¿Puede haber un deseo más carnal que la transmutación del aire en dulce miel? No se me ocurre mejor definición del placer que la cosificación de nuestro sustento vital, el aire.
Darle un tacto, un olor, un sabor al sustrato físico que habitamos representa el triunfo absoluto del cuerpo, de la carne, la corrupción por exceso del acto de vivir. Sin embargo, esta atmósfera ralentiza nuestros sentidos, atrapa viscosamente nuestro espíritu, tizna de un suave dorado nuestra percepción de la realidad, perturba nuestra interacción con el medio, trastocando el intercambio de fluidos para acabar confundiendo lo fresco con lo podrido bajo un tenue magma dorado.
Y así quedamos retratados, suspendidos en el tiempo, ahogados en nuestros propios desechos y debilidades. Nos convertimos, como esta hormiga, en el símbolo de la muerte como destino seguro de nuestra sociedad de consumo, que se define como la incauta hormiga por el acto de consumir.
Hacendosa hormiga, ¿cuándo abandonaste tu recto camino, alejado de los fútiles placeres de la cigarra para caer en el más grande de los placeres?
Ya hace tiempo que venimos cegados por los objetos, la posesión, el exceso. La sociedad del “bienestar” impera desde hace más de 40 años y maestros, como Marco Ferreri, ya denunciaron el exceso en 1973, en aquella polémica película en la que sus protagonistas deciden inmolarse en honor a Pantagruel comiendo hasta reventar: La grande bouffe (La gran comilona).
Al menos, este símbolo viajará en el tiempo como un mensaje en una botella de ámbar, para que las generaciones futuras tomen lecciones antes de empezar a caminar.
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