domingo, 4 de mayo de 2014

Semana Santa Iconoclasta


Tradicionalmente, la Semana Santa es la época de las vírgenes y los santos danzarines. Con la llegada de la primavera, las puertas de las iglesias se abren para airear la imaginería y los símbolos y las reliquias son tomados por la plebe creyente y sacados en procesión a lo largo y ancho de la geografía española. Es la hora de airear el mobiliario y procurar baños de sol a esas figuras de tez cerúlea impregnadas por la pátina del humo de los cirios.
Es precisamente durante la Semana Santa cuando la iglesia representa el mito del renacimiento, del despertar de nuevo a la vida, de la resurrección, de la primavera. Y en la gran mayoría de los pueblos de España se realizan procesiones en las que grupos organizados de fieles costaleros carretean sobre sus espaldas los objetos de la devoción y el fervor populares. La Dolorosa, Jesús Nazareno, la Magdalena, la Verónica, el Desprendimiento, el Santo Sepulcro, etc... son sometidos a los vaivenes impuestos por el contorneo de las cofradías de capuchinos que desfilan al son del lastimero “quejio” de las cornetas y los tambores justicieros.
Ante tal agitación y revuelo, es tradicional también que las venerables imágenes sufran los rigores del tumulto ocasionado por estas multitudes enfervorizadas por el éxtasis religioso. Así no es raro, que todos los años rueden por los suelos santos y vírgenes con mayor o menor fortuna en su encuentro con el duro pavimento. Este año le ha tocado a la Virgen de los Dolores en la procesión del jueves santo de la localidad alicantina de Sant Vicent del Raspeig. La imagen se precipitó al suelo en la segunda “levantá” durante el encuentro entre Jesús Nazareno y la Virgen, cuando los costaleros bailaban los tronos ante la atenta mirada de cientos de vecinos.


Este tipo de traspiés de lo sagrado tienen un impacto tremendo en los atónitos fieles, sorprendidos testigos a la fuerza de tan azarosos hechos. La carga simbólica de la caída del santo es tan enorme que las personas que lo presencian sienten como sus más profundas convicciones se tambalean y son vapuleadas por una extraña fuerza invisible.
Si analizamos con detalle la situación, podemos observar como la imagen ha sido infundida con un halo sobrenatural, el objeto ha dejado de ser una mera representación para convertirse en si mismo, en una extensión de la Virgen, de Jesús o del santo concreto representado. La imagen de la Virgen “es” la Virgen, si la toco o la beso, estoy tocando y besando a la mismísima Virgen y siento el éxtasis balsámico que tan alto privilegio ocasiona en mi alma. Por tanto, cuando la imagen rueda por los suelos o incluso peor, se hace añicos al caer, tengo dos posibles alternativas, a cual más dolorosa. O despojo a la imagen de toda su sacralizad, llevándola de nuevo al terreno de lo meramente material, es decir, la considero como un objeto, un simple muñeco sujeto a las leyes de la gravedad. O, por el contrario, acepto que el mismo Dios ha caído, es decir, acepto el significado del símbolo, doy credibilidad a lo que allí se ha representado que es la caída de lo sagrado desde los altares al frío suelo. Tan sólo hay que ver como las caras de los asistentes reflejan el miedo al perder la protección divina, como se están debatiendo entre considerar lo que acaban de presenciar como un hecho apocalíptico o desvestir al santo de toda la carga espiritual que le había sido conferida.
Aunque sólo sea un simulacro, por unos instantes los feligreses caminan solos por el mundo, titubean, atisban la posibilidad de desprenderse de un plumazo de toda la imaginería religiosa y de su significado, tirar las muletas y caminar sin ayuda sobre la realidad que les rodea.
El lance suele acabar cuando los más valientes, recelosos de recibir la furia divina, se acercan y se atreven a tocar la imagen en sus momentos más bajos para ponerla en pie y devolverle la majestad perdida en el traspiés.
Podemos concluir que la religión católica descansa sobremanera en la imagen como vía para llegar a los feligreses, especialmente en épocas en las que la mayoría de ellos no sabía leer. Esto ha tenido efectos positivos como el maravilloso legado pictórico que atesoran iglesias y museos pero también tiene el hándicap de dejarse atrapar por las limitaciones de la imagen, de la representación, y quedarse sólo en eso, en la superficie.
Además los códigos estéticos de nuestro tiempo parecen no gustar a las autoridades eclesiásticas y si no, recuérdese como ejemplo el caso del Ecce Homo de Borja, una gran obra incomprendida.
Otras religiones lo plantean de otro modo, y su dios no necesariamente ha de llevar barba.

1 comentario:

Lluís P. dijo...

Joan,

Leo en el Diccionario de la RAE la siguiente definición de fetiche: “ídolo u objeto de culto al que se atribuye poderes sobrenaturales, especialmente entre los pueblos primitivos”. Si prescindimos de la palabra “ídolo” y del complemento después de la coma, estarás de acuerdo que decir “objeto de culto al que se atribuye poderes sobrenaturales” se adecúa bastante con lo que vemos en las procesiones de la Semana Santa. Claro está que ningún creyente admitirá que las imágenes sean meros objetos, más bien la Virgen misma, o San Juan Bautista, o Cristo, por supuesto. Se produce una veneración excesiva a la talla, luego entramos en cierta forma de idolatría que la Iglesia de Roma debería condenar sin paliativos. Si no lo hace es porque se trata de una manifestación de fe colectiva que actúa, metafóricamente hablando, como argamasa adecuadísima para rellenar las peligrosas grietas que aparecen en la basílica de san Pedro y que amenazan ruina (pederastia, corrupción en la gestión monetaria, entre otras). Y porque, como muy bien dices, “la religión católica descansa sobremanera en la imagen como vía para llegar a los feligreses”. Desde un punto de vista racional, esta identificación excesiva con las figuras de los pasos me produce rechazo porque lo veo más cerca de un burdo animismo que de una verdadera religión.
Sin embargo, de forma casual, he asistido a los preparativos para la salida de los pasos, momentos previos que unen a los fieles en un montón de tareas: la vestimenta de romanos y santos, entre otros protagonistas, debe estar recién lavada y condicionada; la madera, reluciente; los penitentes, impolutos; los adornos florales, al punto, entre varios deberes colectivos. La dedicación y el entusiasmo de la gente son dignos de elogio y unen a vecinos de todas las edades y condiciones. Se palpa un ambiente de camaradería sano, que algunos esperan a lo largo del resto del año por la unanimidad de sentimientos que generan, por una ilusión que casi se puede tocar, de tan a flor de piel que se vive. No conozco una forma de fanatismo más civilizada, tan pacífica en su ejecución y a la vez tan violenta en lo que representa: se trata de transmitir el horror de la pasión de Cristo, sangre y dolor donde los haya, y a la vez, a través de la resurrección, extender un mensaje de salvación de las almas hacia una vida eterna, dos extremos demasiado cercanos como para que el cerebro no encuentre una salida a este galimatías. Por todo ello, que la hermandad de turno siga avanzando, paso a paso, año tras año, con las tallas tambaleándose sobre las espaldas de los costaleros, deseando larga vida a estas fiestas pascuales, que si bien la razón está hecha un buen lío, como de forma tan amena describes en tu relato ante situaciones anómalas como la zozobra de una imagen, el corazón celtibérico manda, y aquí paz y después gloria.
A seguir cavilando, tú siempre tan sugerente,

Lluís