El circo, el mayor espectáculo de mundo. Así fue para mi durante los años de mi infancia, cuando mi padre me llevaba y mi candor infantil sólo me permitía ver la magia, la fantasía y aquel humor naïve de los payasos vocacionales (son los que no actúan, sino que viven como payasos).
En la edad adulta, la madurez me ha privado de esa ventana a la fantasía y más bien, ha trocado este antiquísimo espectáculo en un “freak show” (parada de monstruos). Lo que yo veo cuando estoy sentado en la polvorienta e incómoda grada, junto a mis hijas, no son valientes domadores, osados acróbatas o divertidísimos payasos. Yo veo animales famélicos, pulgosos y nerviosos convertidos en auténticas sombras de lo que algún día fueron en la sabana africana, niños sin escolarizar siguiendo la estela de sus padres, que embutidos en unos ridículos leotardos incapaces de esconder la incipiente barriga, dan saltos, aplaudidos más por compasión que por estética, y payasos de sonrisa pintarrajeada y colores desvaídos por el sudor de su frente, que destilan melancolía, desarraigo y humillación hasta por el último poro.
Lo mismo me sucede en los recintos feriales que otrora me deslumbraban con sus colores, su música y ese mundo de fantasía que se podía casi tocar al final del cañón de un rifle de balines o al comprar el siguiente boleto de la tómbola. Ahora veo polvo, marginación, ensalzamiento de la ignorancia, escuela de supervivencia, timo, nomadismo, irresponsabilidad.
Esta atmósfera de penalidad me induce un intenso estado de melancolía, que se enraíza en esa actitud de sometimiento que presenta toda la troupe circense y feriante, y que se me antoja similar a la que se puede encontrar en los “slums” de la India.
Yo creo que ellos, sabedores de la pena que dan, siempre repiten en todas las funciones, “mientras haya niños, el circo nunca morirá”, y qué razón tienen, porque sólo los niños pueden ver algo alegre debajo de aquellas carpas del inframundo saltimbanqui.
Yo, que me paseo con esa sensación agridulce producida por las sonrisas de mis hijas y el puchero putrefacto que en esos momentos cuezo en mi mente, me topo de repente con el “tren de la bruja”. Allí está, dando vueltas sin parar, sobre unos raíles que más que circulares parecen espirales, que van estrechando cada vez más el círculo alrededor del cuello de la bruja hasta que muera estrangulada por su propio tren. Adivino una cara del oriente europeo debajo de aquella ridícula máscara y como instrumento de trabajo, dos escobillas que voltea como una majorette de la corte infernal.
Los niños de hoy en día no le tienen miedo a la bruja, a la bruja de los cuentos clásicos. La maldad de la bruja zampaniños ha adquirido un cariz que roza lo candoroso comparada con la desgarradora realidad a la que se ve expuesta la infancia de nuestros días. Por eso, la bruja y su tren han quedado reducidos a una patética caricatura que se queda sin escoba al primer manotazo lanzado por los niños. A mi personalmente, me daría más miedo si se quitara la máscara y enseñara su verdadero rostro.
Y no hay nada más patético que un payaso que no hace gracia o una bruja que no da miedo. Todo ello envuelto por un ambiente de decadencia marginal, al que ha sido desplazado por los grandes circos mediáticos que vomita la televisión y que van desde una sesión de Las Cortes hasta las echadoras de cartas, pasando por los realities y el cine subvencionista o la morfina hollywoodiense.
He de aclarar que lo que me produce tristeza es la escasez intelectual o espiritual que campa por estos ambientes. Ya sé que económicamente estas actividades pueden dejar interesantes beneficios y que muchos de estos empresarios no pasan precisamente penurias.