir de ese
momento es cuando todo se va al garete. Esa es la gran cara y la gran cruz del
ser humano, el preguntarnos para qué sirve vivir y hacerlo con la mente
pequeña, la misma que se pregunta para que sirve un lápiz o una silla.
En ese
momento, nos transformamos en seres temerosos que no sólo temen las amenazas
reales del entorno. Lo que más tememos es el sinsentido, la inutilidad, la
insignificancia de nuestras vidas. No lo podemos soportar e inventamos mil y un
vericuetos para apaciguar nuestra angustia existencial: que si vamos al cielo,
que si existe la vida después de la muerte, que si el destino se rige por un
plan maestro pergeñado por una mente superior, que si lo destinos del Señor son
inescrutables. Todo menos aceptar la NADA. El olvido, la sinrazón, el
sinsentido son insoportables. Cuando te metes en ese laberinto es difícil
salir.
Hay
otros que prefieren no pensar demasiado como vacuna contra la melancolía, pero
suelen caer en el hedonismo, “mientras sienta placer, lo más inmediato posible,
ya me vale la pena vivir” Esta solución puede funcionar durante un tiempo, pero
irremediablemente la Parca irá extendiendo su mano y apretando sin clemencia
nuestro cuello al tiempo que el placer simplemente se esfuma.
Así
que, ya tenemos planteado el problema: alcanzar la plenitud, explotar todas las
experiencias que nos ofrece la vida en cada instante, sentir que estamos completamente
vivos, dejarnos llevar, desgastarnos viviendo, celebrar íntimamente el gozo de
sentir y hacerlo sin tomar precauciones “mentales”, obviando un fin incierto
que nos acecha detrás de cada esquina.
Si supiéramos
la fecha de nuestra muerte, quizá muchos viviríamos de otra manera, quizá no
nos esforzaríamos demasiado si sabemos que vamos a vivir poco, quizá buscaríamos
actividades más edificantes e intensas ante la perspectiva de una vida corta.
Pero si vives intensamente, con ganas, ¿no os parece que la vida es siempre
demasiado corta, aunque vivas 100 años?
El ser
humano no quiere morirse, si tiene una calidad de vida razonable. Yo he visto a
mis familiares envejecer y notar cómo buscaban consuelo, cómo pensaban más en
el fin, algunos se hacían más creyentes, otros con 80 años mostraban gran
preocupación por un dolor aquí o allá, pero todos incluían la variable muerte
en la ecuación de sus vidas. El miedo a la muerte estaba cada vez más presente
en su devenir diario.
Y, sin
embargo, en mi caso, a medida que voy sumando años parece que me descargo de
ese miedo a morir. Cómo si al aproximarme poco a poco a ese evento natural,
fuera eso, más natural, menos traumático. ¡Pero que nadie se asuste! Que todavía
tengo muchísimas cosas por hacer y espero que el destino me dé la oportunidad
de completarlas.
Para
mí, lo importante es conseguir vivir en plenitud, saborear cada instante y
dejarse de grandes líneas maestras y grandes metas imaginarias. Si consigues
situar el placer en el vivir cada instante y no dejas entrar en tu mente al
maldito Pepito Grillo psicopompo, has llegado a la aceptación natural de la
vida y la gozosa integración con ella. Para mí, ¡ese es el objetivo!
Perdonad
porque esto ha sido un borbotón, el reflejo de un estado de ánimo que ha sido
plasmado sin mucha reflexión. Simplemente, necesitaba escribirlo.
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