Son
las 4 de la tarde de un domingo 4 de Noviembre. Todavía me encuentro envuelto
por el aroma del día de los muertos, del vino de licor y de los dulces panellets
que acompañan estas fechas. Salgo a pasear aprovechando las escasas horas de
luz que nos regalan las tardes en estos días. Vivo cerca del bosque que me
llama, me seduce, me atrae. Respondo a la llamada y me adentro caminando en la Serra de Galliners. Sierra de litoral, de pino carrasco, de romero, tomillo y
espliego. El sol incide lateralmente, anaranjado, como buscando cobijo. La
tierra bajo mis pies se encuentra húmeda como consecuencia de las lluvias de
hace un par de días. Me adentro en el bosque sombrío por un estrecho sendero
que discurre entre la vegetación enmarañada que apenas deja pasar los mortecinos
rayos de sol. El olor a tierra mojada, a humedad, se manifiesta patente como
una constante, como un lienzo sobre el que se dibujan infinidad de matices.
Olor a romero, a hierba húmeda, a ramas rotas que exhalan su savia, a color
verde que casi se puede oler. Los pájaros cantan sus oraciones de antes de irse
a dormir y dejan entreoír pequeños paréntesis de silencio, rotos de nuevo por
los trinos lejanos de las aves que se resisten a ser doblegadas por la negrura
de la noche. Las enredaderas se encaraman a los álamos, la espesura se hace más
densa y algún pino caído por el fuerte vendaval franquea el camino junto a los
mollerics que se apiñan por las veredas. Siento un ligero escalofrío conforme me acerco al corazón de la sierra pero al mismo
tiempo, una fuerza de atracción tira de mí sin que yo pueda evitarlo. Y de
repente, al pasar por un claro que me deja ver un trozo de cielo, ya plomizo,
ya anaranjado, siento un indescriptible sentimiento de felicidad, de
integración con la Naturaleza. Es como si todos los estímulos que me rodean en
el bosque transfundieran mi espíritu a través de los poros de mi cuerpo y yo me
desintegrara en pequeños átomos que vuelven y se funden con el entorno natural.
Sigo paseando con una sonrisa en la boca, la felicidad no se puede esconder.
Los sonidos se hacen cada vez más lejanos como si pasaran a otro plano de
existencia a medida que avanza la tarde, y yo miro el reloj, precavido, no se
me haga de noche en el bosque. Comienzo el camino de vuelta, buscando una ruta
circular para no pasar por los mismos sitios, ¡hay tanto que descubrir!
Conforme se acercan las 6, la tarde se escapa definitivamente y la eclosión de
sensaciones vividas en el bosque moribundo se va apagando con los últimos
estertores de la luz solar. La noche extiende su negro manto y la textura
sensorial que me perfundía en los instantes anteriores es ahora un lienzo negro
que nada nuestra. Es hora de irse a casa, terminó la función en esta tarde
maravillosa de otoño.
1 comentario:
Joan,
la lectura de tu texto me ha recordado el concepto de "baño de bosque", una iniciativa japonesa en la que durante unas dos horas de paseo relajado por el bosque, con ejercicios de respiración dirigidos por monitores, el grupo de gente se relaja y mejora muchos los registros de sus índices vitales (presión arterial, sistema nervioso, etc...). A mi me ha beneficiado también tu minuciosa descripción, me sentía como rodeado del entorno que tan acertadamente describes. Una prosa fluida y un vocabulario sencillo que te transportan a tu vivencia personal como si te hubiéramos acompañado en el paseo.
Bravo por estos trozos de redacción que te masajean el alma!
Lluís
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